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De nuevo se interrumpió porque ahora sí que un fuerte rumor llenó la estancia, como si los presentes se dedicaran a comentar con sus casi invisibles compañeros de mesa la innegable relevancia de cuanto acababan de escuchar.

Las manos de Martell permanecían, mientras tanto, con los dedos entrelazados y tan estáticas que se podría creer que pertenecían a una estatua.

Siguieron en idéntica posición cuando al fin recuperó el uso de la palabra.

— Mi intención — dijo- es la de coordinar una maniobra conjunta en una serie de ciudades clave, la misma noche, a la misma hora, con el fin de evitar que una acción aislada y precipitada ponga sobre aviso al resto — hizo una dramática pausa-. Si confiáis una vez más en mí, os garantizo que la Operación Krakatoa quedar en la memoria de los hombres por los siglos de los siglos.

No dejaremos piedra sobre piedra.

Ahora el rumor fue de entusiasmo; como el vibrante clamor de victoria de quienes han descubierto de pronto las puertas del paraíso.

Cuando se hubo acallado, El Gran Martell concluyó:

— Cada uno de vosotros tiene delante una tarjeta con su nombre. Firmad si estáis de acuerdo en participar o no, y entregadla a quien pase a recogerla. Respetar‚ el criterio de quienes no deseen colaborar a sabiendas de lo que les ocurrir si mencionan una sola palabra de cuanto aquí se ha tratado. El resto, los que prefieran seguir adelante con el plan, tendrán noticias mías.¡Buenas noches!

Desapareció como por arte de magia y jamás volví a verle.

Tomé el sobre, escribí No en la cartulina, lo cerré y se lo entregué al individuo anónimo que poco después me acompañó hasta el Audi y me devolvió al hotel.

Con la primera claridad del día subí a mi propio coche y me alejé de allí.

Necesitaba encontrar un lugar tranquilo en el que meditar. No me preocupaba haber escrito No en mi tarjetón.

Sabía muy bien que eso era lo que se esperaba de mí, puesto que a juicio de Martell yo carecía de razones para dar mi consentimiento a semejante acto de barbarie, y aceptarlo hubiera resultado altamente sospechoso.

Mientras me limitara a mantenerme al margen ninguno de los dos correría peligro ya que nos encontrábamos demasiado ligados el uno al otro, pero aquella noche había hecho una exhibición de su tremendo poder obligándome a abrigar la seguridad de que si daba un solo paso en falso me aplastaría.

Conduje durante horas, despacio y sin rumbo fijo, deteniéndome de tanto en tanto aquí y allá para disfrutar del paisaje y meditar sobre en qué lugar de este mundo podría ocultarme el tiempo necesario como para tomar una decisión sobre cuanto acababa de escuchar la noche antes.

El brazo de Martell era muy largo sin duda alguna.

Muy largo.

Y contaba con infinitos recursos puesto que conocía la mayor parte de los trucos del oficio, ya que era un magnífico profesional al que había conseguido sorprender una vez pero estaba segura de que me resultaría muy difícil engañar la segunda.

Esperaba de mí que me quedara quieta, pero presentía que de alguna forma me estaba controlando.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi equipaje había pasado todo el día en la habitación del hotel, y el coche en el aparcamiento. A media tarde me detuve ante un pequeño garaje a las afueras de un pueblo perdido del centro de Francia y le pregunté al dueño si conocía a alguien que estuviera dispuesto a ganarse un buen dinero por llevar mi coche a París y dejarlo en el aeropuerto de Orly.

Me recomendó a su hijo, un muchacho de aspecto avispado que abrió los ojos como platos cuando le coloqué veinte mil francos en la mano, y que me dejó en la estación llevándose mi coche, mi equipaje y mi teléfono móvil debidamente conectado.

Me compré ropa sencilla, me cambié en el baño, tiré a una papelera la que llevaba puesta y desde un teléfono público hice una llamada. A la noche siguiente una mujer que vagamente recordaba a la Serena Andrade de antaño penetró en el puerto deportivo de Cannes y subió a un yate de alquiler de unos veinte metros de eslora, con cuyo propietario y capitán, el viejo monsieur Lagardere, había entablado una cierta amistad durante su larga estancia en el barco de Hans Preyfer.

Monsieur Lagardere me propinó dos sonoros besos, me ofreció un pastisé e inquirió por último:

— ¿Rumbo?

— Al mar. Necesito estar sola y pensar.

Zarpamos con el alba y pusimos proa a poniente bordeando la costa.

La tripulación la componían el capitán y cuatro hombres que parecían estar acostumbrados a que su barco lo alquilaran parejas de enamorados que querían perderse de vista una temporada, a los que no pareció sorprender que alguien que probablemente acababa de sufrir un desengaño sentimental les contratara con la sana intención de alejarse por un tiempo del mundanal ruido.

Mi camarote era inmenso, con una amplia cama en la que deberían haberse librado incontables batallas amorosas, la comida excelente, y los tripulantes tan discretos y silenciosos que más parecían fantasmas que seres de carne y hueso.

Desde el camarote se accedía directamente a la cubierta de popa con cómodas hamacas y un gran yakuzi, y a la que nadie se aproximaba si no se le llamaba, lo que me permitía tomar el sol desnuda, bañarme, pescar, leer, ver la televisión o dormitar sin que me molestasen.

Hubieran sido unos días en verdad encantadores, de no ser porque echaba de menos al hombre al que amaba, y una terrible duda me agobiaba:

¿Qué ocurriría si Martell cumplía su promesa?

¿Qué ocurriría si una noche cualquiera docenas de surtidores sin ningún tipo de vigilancia comenzaban a vomitar gasolina al unísono para convertir las ciudades de Europa en un lago de fuego?

¿Cuántos miles de personas morirían?

¿Cuantos edificios históricos desaparecerían?

¿Cuántas familias perderían sus hogares?

¿Cuántas empresas se hundirían?

¡Dios!

Me vino a la memoria aquella lejana noche en que recorrí un Madrid de calles solitarias en procura de una gasolinera en la que repostar, y llegué a la conclusión de que Martell tenía razón.

Por muy estúpido que pareciese; por muy absurdo y casi increíble que se me pudiera antojar, lo cierto es que el peligro estaba allí, siempre había estado, y lo inconcebible era que ni unos ni otros lo hubieran advertido hasta aquel mismo momento.

Los que instalaron aquellos surtidores eran unos irresponsables, los que los autorizaron unos ineptos, y los que no los habían sabido aprovechar hasta el presente unos cretinos.

En los aeropuertos te obligaban a pasar por rigurosos controles en los que tenías que colocar sobre una bandeja hasta las monedas, las pulseras y el reloj, pero a la vuelta de la esquina tenías la oportunidad de pegarle fuego a media ciudad con un simple puñado de billetes.

¡Mierda!

¡Mierda, mierda, mierda…!

¿Qué podía hacer?

¿Qué debía hacer?

¿Llamar a las autoridades y contarles que había asistido a una concentración de los más peligrosos terroristas del mundo?

¿Quién iba a creerme?

¿Y quién me garantizaba que me escucharían y al día siguiente tomarían la decisión de clausurar aquella inagotable fuente de producir dinero?

Lo más probable sería que quien se pusiera al teléfono fuera un funcionario o una atareada secretaria que me rogaría que rellenara un formulario o que presentase una denuncia formal en el juzgado de guardia más próximo.

— Buenas, soy una conocida asesina con diez personalidades diferentes y vengo a denunciar que un escogido grupo de terroristas tienen la sana intención de hacerles volar a todos.