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Siguieron paseando, y a Clodagh se le caía la baba mirando a su hija. Molly era tan graciosa, con sus andares de brigada, desfilando con el pecho inflado, deteniéndose para charlar con todos los niños con que se cruzaba. Clodagh admitió, pensativa, que no siempre resultaba fácil ser madre. Pero a veces, como ahora, no cambiaría su vida por nada.

El vendedor de periódicos se quedó mirando sin disimulo a aquella mujer menuda y curvilínea que arrastraba a una niñita.

– ¿Herald? -le ofreció con optimismo.

Clodagh lo miró con pesar.

– ¿Para qué? -explicó-. No tengo tiempo para leer el periódico desde 1996.

– En ese caso no vale la pena que lo compre -coincidió el vendedor de periódicos, admirando el trasero de Clodagh mientras esta se alejaba.

Ella sabía que aquel hombre la estaba observando, y sorprendentemente eso le gustó. Su descarada y pícara mirada le trajo recuerdos de cuando los hombres la miraban siempre de ese modo. Parecía como si de eso hubiera pasado mucho tiempo; tanto que era como si le hubiera ocurrido a otra persona.

Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Emocionarse porque un vendedor de periódicos le hacía ojitos?

«Estás casada», se recordó.

«Sí -replicó inmediatamente con ironía-, casada en vida.»

Tardaron una hora y media en llegar al Stephen's Green Centre, paseando tranquilamente, y, si Clodagh no había calculado mal, ya tocaba pelea. En efecto, como Clodagh no quiso comprarle un segundo helado a Molly, a la niña le dio, puntualmente, la madre de todos los berrinches. Parecía estar sufriendo un ataque epiléptico: se tiró al suelo, pataleando, golpeándose la cabeza contra las baldosas, gritando palabrotas. Clodagh intentó levantarla, pero Molly se retorcía como un pulpo. «¡Te odio!», gritaba, y aunque Clodagh estaba muerta de vergüenza, se controló para hablar con voz queda, asegurándole a Molly que si se comía otro helado tendría dolor de barriga, y prometiéndole que si no se levantaba inmediatamente y se portaba como una niña mayor, la mandaría a la cama una hora antes de lo estipulado durante toda la semana.

Pasaron varias madres cargadas de niños, de esas que pegan a sus hijos por turnos sin ningún reparo. «¡Jason (¡paf!), deja en paz a Tatuara! (¡zas!) ¡Zoe! (¡pam!) ¡Si te vuelvo a pillar en Brooklyn te mato! (¡pum!).» Aquellas mujeres se burlaban con sus desdeñosas miradas de los principios liberales de Clodagh. «Lo que necesita esa mocosa es un buen cachete», parecían decir aquellas enteradas de la vieja escuela. «¡A la cama temprano! ¡Menuda chorrada! Si quieres demostrarle quién manda, pégale un buen coscorrón. Ese es el único lenguaje que entienden.»

Clodagh y Dylan habían decidido no pegar nunca a sus hijos. Pero cuando Molly empezó a pegarle patadas a su madre, sin dejar de gritar, Clodagh no pudo evitarlo: levantó a la niña del suelo y le dio una palmada en la pierna. Fue como si de pronto todo Dublín hubiera enmudecido. Aquellas madres versadas en el arte de imponer la autoridad por la fuerza habían desaparecido, y Clodagh se convirtió en el centro de las miradas acusadoras de los transeúntes. Todo el mundo a su alrededor tenía pinta de trabajar en la oficina de Protección del Menor.

Enrojeció de vergüenza. ¿Cómo se le ocurría agredir a una niñita indefensa? ¿Qué le estaba pasando?

– Vamos.

Cogió a la enfurecida Molly de la mano y tiró de ella, abrumada por la marca que su mano había dejado en la tierna piernecita de Molly. Para reparar el daño, Clodagh le compró inmediatamente a Molly el helado por el que se había armado el jaleo, confiando en que así habría paz durante el rato que Molly tardara en comérselo.

Solo que el helado empezó a derretirse, y a Clodagh le pidieron que saliera de la tienda de tejidos cuando Molly rozó cuidadosamente con su cucurucho un rollo de muselina para cortinas, dejando en él una gruesa franja blanca. La mañana se había estropeado, y, mientras le limpiaba la barba de Papá Noel de helado a Molly, Clodagh no pudo evitar pensar que antes la vida tenía más brillo, una especie de resplandor dorado. Ella siempre había afrontado el futuro con optimismo, convencida de que lo que le deparaba sería bueno. Y el futuro nunca la había decepcionado.

Clodagh nunca había sido exageradamente exigente, nunca le había pedido nada imposible a la vida, y siempre había conseguido lo que quería. En teoría todo era perfecto: tenía dos hijos sanos, un buen marido, no tenía preocupaciones económicas. Sin embargo, últimamente todo se había teñido de una monotonía implacable. De hecho, hacía ya tiempo que tenía esa impresión. Intentó recordar cuándo había empezado y, como no pudo, le entró miedo y se puso a sudar. La idea de que aquel modo de pensar cristalizara en algo permanente resultaba aterradora. Ella era, por naturaleza, una persona feliz y sin complicaciones: eso resultaba evidente si se comparaba con la pobre Ashling, que siempre estaba hecha un lío por todo.

Pero algo había cambiado. No hacía mucho tiempo, Clodagh estaba llena de esperanza y optimismo. ¿Qué había pasado? ¿Qué había salido mal?

14

– ¿Diez Lilt o Purdeys? -reflexionó Ashling-. No lo sé.

– Pues decídete rápido -dijo Trix con el bolígrafo suspendido sobre la libreta de espiral-. Si no te das prisa van a cerrar la tienda.

Aunque llevaban menos de dos semanas trabajando juntos, el equipo de Colleen ya había establecido una rutina. Dos veces al día bajaban a la tienda, por la mañana y por la tarde. Independientemente de la incursión de la hora de comer y la incursión para remediar las resacas.

– Oh, oh… -dijo Trix-. Ya viene Heathcliff.

Jack Devine entró a grandes zancadas en la oficina, despeinado y con gesto atribulado.

– No sé, no me decido -se lamentó Ashling sin saber qué bebida elegir.

– Pues claro que no te decides -le espetó Jack sin detenerse-. ¡Eres una mujer!

Cerró la puerta de su despacho de un portazo. Los compañeros de Ashling sacudieron la cabeza, solidarizándose con ella.

– La comida de reconciliación con Mai no ha surtido efecto -observó Kelvin meneando un dedo con varios anillos.

– Qué hombre tan atormentado. -Shauna Griffin interrumpió la corrección de pruebas del ejemplar de aquel verano de Punto Gaélico y, con voz temblorosa, añadió-: Tan guapo y sin embargo tan inalcanzable, tan desgraciado.

Shauna Griffin era una rubia altísima con un asombroso parecido con el Honey Monster. Siempre sobrepasaba la dosis recomendada de Mills & Boons.

– ¿Desgraciado? -ironizó Ashling-. ¿Jack Devine desgraciado? Lo que pasa es que tiene mal genio.

– Es el primer comentario malvado que te oigo -exclamó Trix con voz quebrada-. Felicidades. ¡Sabía que podías! Ya lo ves, se trata simplemente de proponérselo.

– Diez Lilt -repuso Ashling-. Y una bolsa de botones de chocolate.

– ¿Blancos o marrones?

– Blancos.

– La pasta.

Ashling le dio una libra, Trix lo anotó todo en su lista y pasó al siguiente.

– ¿Y tú, Lisa? -preguntó con adoración-. ¿Te apetece algo?

– ¿Hummm? -Lisa dio un respingo. Estaba en la luna.

Jack se había enterado de que todavía no había encontrado casa, y después del trabajo iba a llevarla a ver la de un amigo suyo que estaba en alquiler. Lisa temía que Jack volviera con Mai después de comer, pero al parecer el camino estaba despejado… -¿Cigarrillos? -preguntó Trix-. ¿Chicle sin azúcar?

– Sí, cigarrillos.

La puerta volvió a abrirse y salió Jack, con aspecto un tanto consternado. Trix volvió de un salto a su mesa y, con un estudiado movimiento de la muñeca, abrió su cajón, guardó en él sus cigarrillos y volvió a cerrarlo. Jack se paseó entre las mesas, sin que nadie se atreviera a mirarlo. Los que pudieron escondieron sus paquetes de cigarrillos empujándolos despacio y tapándolos con algo. Lisa tenía una cajetilla de Silk Cut abierta junto al ratón del ordenador, pero aunque Jack vaciló un momento y parecía que iba a detenerse, volvió a acelerar y pasó de largo. Todos se estremecieron. Entonces Jack llegó junto a Ashling y se detuvo, y el resto de los empleados suspiraron disimuladamente. Estaban a salvo, al menos durante un rato.