A los dos días me comunicó que había llegado el momento de presentarme al misterioso Alejandro.
Para ellos Alejandro era como un dios. Un genio, un mesías, un maestro de inconmensurable sabiduría. Emiliano vino a buscarme al oscurecer en una furgoneta sin ventanas, me pidió que me acomodara sobre un viejo colchón tirado en el suelo, me encerró con llave y emprendió la marcha con rumbo desconocido.
En un determinado momento llegué a imaginar que el único Alejandro que conocería esa noche sería calvo y apenas mediría unos veinte centímetros.
Más que en una entrevista secreta con un temido terrorista, aquello tenía todo el aspecto de haberse convertido en una encerrona destinada a hacerme perder de una vez por todas mi poco apreciada virginidad.
No, ni por un sólo momento sentí miedo, ya que tal vez considerara a Emiliano capaz de violarme, pero estaba convencida de que jamás se atrevería a asesinarme.
Diana no se lo perdonaría nunca.
Les había costado demasiado esfuerzo reclutarme.
Viajamos durante casi dos horas.
Abandonamos la ciudad e incluso las autopistas, y al poco traqueteábamos por silenciosos caminos vecinales, para detenernos al fin ante un oscuro caserón en apariencia abandonado.
Mi acompañante me condujo a través de una empinada escalera, golpeó muy suavemente una gruesa puerta y al poco ésta se abrió para que hiciera su aparición en el umbral un hombrecillo escuálido y de rala barba descuidada que esgrimía en la mano izquierda una pistola casi tan larga como su antebrazo.
— ¡Adelante! — dijo.
La estancia era inmensa, recargada, cubierta de libros del suelo al techo, con viejos muebles y raídas alfombras, pero lo que más me llamó la atención desde el primer momento, no fue el lugar ni la decoración, sino el hecho de que su ocupante vestía la camisa más horrorosa que nadie haya sido capaz de imaginar.
Suena absurdo, lo sé, pero es que aquella camisa, entre violeta y anaranjada, con grandes cuadros amarillos, saltaba a la vista como si pretendiera arrancarte los ojos, y cualquier ser humano con el más mínimo sentido de la estética, no podía evitar dar un paso atrás, como si temiera resultar contaminado.
Tiempo después Alejandro me confesó que era daltónico, y tan sólo entonces acepté la sinrazón de una prenda de vestir por la que parecía sentir una especial predilección.
Quiero suponer, no obstante, que el hijo de la gran puta que diseñó aquella tela no tenía nada de daltónico, como tampoco lo tendría el canalla que confeccionó la camisa, ni el inconsciente que la colocó en un escaparate.
Pero la verdad del hecho estriba en que de alguna absurda forma había llegado hasta allí, de modo que cuando su dueño tomó asiento en un vetusto butacón, dejó sobre la mesa el arma y me observó con la molesta atención de quien contempla un caballo que acaba de comprar, mi mente se negaba a concentrarse en la evidencia de que me enfrentaba a un temido terrorista, puesto que continuaba emperrada en averiguar las razones por las que alguien era capaz de cubrir sus escasísimas carnes con una prenda semejante.
— ¿Así que quieres entrar a formar parte de nuestro grupo? — inquirió tras un largo silencio-.
Ser una de los nuestros.
— Lo estoy pensando — repliqué.
— Creí que ya lo tenías decidido — señaló evidentemente desconcertado.
Le respondí que no, que la decisión de unirme a quienes habían hecho de la lucha armada su bandera requería más tiempo y un mejor conocimiento de cuál era su meta y cuál mi papel a desempeñar en el intento.
Le gustó mi respuesta.
Me pidió que me acomodara en una butaca aún más mugrienta que la suya, se puso en pie y comenzó a recorrer la estancia, sin cesar de hablar ni para tomar aliento, sobre la ineludible necesidad de obligar a abrir los ojos a una sociedad que se estaba encaminando directamente al abismo.
Para Alejandro, curas, fascistas, capitalistas y ahora también comunistas traidores — que demostraban ser mil veces más peligrosos que todos los anteriores juntos- se estaban confabulando para repartirse las riquezas del mundo a base de exprimir hasta la última sangre a las clases trabajadoras.
Aquello sonaba a discurso mil veces repetido.
Apasionado y en cierto modo bien construido, pero inútil cuando se dirigía a alguien que, como yo, llevaba años sorda a todo cuanto no estuviera dispuesta a escuchar.
Aparte de su camisa, lo único que me interesaba de aquel escuálido individuo era descubrir las posibilidades que ofrecía de haber sido el cerebro que maquinó el atentado que acabó con la vida de mi padre.
Le observaba yendo y viniendo, abriendo y cerrando las manos, alzando el dedo índice o interrumpiéndose de tanto en tanto con el fin de imprimir mayor énfasis a una manida frase que se le antojaba brillante, y no podía por menos que reconocer que como hombre era una caricatura, y como conferenciante resultaba patético cuando se le comparaba con la dulce cadencia de las palabras de Sebastián las noches en que nos hipnotizaba con sus fascinantes historias de lugares remotos.
Sebastián jamás se hubiera puesto aquella camisa.
Sebastián siempre lucía impecables camisas blancas que contrastaban con su oscura piel aceitunada resaltando el negro profundo de sus ojos.
Sebastián era alto, fuerte, sano y atlético, mientras que aquel insignificante personajillo podría confundirse muy bien con uno más de los apolillados libros de tapas de piel amarillenta que se amontonaban por doquier.
Pero la mayor diferencia estribaba en el hecho indiscutible de que aquel remedo de hombre pertenecía al gremio de los verdugos, mientras que a mi padre le habían obligado a pertenecer al grupo de las víctimas.
— Admito que la violencia a menudo resulta demasiado cruel — llegó a decir en determinado momento-. Pero también debemos admitir que, en ocasiones, es justa y necesaria.
Fue entonces cuando decidí que algún día le mataría.
No por la frase en sí, sino porque me molestó el hecho de verle allí, vivo y gesticulante, mientras que de Sebastián no quedaba ya más que un viejo jarrón repleto de cenizas.
Fuera o no fuera culpable directo de la muerte de mi padre, habían sido sin duda hombres de su misma ralea; fanáticos que no dudaban a la hora de justificar lo injustificable de la violencia estéril, los que habían colocado aquel coche-bomba en una tranquila calle cordobesa, y por lo tanto mi obligación era aniquilarlos dondequiera que se encontrasen, para que no volvieran a existir niñas que, como yo, aún se despertaban por la noche llorando sin consuelo.
La venganza es mi fe, y mi fe me guía. Nunca supe quién pronunció tan descarnada frase tan falta de esperanzas, pero fuera de quien fuera había decidido apropiármela teniendo no obstante muy en cuenta que la fe debe ser ciega, pero la venganza se ve obligada a andar siempre con los ojos muy abiertos si no quiere arriesgarse a morir joven.
Me incliné con la aparente intención de recoger del suelo un poco de ceniza y le permití descubrir el nacimiento de mis senos.
El tono de su voz cambió de un modo apenas perceptible.
Pero yo conocía muy bien aquellos cambios de tono. Tenía el oído muy educado a ello.
Sus ojos brillaron apenas un instante.
Pero yo había aprendido a captar tales fulgores. Los descubrí mientras pedía limosna en Sevilla.
Sus manos parecieron pretender apresar el aire.
Pero supe muy bien lo que buscaban.
Me buscaban a mí, y a mis entrevistos pezones.
Cuando pareció necesitar tomar aliento para iniciar una nueva frase, abrigué el convencimiento de que mis pechos sería lo primero que su mente evocara en el momento de cerrar los ojos esa noche.
¡Ya era mío!
Algunas mujeres, no muchas por desgracia, me entenderán muy bien, pues son aquellas que siempre han sabido hasta qué punto consiguen dominar a un hombre mucho antes de que él mismo sospeche que ha sido dominado.