La violencia — y eso es algo que creo haber dicho con anterioridad- no es más que una de las tantas formas de la locura. Y de locura progresiva. Pasas de un estado profundamente depresivo en el que te arrepientes de todo corazón de cuanto has hecho, a otro en el que lo único que ansías es volver a empuñar un revólver y volarle la cabeza a cualquier hijo de puta. Y como dice el dicho, si los hijos de puta volaran ocultarían el sol.
Martell conocía a centenares de ellos. De todas las razas, colores y nacionalidades. Aún no he conseguido entender cómo llegó a convertirse en punto de referencia de la mayor parte de los terroristas del mundo, y cuáles eran los contactos que le permitían estar al tanto de cuanto se cocinaba en los pucheros del infierno, pero lo cierto es que en más de una ocasión me comunicó con dos días de anticipación espeluznantes acciones violentas que por desgracia la mayor parte de las veces se llevaron a cabo.
Habíamos hecho negocios, pero a la hora de reintegrarle el dinero se lo fui devolviendo por etapas puesto que lo que de ninguna forma deseaba era romper de golpe los lazos que me unían a él.
Xangurro reclamó su parte y se la entregué de idéntica manera.
¡Qué más me daba!
Al fin y al cabo no se trataba más que del dinero de otros y yo sabía muy bien que por mucho que gastara jamás se acabaría. Tiempo atrás había abierto fideicomisos a nombre de cada uno de mis hermanos, de tal forma que pasara lo que pasara tuvieran el futuro asegurado aunque sin disponer por ello de sumas excesivas, puesto que lo que deseaba era que se convirtieran en hombres de provecho, y a mi modo de ver la mejor forma de conseguirlo es tener suficiente pero no demasiado.
¡El equilibrio!
Recuerdo que estando en la universidad me cayó en las manos un magnífico estudio sobre la importancia de saber mantener un equilibrio en todo cuanto se refiere tanto a nuestra vida interior como a nuestras relaciones con el mundo que nos rodea, y lamento no haber sabido asimilar tan sabias enseñanzas.
Mi vida ha sido siempre un perfecto ejemplo de falta de equilibrio, y deseaba de todo corazón que a mis hermanos no les ocurriera lo mismo.
La única vez que les escribí fue para notificarles que recibirían una asignación mensual y suplicarles que la emplearan en estudiar buenas carreras.
Lógicamente la carta no llevaba remite, puesto que no deseaba que me contestaran diciéndome que me echaban de menos.
El banco me confirmó que cada primero de mes se retiraba el dinero y eso me bastó. Lo otro, reanudar unos lazos familiares que tan sólo contribuirían a aumentar mi sensación de fracaso y soledad, no tenía razón de ser.
Y a mi familia no le gustaría saber quién era, cómo era, y de dónde había salido aquel dinero. Tampoco les serviría de mucho resucitar una relación que muy pronto se volvería a truncar de un modo definitivo.
Presentía que me encontraba al final de mi carrera.
¿Por qué?
No lo sé. No creo que nadie pueda explicar de una forma lógica la razón de los presentimientos, ya que no es como cuando un brazo roto te advierte que va a cambiar el tiempo. Lo presientes y basta.
Mi último objetivo continuaba siendo Martell, pero ni yo misma sabía a ciencia cierta qué era lo que pretendía de él.
¿Matarle?
¡Oh, vamos! Matar ya era un fastidio; una estúpida rutina. Aparte de que conozco lo suficiente mi oficio como para saber que de la misma forma en que le había obligado a convertirse en mi ángel de la guarda, yo me había convertido en el suyo.
A través de nuestra relación Martell había tenido un sinfín de oportunidades de fotografiarme o conseguir mis huellas dactilares, y estoy segura de que en alguna parte del mundo guardaba un dossier sobre mí que iría a parar a las manos de la policía en cuanto a él le ocurriera algo.
Lo que es igual no es trampa. Y hay que aceptarlo.
Estábamos unidos por un múltiple cordón umbilicaclass="underline" el afecto, el respeto, la admiración, la rivalidad, los negocios, y la mutua dependencia en cuanto a seguridad se refiere.
Lo único que nos faltaba era el amor. Pero incluso en eso supimos guardar las distancias.
Era un hombre en cierto modo atractivo al que le fascinaba como mujer, pero desde el primer momento comprendimos que una cama no nos iba a proporcionar más que problemas.
Por lo que pude deducir con el paso del tiempo estaba casado y tenía un montón de hijos — nunca supe si propios, de su mujer o adoptados- pero lo que sí fui capaz de deducir es que se las había ingeniado para levantar un grueso muro entre su vida familiar y su vida profesional hasta el extremo de que ni siquiera conseguí hacerme nunca una idea de dónde residía normalmente, o cuál era su auténtica nacionalidad.
Hablaba nueve idiomas con absoluta fluidez, lo que me obligaba a sospechar que debía ser de origen centroeuropeo, pero era tal la obsesión que demostraba por conservar su intimidad y tal el hermetismo en que se encerraba en cuanto se rozaba el tema, que opté por evitarlo a toda costa.
De igual modo tampoco él quiso averiguar más de lo que yo me brindé a contar sobre mi propia vida.
Cabría asegurar que nada teníamos en común pese a que en el fondo fuéramos iguales.
Y lo sabíamos.
Ambos éramos conscientes de que nuestras vidas se habían elevado sobre el frágil cimiento de la sinrazón, y eso nos unía.
A menudo creo que cada uno de nosotros buscaba en el otro las respuestas que no había conseguido desvelar sobre s¡ mismo, como si imaginara que era un espejo que le permitiría descubrir las arrugas de su propia alma.
Pero el alma no se refleja en los espejos. En ningún espejo. Y la conciencia mucho menos. Pese a ello pasábamos largas horas juntos, intercambiando experiencias y tanteando el terreno con vistas a reanudar la gran partida que había quedado pendiente.
Aunque no existía tablero sobre el que jugarla. Ni trofeo alguno que justificara, por el momento, la revancha. Lo que sí nos sirvió de mucho fue ese intercambio de ideas y experiencias, e imagino que un sociólogo que hubiese asistido en silencio a la mayor parte de nuestras conversaciones hubiera conseguido obtener valiosos datos sobre el auténtico significado de la violencia y la práctica imposibilidad de detenerla cuando acelera su andadura.
Martell se mostraba en ciertos aspectos tan perplejo como yo misma sobre la complejidad de los caminos que nos habíamos visto obligados a seguir para llegar al punto en que estábamos.
Nunca, ni por lo más remoto, se planteó la posibilidad de acabar por convertirse en líder terrorista, ya que a lo único a que aspiró desde el día en que enterró a su mujer fue a intentar que los gobiernos atendieran a sus demandas de un mayor control sobre las actividades de los narcotraficantes.
— Quizá… -señaló una noche- el verdadero problema estriba en el hecho de que tanto tú, como yo, como la mayoría de los que andamos metidos en esto, somos mucho m s débiles que el resto de la gente y nos hemos dejado arrastrar sin oponer resistencia. Al igual que el tímido se muestra de pronto como el m s audaz, así nosotros, los débiles, nos hemos disfrazado de duros hasta el extremo de caer en la trampa de creernos nuestro propio papel. Alguien realmente fuerte se las arreglaría para escapar de un laberinto del que no somos capaces de encontrar la salida.
— Salir es fácil — puntualicé-. Lo difícil es no volver a entrar. Ocurre como con el tabaco; cuesta muy poco dejar de fumar, pero casi nadie consigue no caer de nuevo en el vicio. La violencia es una droga y aún no se han inventado ni clínicas ni tratamientos que te libren de la adicción.
Un violento; alguien que como yo sabe que tiene el poder de destruir a su antojo vidas humanas no consigue habituarse a la idea de convertirse en un ciudadano del montón. El terrorista se siente tan importante como un rey, y son muy pocos los reyes que abdican de buen grado.