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— Como guste.

Dos días.

Yo misma me había dado un plazo de no más de dos días para tomar la decisión más importante de mi vida, puesto que resultaba estúpido perder el tiempo vagando de un lado a otro mientras tal vez Martell había comenzado a mover sus piezas.

¿Pensaba hacerlo realmente?

¡Dios santo!

¿De verdad le prendería fuego a la mitad de las ciudades europeas?

Y si lo hacía… ¿cuándo tenía previsto hacerlo?

Mi conciencia tiene una reconocida capacidad a la hora de cargar con muertos, pero quiero suponer que si aquella masacre tenía lugar sin que yo intentara evitarlo, esa conciencia cedería bajo el peso de tantísimos cadáveres.

Pese a ello, me resistía a la tentación de inclinar mi rey en reconocimiento de que cualquiera que fuera mi siguiente movimiento, Martell había ganado la partida.

Para detenerle tenía que dar la cara y entregarme o nadie me creería. Y si decidía guardar silencio viviría noche tras noche aguardando un amanecer envuelto en llamas.

No importa lo crueles o desalmados que hayamos sido, ni lo astutos o inteligentes que demostremos ser, puesto que siempre acabamos por descubrir que existe alguien m s astuto, inteligente, cruel o desalmado que nosotros, y Martell era un cometa que siempre regresaba.

Empleé por tanto aquellos dos días en que permanecimos fondeados frente a la isla de Cabrera en diseñar una estrategia encaminada a neutralizar el juego de mi rival con el menor riesgo posible.

Tuve muy claro, eso sí, que jamás conseguiría vencerle.

Mi máxima aspiración tenía que concentrarse en un desesperado intento por conseguir que la partida quedara en tablas.

Me constaba que pretender algo más significaría perder el tiempo.

A media mañana del tercer día desembarqué en el puerto de Palma de Mallorca, retribuí generosamente a monsieur Lagardere y su tripulación, y esa misma noche tomé un avión con destino a Madrid.

Me instalé en un discreto hotel cercano al aeropuerto y al día siguiente me compré un Rover de segunda mano con el que me dediqué a callejear en un fastidioso esfuerzo por intentar localizar sin ayuda de nadie todos aquellos surtidores que durante la noche funcionaban por el simple sistema de introducir billetes.

Pronto llegué a la conclusión de que el más peligroso de todos ellos se encontraba instalado en plena plaza de Isabel II, a unos veinte metros escasos de la fachada posterior de un fastuoso Teatro Real que acababa de ser remozado y que aún ni siquiera había sido inaugurado oficialmente.

Me vinieron a la mente el Liceo de Barcelona y La Fénix de Venecia, dos carismáticas salas que habían ardido hasta los cimientos con escaso margen de diferencia en el tiempo, sin que nunca quedaran absolutamente aclaradas las razones de tamañas catástrofes.

¿Podía ser el de Madrid el tercero en la lista?

¡Resultaba tan fácil!

¡Y tan barato!

Cincuenta mil pesetas me proporcionarían cuatrocientos litros de gasolina capaces de transformar la hermosa plaza y el altivo edificio en una sucursal del infierno.

No pude por menos que hacerme eco de las palabras de Martelclass="underline"

¿Quién había sido tan irresponsable como para consentirlo?

¿En qué estaban pensando?

Me vino a la memoria un viejo dicho:

Lo peor, por muy impensable que parezca, siempre tiene una posibilidad de ocurrir. Y si depende de los seres humanos, mil.

Y en esta ocasión dependía de la peor especie de seres humanos.

Si uno sólo de aquellos surtidores ardía provocando un desastre, los terroristas de todo el mundo seguirían su ejemplo convirtiendo la acción en una epidemia que se iría extendiendo de ciudad en ciudad hasta alcanzar proporciones dantescas.

Lo único que podía hacer era intentar detener el mal en su raíz, de la misma forma que se suelen detener las epidemias: por medio de una vacuna.

La vacuna pone sobre aviso a las defensas del cuerpo permitiéndole atacar en su origen una cepa debilitada de la enfermedad, antes de que ésta le invada con toda su magnitud.

Mi vacuna tenía que ser, según eso, lo suficientemente poderosa como para alertar al sistema inmunológico, pero al propio tiempo lo suficientemente controlable como para que no causara excesivos estragos.

Para ello la elegí con especial cuidado.

Un incendio que amenazara hasta cierto punto la integridad del Teatro Real bastaría para poner a las autoridades sobre aviso, y la plaza de Isabel II tenía las suficientes vías de acceso desde muy distintas calles como para que no constituyera un grave problema para los bomberos.

La noche elegida; una cálida noche de principios de verano y mientras las calles madrileñas se encontraban aún transitadas por la desconcertante masa de noctámbulos que pululan continuamente por el centro de una ciudad que se podría asegurar que nunca duerme, subí al coche y me dediqué a recorrer uno tras otro todos aquellos surtidores que había conseguido localizar.

En cada uno de ellos introduje un buen pedazo de rosada goma de mascar en la ranura de entrada del cajero automático, procurando colocarla lo m s al fondo posible de tal modo que al no poder recibir dinero, la máquina se negara a expender combustible.

De ese modo me aseguraba de que al menos por esa noche, y hasta que a la mañana siguiente un técnico acudiera a desmontarlo, aquel surtidor en concreto no constituiría el m s mínimo peligro.

Concluida la ronda me encaminé al punto elegido, aguardé hasta cerciorarme de que no aparecerían testigos molestos, y fui introduciendo billete tras billete en la ranura.

Calculé que con cien litros bastaría.

Aquélla se me antojó la dosis de vacuna necesaria para poner sobre aviso a los anticuerpos sin provocar un colapso en el paciente.

Luego, y en el justo momento en que dos distraídos barrenderos hacían su aparición empujando un carrito y charlando animadamente, provoqué el incendio.

Tuve la oportunidad de huir, creo que ya lo he dicho.

Un muro de fuego se alzaba entre los recién llegados que gritaban y yo, y el humo era tan denso y el caos tan indescriptible mientras media docena de automóviles explotaban volando por los aires, que estoy convencida de que nadie hubiera reparado en una pobre muchacha que corriese en un desesperado intento por alejarse de tanto horror como quedaba a sus espaldas.

Pero no lo hice.

No lo hice puesto que de haber escapado, tal vez tan espectacular desastre no hubiera quedado registrado m s que como un mero incidente al que los medios de comunicación apenas habrían prestado una especial atención.

Y no era eso lo que yo buscaba.

Lo que yo pretendía era encararme a alguien con responsabilidad a alto nivel, y a quien pudiera hacerle comprender la magnitud del peligro a que estaban expuestos miles de ciudadanos.

¿Lo he conseguido?

No. Admito que hasta el momento presente no lo he conseguido.

He hablado con inspectores de policía y con psicólogos; me han bombardeado a preguntas e incluso me han amenazado con romperme la cara, pero a estas alturas nadie ha podido confirmarme que tan evidente peligro ha sido conjurado, y que en las ciudades europeas no queda ni un solo surtidor que vomite cientos de litros de gasolina a cambio de un puñado de billetes.

¿Un sacrificio inútil?

¡Quizá!

Pero ese no es ya mi problema, ni ésa mi responsabilidad.

Creo que hice cuanto estaba en mi mano y cuanto, por primera y única vez en mi vida, me dictó mi conciencia.

Jugué a sabiendas que perdía, pero jugué.

No es que pretenda con eso borrar mi pasado.

Ni tan siquiera el fuego, que todo lo purifica, bastaría para convertir en cenizas los cadáveres que he ido dejando a mis espaldas.

Se necesitaría mucho más que un jarrón verde para guardar tanta ceniza.

¿Qué fue de aquel jarrón verde?