— ¡Vamos! — protesté-. ¿No crees que ya estás demasiado viejo como para intentar hacer temblar al mundo?
— Las ideas no tienen edad, pequeña — musitó sonriendo-. Leonardo tuvo sus mejores ideas siendo ya un anciano. Tengo la edad justa puesto que poseo la experiencia, los medios y la gente.
— ¿De dónde piensas sacar a esa gente?
— De todas partes — replicó orgulloso de sí mismo-. A mi llamada acudirán desde todos los rincones del planeta, y con su ayuda le pegaré fuego a esta maldita sociedad de mierda.
Aquél fue el primer día en que oí hablar de la Operación Krakatoa, pero aún no tenía ni la menor idea de lo que se ocultaba tras ella.
También fue el día en que comencé a conocer al verdadero Martell.
A El Gran Martell.
Por lo que averigьé tres días más tarde, el Krakatoa fue un volcán de Indonesia que a mediados de 1883 reventó con tal violencia, que el estampido se escuchó en Australia o Madagascar, a más de cinco mil kilómetros de distancia.
La nube de polvo y escorias que formó giró sobre la Tierra durante años, y una ola de casi cuarenta metros de altura viajó a través del Indico y el Atlántico hasta el canal de la Mancha, sin que nadie supiera nunca cuántas muertes provocó ni qué apocalípticas proporciones alcanzó su desmesurada capacidad de destrucción.
Y ahora Martell, El Gran Martell, elegía aquella indescriptible catástrofe como nombre de guerra y símbolo de una operación en la que esperaba pegarle fuego a esta maldita sociedad de mierda.
Me asusté.
Le creí y me asusté, puesto que de algún modo presentía que hasta aquel momento Martell tan sólo me había mostrado su lado amable; la imagen del hombre que ha optado por elegir el camino equivocado pero que vive consciente de su error, lo cual obliga a abrigar la esperanza de que en algún momento conseguir reaccionar para dar media vuelta y volver a empezar.
Ahora la moneda giraba en el aire y yo comenzaba a entrever ambas caras, y aunque tan sólo fuera por d‚cimas de segundo, lo que estaba descubriendo me indicaba que el lado oscuro de Martell era casi tan amenazador como pudiera serlo el mío propio.
¡Durante mucho tiempo, demasiado quizá! habíamos estado enseñándonos mutuamente nuestras cartas, pero lo cierto era que guardaba un par de ellas en la manga de las que jamás me había hablado. Y, o mucho me equivocaba, o se disponía a arrojarlas sobre el tapete.
Me vino a la memoria lo que siempre se había dicho sobre éclass="underline" Martell es como un cometa que desaparece en el espacio, pero que cuando regresa opaca a todas las estrellas del firmamento.
Eso era lo que ansiaba ser: cometa que vuelve, o rey que deja su trono en manos de validos a sabiendas de que el día en que decide alzar la voz todos corren a postrarse a sus pies.
¡El poder!
El poder visto desde ese ángulo es aún más poder que el de quien se ve obligado a ejercerlo día tras día por temor a perderlo.
Cuando un par de meses más tarde pude constatar su desmesurada capacidad de convocatoria entre quienes se supone que no acostumbran a seguir más que sus propias normas, llegué a la conclusión de que el auténtico poder de Martell superaba en mucho al de la mayoría de los presidentes o jefes de Gobierno de algunos países democráticos.
¡Y no lo parecía!
Juro por Dios que no lo parecía, y aún, a menudo, cuando pienso en él, le recuerdo con su uniforme de chofer y su gorra en la mano, replicando muy serio que no consideraba en absoluto correcto sentarse a mi mesa.
Supongo que de igual modo El Dibujante, cuando pensara en mí momentos antes de descender del autobús, recordaría a la inofensiva muchacha del ojo amoratado por un marido brutal, sin sospechar siquiera que le estaba aguardando con la intención de reventarle la cabeza de un balazo.
¡Krakatoa!
¿Qué se ocultaba tras tan inquietante palabra?
Comprendí que tratar de sonsacar a Martell resultaría contraproducente, por lo que me limité a esperar a que diera el siguiente paso.
Una mañana me telefoneó para comunicarme escuetamente, que si deseaba auténtica acción, lo único que tenía que hacer era estar el 6 de junio a las nueve de la noche en el casino de Dibonne, jugando siempre al número once.
Mi nombre en clave a partir de aquel momento era el de Antorcha y no debería responder a ningún otro.
Dibonne-Les Baines es un diminuto pueblo francés cuyo mayor encanto, aparte de una innegable belleza natural y unas fabulosas vistas sobre el lago Leman, se basa en el hecho de que posee un lujoso hotel dotado de un magnífico casino al que acuden a jugar los suizos, ya que se encuentra a caballo sobre la mismísima frontera, y apenas a una veintena de kilómetros de Ginebra.
Reservé con tiempo mi habitación, me hospede en el hotel, y a las nueve en punto del 6 de junio pasado me dediqué a perder miles de francos apostando a un once que al parecer había decidido marcharse de vacaciones al Caribe con ese tal Curro del que todo el mundo habla.
Al poco se me aproximó un individuo de aspecto anodino que me suplicó que le siguiera.
Subimos a un Audi plateado y nos perdimos en la noche avanzando por enrevesados caminos durante casi una hora, para ir a detenernos ante un enorme caserón rodeado de un espeso jardín y una alta verja.
Una vez dentro el individuo me condujo a un elegante saloncito, me rogó que le entregara el bolso y me pidió que aguardara.
Cuando salió advertí que cerraba con llave a sus espaldas.
Fue una espera muy tensa, lo admito.
Era como encontrarse en la antesala del dentista a sabiendas de que te va a perforar las muelas con un torno.
Estaba en manos de Martell, ahora El Gran Martell, y lo único que me permitía conservar la calma era saber que él sabía que si algo me ocurría su larga carrera delictiva podía darse por concluida.
Aun así no puedo negar que una amarga bola de hiel se me había instalado en la boca del estómago.
Era una sensación muy semejante a la que experimenté la noche en que ejecuté a El Dibujante.
Por fin, tras casi una hora de espera, me liberaron de mi encierro, me devolvieron un bolso en que no guardaba más que dinero y maquillaje y me condujeron a un enorme salón en penumbra, ya que se encontraba iluminado por diminutas lámparas que descansaban sobre las mesas y que apenas iluminaban hacia abajo, de tal modo que tan sólo permitían distinguir las manos de sus ocupantes.
Frente a cada puesto había un sobre.
El que me correspondió tenía escrito: Antorcha.
No se escuchaba un rumor.
Unas veinte o veinticinco personas fueron penetrando de una en una para tomar asiento en reverencial silencio.
Luego, al cabo de un rato, y cuando al parecer ya todos se encontraban acomodados, en la mesa presidencial hizo su aparición Martell. que aguardó unos instantes y al fin, tras carraspear levemente alzó la mano pidiendo la palabra.
— Queridos camaradas — comenzó-, os he rogado que vengáis porque tengo algo que proponeros y que a mi modo de ver puede asestar un golpe mortal a las decadentes democracias contra las que tanto tiempo llevamos luchando con tan desigual resultado. Os agradezco vuestra presencia.
Se escuchó un leve rumor pero nada más.
Al poco, El Gran Martell continuó:
— Hace unos meses me he dado cuenta de algo de suma importancia y en lo que nadie más parece haber reparado: en la mayor parte de las ciudades europeas se han instalado una serie de surtidores que durante la noche proporcionan gasolina por el simple procedimiento de introducir billetes… — hizo una corta pausa como para permitir que sus interlocutores asimilaran lo que acababa de decir, antes de añadir-: Ignoro quiénes han sido los autores de tan estúpida idea, y por qué razón las autoridades lo permiten, pero no cabe duda de que, aparte de una irresponsabilidad, constituye un profundo desprecio a nuestra imaginación. Llevamos años arriesgándonos a base de transportar y manipular explosivos con el fin de provocar atentados que a veces causan víctimas entre nuestra propia gente, y ahora resulta que nos proporcionan toda clase de facilidades para que, con muy poco esfuerzo, les causemos un daño irreparable.