– Pero si no sales, nunca conocerás a nadie -le reprendía Joy constantemente.
– Claro que salgo. Además, tengo a Ben y Jerry. Son los únicos hombres que necesito.
Pero esta noche tenía que salir, aunque no le gustara. Tenía que ir con Joy a un club de salsa para redactar un artículo sobre las posibilidades de ligar en un sitio como aquel, que iba a aparecer en el primer número de Colleen. Cuando trabajaba para Woman's Place nunca había tenido que hacer cosas así, y a veces, como ahora, añoraba terriblemente su antiguo empleo. Y no solo porque su antiguo empleo nunca la obligó a modificar sus planes del sábado por la noche, sino también porque el trabajo de Woman's Place podía hacerlo dormida, mientras que sus obligaciones en Colleen todavía no estaban del todo claras. Tenía la sensación de que podían pedirle que hiciera cualquier cosa, y vivía con un nudo en el estómago a la espera de que le pidieran que hiciera algo que ella no fuera capaz de hacer. A Ashling le gustaba la seguridad, y de lo único que estaba segura en Colleen era de que no tenía ni idea de lo que iba a pasar a continuación.
¡Era desesperante!
Emocionante, se corrigió. Y sofisticado. Además, era muy divertido trabajar con tanta gente nueva: en su antiguo empleo solo había otros tres empleados fijos. Aunque todos eran un encanto. No había nadie tan difícil como Lisa o Jack Devine. Eso sí, tampoco había nadie tan divertido como Trix o Kelvin, se recordó con firmeza. No era momento para ponerse nostálgica y patética.
Metió una bolsa de palomitas de maíz en el microondas, se tumbó en el sofá, se puso a mirar Cita a ciegas y rezó para que Joy no fuera a buscarla. Había estado jugando con el Hombre Tejón hasta las seis de la mañana, y quizá no se encontrara en forma para salir.
No tuvo suerte.
Aunque Joy estaba más débil de lo habitual.
– Me tomaría una taza de té -dijo cuando llegó-. Con mucho azúcar.
– ¿Tan mal estás?
– Tengo tembleque. Pero ha valido la pena. El Hombre Tejón me vuelve loca, Ashling. Pero dijo que me llamaría hoy y… ¡Oh, no! Esta leche está agria. ¡Mierda! Seguro que estoy embarazada. Dentro de nueve meses daré a luz un bebé tejón.
– No -dijo Ashling mirando la taza, en la que flotaban unos grumos blancos-. Es que está cortada.
Joy abrió la nevera, examinó los cuatro cartones de leche que había dentro y comprobó que los cuatro estaban caducados.
– ¿Qué haces? -preguntó-. ¿Juegas a la ruleta rusa con la leche? ¿O es que quieres montar una fábrica de yogur? Por cierto, ¿has comido algo?
Ashling señaló un cuenco semivacío de palomitas de maíz.
– No hay quien te entienda -comentó Joy-. Eres tan organizada para según qué, y en cambio…
– No se puede ser bueno en todo. Estoy bien equilibrada.
– Deberías cuidarte más.
– ¡Mira quién habla!
– Cogerás escorbuto.
– Tomo vitaminas. Estoy perfectamente. ¿Dónde está Ted?
Ashling apenas había visto a Ted aquella semana. Ahora trabajaban en diferentes barrios, así que él ya no la llevaba en bicicleta al trabajo; pero además, desde el triunfo de la noche de los búhos, Ted se había dedicado a ir probando a todas las chicas que se habían interesado por él. Antes, cuando Ted se pasaba la vida en casa de Ashling quejándose de que no tenía novia, ella estaba harta de él, pero ahora Ashling lo echaba de menos y lamentaba su flamante independencia.
– Lo verás más tarde. Estamos invitadas a una fiesta. Estudiantes de arquitectura. Hay uno que cuenta chistes, así que habrá algunos cómicos. Y donde hay cómicos no puede faltar el Hombre Tejón.
– No sé si me apetece ir -dijo Ashling con cautela-. Sobre todo tratándose de una fiesta de estudiantes.
– Ya veremos lo que hacemos -repuso Joy con soltura; con demasiada soltura. Ashling le lanzó una mirada angustiada-. No puedo creer que me esté maquillando otra vez. ¡Si me acabo de desmaquillar! -dijo Joy mientras se aplicaba el lápiz de labios sin la ayuda de un espejo; luego metió los labios, distribuyendo el carmín con un garbo que Ashling envidiaba-. No te olvides de la cámara.
Cuando bajaron a la calle, Ashling buscó al joven mendigo, pero él y su manta naranja habían desaparecido.
– Mujeres solteras y homosexuales.- Joy catalogó a los asistentes, unas cincuenta personas, de un solo vistazo-. Un desastre, pero ya que estamos aquí, vamos a emborracharnos. ¿Qué presupuesto tenemos?
– ¿Presupuesto?
Joy sacudió la cabeza y suspiró.
Antes de que el club abriera las puertas al público había una hora de clase. El profesor, que se presentó como «Alberto, cubano», era un individuo de lo más anodino. Hasta que empezó a bailar. Sinuoso y ágil, elegante y seguro, de pronto parecía guapísimo. Haciendo piruetas, señalando la postura, girando sobre la parte anterior de la planta del pie, mostró los pasos que los alumnos tendrían que practicar.
– Qué pena de hombre -protestó Joy.
– ¡Shhhh!
A Ashling le encantaba bailar. Pese a no tener cintura, tenía un gran sentido del ritmo, y cuando empezó a sonar de nuevo la alegre y animada música de trompetas y Alberto dijo: «Venga, todos conmigo», ella no se hizo rogar.
Los pasos eran muy sencillos; Ashling, hechizada por las sinuosas caderas de Alberto, se dio cuenta de que lo que importaba era el garbo con que los ejecutaras. La mayoría de los alumnos eran torpes y patosos (sobre todo Joy, a causa de la falta de sueño y la resaca), y Alberto parecía muy afligido por lo mal que lo hacían todos. En cambio, Ashling realizaba los movimientos con soltura.
– Ha sido una idea genial -le dijo a Joy con una radiante sonrisa.
– Vete al cuerno.
– ¡Sonríe a la cámara! Y haz como si bailaras.
Joy dio un par de pasos torciendo los pies mientras Ashling disparaba; luego Joy cogió la cámara.
– Intenta fotografiar a algunos hombres para el artículo -le susurró Ashling.
Terminada la clase, el club abrió las puertas al público. Empezaron a llegar expertos bailarines de salsa y merengue; las mujeres llevaban faldas cortas y evassé y zapatos de tacón; los hombres adoptaban una expresión impasible mientras llevaban y hacían girar a sus parejas con habilidad y aparentemente sin esfuerzo al ritmo de la música.
– No puedo creer que estemos en Irlanda -comentó Ashling-. ¡Estos tíos son irlandeses! ¡Y bailan! ¡Y no llevan doce jarras de Guinness en el cuerpo!
– Los hombres de verdad no bailan -replicó Joy, que estaba deseando largarse de allí.
– Estos sí.
La salsa era, en gran medida, un deporte de contacto. Ashling se fijó en una pareja. Bailaban muy pegados, como si sus cuerpos estuvieran enganchados con velero. De cintura para abajo no paraban de menearse, pero de cintura para arriba apenas se movían. Ingles con ingles, pecho con pecho, la mano izquierda de él sujetaba la derecha de ella por encima de sus cabezas, con la cara interna de los brazos pegada desde la muñeca hasta el codo. Él tenía la mano derecha firmemente colocada sobre la espalda de ella. Mientras realizaban los complicados pasos a la perfección, él miraba fijamente a la mujer. No movían para nada la cabeza.
Ashling jamás había visto nada tan erótico. Sintió un ansia tan intensa que casi le causaba dolor. Agitada por un impulso indescriptible, observaba a los bailarines con un sabor agridulce en la boca. Pero ¿qué era lo que anhelaba? ¿El duro y dulce calor de un cuerpo varonil?
Quizá fuera eso…
Un hombre la sacó de su ensimismamiento al preguntarle si quería bailar. Era bajito y medio calvo.
– Solo he recibido una clase -le contestó ella pensando que con eso lo disuadiría.