¿Dónde descansar n ahora las cenizas de Sebastián?
En aquel horrendo recipiente de porcelana barata se centra sin duda el origen de todo lo acontecido.
Fue ese día, al descubrir lo que había quedado del ser m s prodigioso que jamás pisó la faz de la Tierra, cuando el odio se apoderó de mí obligándome a recorrer los tortuosos caminos por los que tan amargamente he transitado en estos años.
Ahora, aquí encerrada y sin más compañía que una página en blanco empiezo al fin a recuperar la paz interior que me abandonó aquel día.
Ya ese odio ha quedado definitivamente atrás.
Ya ni siquiera le reprocho a ETA su error al colocar una bomba en las calles de Córdoba porque he aprendido que aquél no fue m s que uno de los infinitos errores que cometió desde el momento en que no supo darse cuenta de que habían desembocado en las llanuras de la paz tras haber recorrido un largo camino por las agrestes montañas de la guerra.
Quienes no aprendan a distinguir entre la democracia y la dictadura nunca aprenderán a distinguir el bien del mal y por lo tanto resulta muy difícil juzgarlos con ecuanimidad.
¿Qué han conseguido asesinando a setecientos seres humanos?
Nada.
Ni un solo paso hacia adelante.
Ni un solo voto de más.
Y es que ni tan siquiera una coma ha cambiado en un discurso que perdió hace años su vigencia.
Ese no es ya el camino.
El final del camino desapareció en una ciénaga de sangre. Mi caso es semejante. Quise tomarme la justicia por mi mano y la peor librada he sido yo.
Me gustaría poder pedir perdón, pero no sé a quién dirigirme. Todos aquellos ante quienes debería arrodillarme están muertos.
¿Y de qué sirve un muerto?
¿De qué sirven las cenizas de Sebastián?
La ceniza no es m s que la antesala del vacío más absoluto en cuanto sople el viento, y ahora tomo conciencia de que mi mayor pecado fue transformar esperanzas, sueños e ilusiones en un vacío absoluto.
Nadie, ni terrorista, ni policía, ni juez, ni mucho menos, un vengador de mi estilo tiene derecho a matar.
Por grandes que hubieran sido los errores de Andoni El Dibujante, mayor era su mérito al haber sabido aceptarlos esforzándose por aprender a convivir con ellos.
Y por terribles que hayan sido mis infinitos errores no creo que la muerte constituyera la mejor forma de expiarlos.
Un cadáver no siente ni padece, no piensa, ni mucho menos carga con sus culpas. Un cadáver no es más que un pedazo de carne inerte y desolada.
Ayer abatieron en Bilbao a dos miembros del Comando Vizcaya.
Según aseguró un ministro, eran culpables de infinidad de crímenes, pero no me alegró ver como el serrín cubría su sangre en la calle.
He visto ya demasiado serrín sobre demasiadas calles, y la mancha que queda es siempre la misma, puesto que ni sangre ni serrín saben de ideologías.
Que la sangre derramada por víctimas y verdugos acabe por mezclarse nunca proporcionar nueva vida, sino tan sólo nuevas muertes.
¿Por qué pienso ahora así?
¿Acaso he cambiado tanto?
La venganza es mi ley, y a ella me atengo. Me suena ahora tan rancia y tan absurda esa sentencia.
Ni la venganza, ni las muertes, ni mis infinitas horas de amargura y dolor, consiguieron resucitar a Sebastián.
Lo único que consiguieron fue que se perdieran sus cenizas. Ha venido a verme un subsecretario.
Debe ser duro ser subsecretario. Es el que carga con el trabajo sucio.
Se supone que habla por boca del ministro, pero se presupone también que el ministro no habla por su boca.
Ha dicho algo sobre la ley de la jungla que amenaza con adueñarse de la sociedad que nos ha tocado vivir, pero no ha hecho mención alguna a la jungla de la ley, ese universo cada vez más complejo y enmarañado por el que nos vemos obligados a abrirnos paso día tras día.
Creo que no tiene nada claros cu les son los cargos en mi contra.
¿Terrorismo, estragos, gamberrismo o simple imprudencia temeraria?
¿Sería capaz de admitir que en realidad le he hecho un enorme favor?
No; eso no lo admite aunque en el fondo de su alma sabe que es así, pero entiendo que resulte muy difícil reconocer que había puesto en peligro a una gran parte de la ciudadanía.
Raro es el día que en el País Vasco no se prende fuego a un concesionario de automóviles o a la sede de un partido político, y cada vez más sofisticados cócteles molotov vuelan como si fueran pájaros, pero pese a ello se resisten a aceptar la evidencia de que habían puesto en manos de los violentos un arma terrible.
Pero ¿qué importa eso ahora?
Lo único que importa es que no saben que hacer conmigo.
¿O sí lo saben?
Saben qué es lo que les gustaría hacer. Les gustaría que yo continuara siendo la Sultana Roja.
Pero no la de antes.
Una Sultana Roja controlada.
Una Sultana Roja capaz de poner todo su talento — que admiten, eso sí, que es mucho- al servicio de una causa justa.
¿Y qué es lo que consideran una causa justa?
¡La suya, naturalmente!
Todo el mundo considera que su causa es la justa.
Incluso los subsecretarios.
Todo el mundo opina que Dios está de su parte, aunque a mi modo de ver Dios decidió hace siglos que no está de parte de nadie.
Que cada cual solucione sus problemas como buenamente pueda. Y el señor subsecretario me ha dado a entender que yo puedo ser una excelente solución a un montón de problemas.
Martell, por ejemplo.
Martell continúa constituyendo un doloroso grano en el trasero de muchos gobiernos que estarían dispuestos a colaborar calladamente con alguien que le ha tratado a fondo, conoce sus trucos y acabaría por neutralizarle.
También tienen un difícil problema con los narcos.
Gente dura y difícil, sobre todo esos nuevos y feroces narcos mejicanos que están inundando Norteamérica de cocaína.
O el mundo acaba con la cocaína, o la cocaína acaba con el mundo. Es como una partida de ajedrez que se libra en un gigantesco tablero.
¿Acaso me gustaría tomar parte en tan apasionante partida?
Podría elegir entre ser reina, alfil, caballo, o aquello que m s me gustase porque me da la impresión de que se han convencido de que en estos años he aprendido a moverme por todos los tableros de juego con singular soltura.
¿No sería esa sin duda una proposición infinitamente m s atractiva que la de pasarme media vida en una sucia mazmorra?
¿No sería una pena desperdiciar tanto talento permitiendo que se pudriera entre rejas?
El circunspecto subsecretario asegura, y creo que con razón, que no resulta nada fácil encontrar una mujer elegante, educada y atractiva, que sea a la vez tan heladamente astuta y demuestre tan desconcertante carencia de escrúpulos.
Si no me importa matar, incendiar, mentir, robar, traicionar y acostarme con hombres o con mujeres por igual, ¿por qué razón habría de importarme emplear tan excelentes cualidades en servir a la justicia?
¿Es eso la justicia?
¿Es justo que la justicia tenga que echar mano de gente como yo?
No lo sé. En los tiempos que corren tal vez lo sea.
— Pero yo ya saldé mis cuentas con ETA — dije-.
Pagaron un precio muy alto por poner una bomba en el lugar equivocado, y como diría Andoni El Dibujante, ésa ya no es mi guerra.
— Existen otras guerras — fue su respuesta-.
Guerras en las que tenemos que recurrir a todos los medios a nuestro alcance. Yo soy ese medio, lo sé. Y un medio muy, muy eficaz.
Pero lo que no sé, es si quiero convertirme en un medio por el resto de mi vida.
Estoy cansada.
¡Muy cansada!
Cansada de matar, cansada de mentir, cansada de robar y, sobre todo, cansada de pensar.
Pensar puede llegar a resultar agotador.