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Al poco rato ella le susurró:

– Si me traes el desayuno te doy un millón de libras.

– ¿Qué te apetece?

– Café y fruta.

Dylan se levantó y Clodagh se estiró como una estrella de mar satisfecha ocupando toda la cama, hasta que su marido regresó con una taza en una mano y un plátano en la otra. Se puso el plátano en la entrepierna, mirando hacia abajo, y cuando Clodagh lo miró, él fingió que se sobresaltaba y puso el plátano mirando hacia arriba, como si tuviera una erección.

– ¡Ostras, señora Kelly! -exclamó-. ¡Qué guapa está!

Clodagh rió, pero notó aquel conocido sentimiento de culpa ocupando de nuevo su rincón.

Más tarde fueron a comer a uno de esos restaurantes en los que uno no se sentía como un marginado por ir con dos niños pequeños. Dylan fue a buscar un cojín para la silla de Molly, y mientras Clodagh le quitaba un cuchillo a su hija de la mano, vio a Dylan charlando amablemente con una camarera (una adolescente con piernas de Bambi), quien se ruborizó ante la proximidad de un hombre tan atractivo. Aquel hombre tan atractivo era su marido, pensó Clodagh, y de pronto, curiosamente, le costó reconocerlo. A veces la asaltaba aquella extraña y vertiginosa sensación de que lo conocía tan bien que era como si no lo conociera de nada. La familiaridad solía quitarle brillo a su rubio cabello, a la sonrisa que rizaba su piel formando varios paréntesis a cada lado de la boca, a sus ojos color avellana, casi siempre alegres. La belleza de Dylan la sorprendió y la inquietó.

¿Qué era lo que había dicho Ashling ayer? Que tenía que recuperar la magia.

Su memoria rescató una imagen: ella jadeaba de excitación y deseo, y él la tumbaba en la arena… ¿En la arena? No, un momento, aquel no era Dylan, sino Jean-Pierre, el apuesto y seductor francés con el que había perdido la virginidad. Dios mío, suspiró, aquello sí que estuvo bien. Tenía dieciocho años, iba de albergue en albergue por la Riviera francesa, y era el hombre más sexy que Clodagh había visto jamás. Y eso que ella era muy exigente: jamás había besado a ninguno de los chicos de su grupo. Pero en cuanto vio la intensa y taciturna mirada de Jean-Pierre, su hermosa y enfurruñada boca y su relajado lenguaje corporal, típicamente francés, decidió que aquel era el hombre al que iba a regalarle su virginidad.

Pero volviendo a Dylan y a la magia de los primeros días… Ah, sí. Recordó que casi lloraba suplicándole que le hiciera el amor. «No puedo esperar más! ¡Por favor! ¡Métemela!» Recordó cómo se tumbó en el asiento trasero del coche, cómo separó las piernas… No, no, espera, aquel tampoco era Dylan. Aquel era Greg, el jugador de fútbol americano que había ido a estudiar a Trinity con una beca. Lástima que Clodagh lo hubiera conocido solo tres meses antes de que él regresara a su país. Era un atractivo deportista, seguro de sí mismo, todo músculo, y por algún extraño motivo ella lo encontró irresistible.

Claro que eso también lo había sentido por Dylan. Buscó en su memoria algún recuerdo concreto y desempolvó su favorito: la primera vez que lo vio. Sus ojos se habían encontrado, literalmente, en una sala llena de gente, y antes de saber siquiera cómo se llamaba, Clodagh ya sabía cuanto necesitaba saber sobre aquel chico.

Era cinco años mayor que ella, y a su lado los otros chicos parecían adolescentes con granos y sin ninguna experiencia. Tenía una serenidad y un don de gentes que lo hacían sumamente carismático. Te cautivaba con su sonrisa; su sola presencia te hacía entrar en calor, te levantaba el ánimo y te tranquilizaba. Aunque no había hecho más que abrir su negocio, ella estaba convencida de que Dylan siempre se ganaría bien la vida. ¡Y estaba tan bueno!

Ella tenía veinte años, estaba embelesada por la rubia belleza de Dylán y no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Dylan encajaba perfectamente con su ideal de hombre, y Clodagh no dudó ni un momento que iba a casarse con él. Incluso cuando sus padres le advirtieron que el chico era demasiado joven para saber lo que hacía, ella despreció sus consejos. Dylan y Clodagh estaban hechos el uno para el otro.

– ¡Ya está, Molly!

Había vuelto con el cojín que tres camareras adolescentes se habían peleado para darle. Entonces Clodagh se dio cuenta de que Molly había vertido la mitad del salero en el azucarero.

Después de comer fueron a la playa. Hacía un día borrascoso, pero el sol era intenso y pudieron quitarse los zapatos y chapotear un poco en la orilla. Dylan le pidió a un hombre que paseaba con su perro que les hiciera una fotografía a los cuatro, abrazados y sonriendo mientras el viento agitaba su dorado cabello. Clodagh se sujetaba un lado de la falda para que no se le pegara a las piernas, que tenía mojadas.

8

El lunes por la mañana Lisa se presentó en el trabajo a las ocho en punto. Quería demostrar desde el principio cómo las gastaba. Pero se llevó un chasco: el edificio estaba cerrado. Se quedó un rato esperando junto a la puerta, y finalmente fue a tomarse un café. No fue tarea fácil. Aquí no era como en Londres, donde las cafeterías abrían las puertas al amanecer.

A las nueve en punto, cuando salió de la cafetería, había empezado a llover. Protegiéndose el cabello con un brazo, se dirigió a buen paso hacia las oficinas, con mucha dificultad, pues la acera estaba mojada y temía resbalar con los zapatos de tacón. De pronto se detuvo y se oyó gritarle a un joven que pasaba con un anorak:

– ¿Es que en este miserable país nunca para de llover?

– No lo sé -contestó él, nervioso-. Solo tengo veintiséis años.

Una chica que dijo llamarse Trix la recibió en la puerta. Llevaba una minúscula combinación transparente y tenía la carne de gallina, y saltaba de un zapato de plataforma a otro para entrar en calor. Al ver a Lisa su rostro se iluminó de admiración, y apagó rápidamente el cigarrillo que tenía en la mano.

– Hola, qué tal -masculló mientras expulsaba el humo de la última calada-. ¡Qué zapatos tan bonitos! Soy Trix, tu secretaria particular. Antes de que me lo preguntes, me llamo Patricia, pero no intentes llamarme así porque no respondo a ese nombre. Me llamaba Trixie hasta que unos vecinos míos se compraron un caniche y le pusieron ese nombre, así que ahora me llamo Trix. Antes era la recepcionista y chica para todo, pero gracias a ti me han ascendido. Por cierto, todavía no tengo sustituta… El ascensor está por aquí.

»He de admitir que la mecanografía no es mi especialidad -prosiguió Trix, ya en el ascensor-. Pero soy un hacha mintiendo, más de sesenta palabras por minuto. Puedo decirle a cualquiera con quien no quieras hablar que estás en una reunión sin que sospechen nada. A menos que a ti te interese que sospechen. También se me da muy bien la intimidación, ¿sabes?

Lisa no lo dudó.

Aunque tenía veintiún años y era muy mona, Trix mostraba una actitud agresiva que a Lisa le resultaba familiar. De cuando ella era más joven.

La primera sorpresa del día fue que Randolph Media Irlanda solo ocupaba una planta, cuando las oficinas de Londres llenaban una torre de doce plantas.

– Tengo que llevarte a ver a Jack Devine -dijo Trix.

– Es el director ejecutivo de Irlanda, ¿verdad? -dijo Lisa.

– Ah, ¿sí? -dijo Trix con sorpresa-. Supongo. En fin, es el jefe, o al menos eso cree él. Yo no le aguanto sus tonterías.

»Tendrías que haberlo visto la semana pasada -continuó, bajando la voz-. Parecía un oso con el culo irritado. Pero hoy está de buen humor; eso significa que ha vuelto con su novia. Se llevan unos líos… A su lado, Pamela y Tommy parecen los Walton de Waltons' Mountain.

Pero a Lisa todavía le esperaban otras sorpresas. Trix condujo a Lisa hasta una oficina de planta abierta con unas quince mesas. ¡Quince! ¿Cómo podía dirigirse una revista desde quince mesas, una sala de juntas y una pequeña cocina?

De pronto la invadió un inquietante temor.

– Pero… ¿dónde está la sección de moda? -preguntó.