No es fácil pasar de ser dueño de vidas humanas a mecánico en un taller, obrero de la construcción o funcionario público, y mientras no se invente una forma de desintoxicar a los violentos, el problema nunca tendrá solución.
Hubiera dado la mitad de mi vida por conseguir olvidar la otra mitad, pero no encontré a nadie que quisiera quedarse con ella.
Siempre había sido la frase de El Dibujante que más me había impresionado puesto que reflejaba como ninguna otra mis auténticos sentimientos, y recuerdo que cuando en cierta ocasión se la comenté a Martell hizo un levísimo gesto de asentimiento.
— Si eso es lo que piensas — señaló-, y en parte lo comparto, significa que el cien por cien de nuestras vidas ha resultado inútil.
— ¡Naturalmente!
— Lástima! Realmente es una lastima.
Lo decía de corazón, pero pese a ello continuaba matando.
Pensaba de una forma y actuaba de otra.
¿Por qué?
Si tuviera respuesta a esa pregunta, tendría respuesta a mis propias preguntas, y creo que a estas alturas resulta evidente que jamás las tuve.
Yo por aquel tiempo ya no mataba. Me había enamorado.
Durante un corto paréntesis de mi vida, no más de siete meses, me convertí en una mujer normal que tan sólo soñaba con el momento de reencontrarse con el hombre elegido, hacer el amor y realizar hermosos y románticos viajes a lugares exóticos.
Pasé casi un mes en Bora-Bora y lo recuerdo como el tiempo más pleno y feliz de mi vida de adulta.
Sol, playa, cama, largos paseos a la luz de la luna; música típica y romántica… todo aquello a lo que aspira una mujer que desea ver el mundo a través de los ojos de otra persona; una persona por cuya mente jamás ha cruzado la idea de asesinar, poner una bomba, o causar daño a nadie.
Lo quise tanto más cuanto más distinto a mí lo fui descubriendo.
Busqué en su compañía lo que jamás encontré en la mía. Adoré su alegría por vivir, al igual que odiaba mi amargura por matar.
Y caí rendida a sus pies cuando me suplicó que nos casáramos. Pero no me casé.
Si alguna muestra de amor di alguna vez en mi vida, fue la de abandonar al único hombre al que he amado.
Unir para siempre mi vida a la de alguien tan honrado y tan puro hubiera sido infinitamente más cruel que el mas cruel de mis crímenes.
Descubrir quién era yo — y hubiera acabado por descubrirlo pronto o tarde- significaría tanto como destruir de un solo golpe todo lo mejor que he encontrado en esta vida, y estoy segura que la bomba que desmembró a Sebastián sería a la larga menos dañina que la simple verdad sobre mí misma.
Le regalé mi cuerpo, que aún era hermoso, y lo poco incontaminado que quedaba de mi alma, pero tuve muy claro desde el primer momento que no debía envolver tales presentes en el papel de estraza de un pasado tan hediondo y sucio de sangre como el mío.
Más que nunca los recuerdos cayeron sobre mi cabeza como las columnas del templo sobre los filisteos.
Hazihabdulatif, Emiliano, Alejandro, El Dibujante, Didí Monet y tantos y tantos otros comenzaron a bañarse conmigo en las playas de Bora-Bora, compartieron nuestros románticos paseos a la luz de la luna, se acostaron en la ancha cama de la cabaña bajo la que murmuraba un mar cálido y transparente, y me preguntaron una y mil veces hasta cuándo sería capaz de mantenerlos encerrados bajo llave en el armario de mi memoria.
¿Tenía derecho a condenar al hombre al que amaba a compartir su vida con una auténtica legión de cadáveres?
¿Tenía derecho a ocultarle la verdad eternamente?
¿Tenía derecho a que cualquier día alguien me señalase con el dedo en su presencia para llamarme puta, lesbiana, ladrona, terrorista y asesina.
Sinceramente creo que no.
Son demasiadas acusaciones.
Y todas ciertas.
Una mañana, una hermosísima y amarga mañana, enterré mi corazón en la blanca arena de Bora-Bora y me fui.
Allí debe seguir, lamido por las limpias aguas de amplia laguna, a ratos a la sombra de las frágiles palmeras, y a ratos bajo el cálido sol del paraíso.
Ese fue mi suicidio.
Mucho más doloroso, más largo y más agónico que el hecho de meterme el cañon de un revólver en la boca y apretar el gatillo, porque sigue siendo un suicidio que repito día tras día, y sobre todo, noche tras noche, cuando me tumbo en la cama, alargo el brazo y no encuentro el calor de aquel ser a quien tan desesperadamente necesito.
¿Quién podría castigarme que más daño me hiciera?
¿Qué cárcel, qué presidio o qué patíbulo podría compararse a esta condena que yo misma me impuse?
Vivir sin escuchar su risa, sin recibir sus besos o sentir sus caricias, es tanto como expirar minuto tras minuto sin conseguir lanzar jamás el último suspiro.
Contemplar esta celda ni siquiera me impresiona, puesto que desde aquel lejano amanecer en Bora-Bora, los palacios son celdas cuando él no esta y la más lúgubre de las mazmorras se me antojaría el Taj-Mahal si durmiera en sus brazos.
Aprendí a amar a destiempo.
O demasiado pronto, o demasiado tarde.
Quizá de ello sí que no tenga yo la culpa.
Nadie manda sobre sus sentimientos, y nadie puede ordenarle al corazón en qué momento debe amar y en qué momento debe odiar.
Al fin y al cabo, el tiempo siempre ha sido el impasible tirano que marca nuestros destinos. A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si le hubiera conocido en otras circunstancias.
¡Estúpida pregunta!
Jamás habría podido conocerle en otras circunstancias puesto que fue el devenir de mi existencia el que me llevó hasta él.
Una muchachita cordobesa no hubiera podido conocerle. Y menos aún, enamorarle. Era un hombre muy especial que necesitaba una mujer muy especial. Pero yo lo era demasiado, incluso para él.
Estoy convencida de que me hubiera perdonado por haber sido puta. E incluso habría comprendido que en ciertos momentos de mi vida hubiese aceptado una relación homosexual. Y apretándole un poco quizá hubiera pasado por alto mis latrocinios.
¡Pero matar a sangre fría.!
Ejecutar por capricho actuando a la par de juez y verdugo, o envenenar con barbitúricos a un ser que me amaba desesperadamente…! No. No creo que lo hubiera aceptado en modo alguno.
Me viene a la memoria aquel viejo bolero.
No es falta de cariño, te juro que te adoro, te quiero con el alma y por tu bien, te digo adiós.
¡Qué absurda se me antojaba en mi niñez, aquella letra!
Siempre creí que si amas tanto a alguien no debe existir razón alguna para abandonarle, pero lo cierto es que existe.
El dolor que pudiera causarle al marcharme sin darle explicaciones, no tenía parangón con el que le hubiera causado al haber tenido que dárselas.
Volví junto a Martell que advirtió de inmediato que había cambiado.
— ¿Te serviría de algo hablar sobre ello? — quiso saber.
— Me obligaría a hacer un esfuerzo para no echarme a llorar. Y lo último que deseo en este mundo es llorar ante ti.
— Entiendo. La diferencia entre tú y yo es que yo soy capaz de ocultarle a mi mujer que soy un maldito terrorista y tú no — lanzó un resoplido-.
Es la jodida manía de las mujeres de contarle a sus maridos que le han puesto los cuernos cuando nadie se lo ha preguntado. Pero lo que no debes hacer es encerrarte en ti misma concentrándote en rumiar tu pena. Lo que necesitas es acción.
— ¿Acción? — me sorprendió-. ¿Qué clase de acción?
— Acción de la buena — replicó-.¡De la mejor!
Estoy preparando un golpe que hará temblar al mundo.