No era de recibo.
¡No! Sinceramente no me lo parecía. Tampoco me lo parecía convocar una rueda de prensa, mostrarme al mundo, y alarmar a la ciudadanía obligandole a imaginar que esa misma noche su calle podía convertirse en un infierno.
Pero tampoco podía cruzarme de brazos.
He matado a mucha gente, eso es sabido, y sabido es también, pues no lo oculto, que muchos de cuantos asesiné no merecían la muerte, pero de eso a imaginar a niños abrasándose en sus cunas o enfermos asfixiándose en sus camas, mediaba un abismo.
Estaba furiosa con Martell.
Y furiosa, no sólo por lo que pretendía hacer, sino porque se le hubiese pasado por la mente la idea de que no movería un dedo por miedo a las represalias.
¿Miedo?
Yo nunca tuve miedo.
El, como terrorista, presuponía que yo me aterrorizaría ante la magnitud de su poder, pero cometió un grave error al imaginar que pese a conocerme tanto me conocía de verdad.
Jamás supo quién era yo en realidad.
¡Jamás!
Arañó el barniz y supo lo que yo quería que supiera, pero le derroté una vez y podía volver a hacerlo porque sabia que en el fondo era mucho mejor que él y tenía también muchos m s cojones.
Algo se le había pasado por alto.
A mí la vida ya no me importaba.
Quizá nunca me importó, no lo sé con certeza.
Pero muerto Sebastián y perdido el hombre al que amo, nada existía que me impulsara a seguir respirando.
La soledad continúa siendo soledad incluso en la cubierta de un yate de lujo.
El desamor siempre será desamor. Y el hastío no es más que la antesala de la nada más profunda.
Aún era joven, guapa y asquerosamente rica, pero me importaba un carajo.
Mi alma era vieja, mi belleza tan sólo exterior, y mi dinero se encontraba empapado en sangre.
Todo ello me concedía una notable ventaja. Saber que no perdía nada me indicaba que tan sólo me quedaba un camino: ganar.
Aquella era una jugada con la que Martell no había contado.
No se puede destruir lo que ya está destruido, ni matar a un cadáver. Pero si alguien imagina que me sacrifiqué por salvar a miles de personas, que deseche esa idea. Lo hice por mí. Porque tenía que hacerlo por mí. Y porque si no lo hacía acabaría loca.
Tenía casi tomada ya mi decisión, cuando sin saber por que me asaltó la sospecha de que tal vez lo que Martell había pretendido al invitarme a aquella absurda asamblea, era que le traicionara.
Al hacer que me condujeran hasta el caserón consiguió mostrarme su fuerza, entusiasmando de paso a sus socios, ante los que hizo una exhibición de audacia, imaginación y astucia, para dejarme marchar convencido de que haría algo por impedir una masacre que nunca debió estar en su mente llevar a cabo.
Si me consideraba tan inteligente como decía, abrigaría el convencimiento de que yo sería el único ser de este mundo en condiciones de frenarle.
Sabía que no le traicionaría como persona, pero también sabía que era muy capaz de hacer abortar su engendro.
¿Y si realmente nunca pretendió que naciera?
¿Y si aquélla fuera la gran partida que siempre deseó jugar como revancha a su primer fracaso?
Me retaba a sabiendas de que al vencerle me estaba derrotando, puesto que él conocía dónde se encontraba la auténtica meta y yo no.
Muy propio de su maquiavélica mentalidad.
Muy propio de alguien que lo ha conseguido todo, pero lleva clavada una espina que pretende arrancarse antes de desaparecer en el firmamento definitivamente.
¿Y si aquella casi invisible pandilla de terroristas no fueran en realidad terroristas?
¿Y si se hubiera tratado de un montaje; de una cuidadosa puesta en escena destinada a obligarme a participar en un juego en el que tenía diseñada de antemano la estrategia y previstos todos mis movimientos?
Se había ido; se había esfumado; se había largado al otro extremo del mundo en el que tal vez un cirujano plástico le cambiaría la cara, y con los cientos de millones que le devolví se dedicaría a disfrutar de su familia.
Y de mi fracaso.
Le creía muy capaz.
Conociendo como conocía a Martell me constaba que lo que mas le divertiría en esta vida sería saber que me asaltaban las dudas y no tenía muy claro dónde se ocultaba la verdad.
¿Me había convertido en víctima de una gigantesca broma, o se trataba realmente de una terrible amenaza?
¿Me correspondía jugar con las piezas blancas o con las negras?
¿Debía arriesgarme a que se desatara un infierno en la Tierra, o debería arriesgarme a que me mataran?
Un millón de preguntas me asaltaban mientras tomaba el sol atiborrándome de coñac por primera vez en mi vida, puesto que ignoro por qué extraña razón me había asaltado de pronto una perentoria necesidad de aturdirme.
Yo, que siempre me he esforzado por mantener un rígido control sobre mi mente, buscaba ahora evadirme intentando encontrar en el fondo de una copa demasiadas respuestas.
Pero ¿qué copa te puede dar tales respuestas?
¿Y qué persona?
Por aquel tiempo había caído en mis manos un informe de la Universidad de la Baja California, según el cual un equipo de investigadores había llegado a la conclusión de que los asesinos natos se comportan de una forma tan violenta por el hecho de que existe una deficiente comunicación entre las dos partes de su cerebro.
Aseguraba dicho estudio que el hemisferio izquierdo es mas racional, y el derecho más emocional. Cuando no existe suficiente fluidez en la relación entre ambos, el emocional tiende a actuar sin freno, por lo que concluye por tornarse anormalmente agresivo.
Resultaría curioso — y admito que en cierto modo bastante chocante- que después de tanto como he elucubrado sobre la razón o la sinrazón de mi comportamiento, tuviera que acabar por admitir que todo se debe a una pequeña tara física:
Una disfunción en el cuerpo calloso, lo cual provoca que dos estructuras básicas del sistema límbico, la amígdala y el tálamo, se activen más de lo normal.
¡Toma ya!
O sea que mis muertos habría que cargárselos al sistema límbico.
¿Valía la pena mantener mi control mental para eso: para que el tálamo y la amígdala me la andaran pegando a mis espaldas?
Admito que en aquellas circunstancias un par de copas de más conseguían que mi cuerpo calloso se ablandara.
Una mañana en la que la resaca se presentó bastante más densa y pastosa de lo normal, me desperté en un barco anclado sobre un mar cristalino y frente a un islote rocoso sobrevolado por cientos de gaviotas.
El sol estaba ya muy alto cuando golpearon a la puerta y al poco hizo su aparición el viejo capitán cuyo rostro aparecía más serio y circunspecto que de costumbre.
— ¿Puedo hablar con usted? — quiso saber.
— ¡Desde luego! — admití-. De lo que no estoy tan segura es de que sea capaz de responderle.
— Por ese camino no llegar a ninguna parte-señaló un pesaroso monsieur Lagardere-. Ignoro el origen de sus problemas, pero no creo que ésta sea la forma de solucionarlos — hizo una corta y significativa pausa-. Anoche la oí gritar.
— Supongo que en este barco habrá oído gritar a muchas mujeres — repliqué esforzándome por mostrarme ocurrente.
— Desde luego… — admitió-. Pero ninguna lo hizo nunca con tanto desgarro. Me partió el alma. Y sabe que la aprecio.
Sus palabras sonaban sinceras, por lo que opté por colocar mi mano sobre su antebrazo antes de replicar:
— Creo que tiene razón. No volverá a repetirse — señalé el islote rocoso-. ¿Dónde estamos? — quise saber.
— Frente a la isla de Cabrera, en las Baleares.
— Un lugar precioso — reconocí-. Nos quedaremos un par de días. Luego lléveme a Mallorca. Allí desembarcaré.