Los fotógrafos interrumpieron momentáneamente el bombardeo; luego enfocaron a aquella mujer de tez bronceada y cabello color caramelo que posaba con una mejilla pegada a la de Tara y siguieron disparando con renovado entusiasmo.
– Lisa Edwards, directora de la revista Colleen. -Lisa se paseaba entre los fotógrafos, informándolos-. Lisa Edwards. Lisa Edwards. Tara y yo somos viejas amigas.
– ¿De qué conoces a Tara Palmtree? -preguntó Ashling, impresionada, cuando Lisa volvió junto a ella, que se había quedado al margen completamente ignorada por los periodistas.
– De nada -confesó Lisa esbozando una sonrisa pícara-. Regla número dos: nunca dejes que la verdad estropee una buena historia.
Lisa entró majestuosamente en el hotel, y Ashling la siguió. Se les acercaron dos atractivos jóvenes que las saludaron y le quitaron la chaqueta a Ashling. Pero Lisa no soltó la suya.
– Permite que te recuerde la regla número tres -murmuró, irascible, mientras caminaba hacia el salón donde se celebraba la recepción-. Nunca hay que quitarse la chaqueta. Tienes que causar la impresión de que estás muy ocupada y solo has pasado un momento porque tienes cosas más interesantes que hacer ahí fuera.
– Lo siento -se disculpó Ashling humildemente-. No me he dado cuenta.
Entraron en el salón, donde una mujer de extrema delgadez ataviada de pies a cabeza con prendas de la colección de verano de Morocco les preguntó quiénes eran y les hizo firmar en un libro de visitas.
Lisa garabateó cuatro letras y le pasó el bolígrafo a Ashling, que estaba radiante.
– ¿Yo también? -chilló, emocionada.
Lisa frunció los labios y sacudió la cabeza a modo de advertencia. «¡Tranquilízate!», se dijo.
– Lo siento -susurró Ashling; cogió el bolígrafo y, con su mejor letra, escribió: «Ashling Kennedy, directora adjunta, revista Colleen».
Lisa pasó una cuidada uña por la lista de nombres.
– Regla número cuatro, que ya debes de conocer -dijo-: revisa el libro de visitas y entérate de quién hay.
– Para saber a quién tenemos que saludar -dijo Ashling, demostrando que lo había entendido.
Lisa la miró como si Ashling estuviera completamente loca.
– ¡No! ¡Para saber a quién tenemos que evitar!
– Y ¿a quién tendríamos que evitar?
Lisa recorrió con una mirada despreciativa la sala llena de personal de revistas rivales.
– A casi todo el mundo.
Pero Ashling ya debería saber todo aquello, y Lisa acababa de comprender que su directora adjunta no tenía ni idea de cómo comportarse en una situación así. Muy alarmada, le susurró:
– No me digas que nunca habías estado en una fiesta publicitaria. ¿No trabajabas para Wonzan's Place?
– Sí, pero no recibíamos muchas invitaciones -se justificó Ashling-. Y menos para reuniones tan elegantes como esta. Supongo que nuestras lectoras eran demasiado mayores. Y cuando nos invitaban a la presentación de un nuevo modelo de bolsa de colostomía, o de un proyecto de viviendas vigiladas para ancianos, casi siempre era Sally Healy la que iba.
Lo que Ashling no dijo era que Sally Healy era una mujer regordeta y maternal, cariñosa y simpática con todo el mundo. No tenía ni el espíritu competitivo ni las extrañas y agresivas reglas de Lisa.
– Mira a aquel de allí… -Ashling, atemorizada, señaló a un individuo alto que parecía un muñeco Ken-. Es Marty Hunter, un presentador de televisión.
– Déjá vu -repuso Lisa con desdén-. Lo vi ayer en la fiesta de Bailey y el lunes en la de MaxMara.
Las palabras de Lisa sumieron a Ashling en un afligido silencio. Había depositado grandes esperanzas en aquel evento. Quería guiar y ayudar a Lisa para demostrarle que la necesitaba. Y había creído que se ganaría el respeto de Lisa con su indispensable conocimiento de los famosos de Irlanda, un conocimiento que Lisa, por ser inglesa, no podía aspirar a tener. Pero Lisa estaba muy por delante de ella, ya estaba enterada de quién era quién en el mundillo de los famosos y parecía molesta por los torpes intentos de Ashling por ayudarla.
Una camarera que deambulaba por allí se paró a su lado y les ofreció una bandeja. La comida era de temática marroquí: cuscús, salchichas Merguez, canapés de cordero. Curiosamente, para beber ofrecían vodka; eso no era demasiado marroquí, pero a Lisa no le importó. Comió lo que pudo, pero no se atracó, porque no paraba de hablar con gente, con Ashling pisándole los talones. Lisa se movía por el salón como una profesional, con energía y encanto; aun así, no se llevó grandes sorpresas.
– Lo mismo de siempre -le susurró a Ashling-. Un montón de pardillos. Estos desgraciados asistirían a la inauguración de una lata de judías. Lo cual nos lleva a la regla número cinco: aprovéchate de que todavía llevas la chaqueta puesta y utilízalo como excusa para huir. Si alguien te da demasiado la lata, puedes decir que tienes que ir al lavabo.
En el salón había unas cuantas modelos con ojos de gacela y cuerpos aún por formar, vestidas con ropa de Morocco. De vez en cuando una azafata colocaba a una de aquellas modelos enfrente de Ashling y Lisa, para que ellas expresaran su admiración con las pertinentes exclamaciones. Ashling, muerta de vergüenza, hacía lo que podía, pero Lisa ni siquiera las miraba.
– Podría ser peor -le confió después de que otra de aquellas adolescentes se contoneara un rato delante de ellas y luego se marchara-. Al menos no son trajes de baño. Eso me pasó en Londres, en una cena servida en mesas. Pretendían que comiera mientras seis chicas me metían el trasero y las tetas en el plato. ¡Puaj!
A continuación le dijo a Ashling lo que esta, de todos modos, ya empezaba a comprender:
– Regla número… ¿por cuál vamos? ¿Por la seis? En esta vida no te regalan nada. Si asistes a un evento de estos tienes que soportar las tácticas de venta agresiva. Oh, no, acabo de ver a aquel imbécil del Sunday Times. Vamos a escondernos.
Ashling cada vez estaba más acomplejada por los conocimientos enciclopédicos de Lisa sobre la gente que había en el salón. No hacía ni dos semanas que vivía en Irlanda y ya estaba al día de todo.
Afianzando la sonrisa en sus labios, Lisa giró discretamente sobre los talones de sus zapatos Jimmy Choo. ¿No se dejaba a nadie? Entonces vio a un atractivo joven con un traje que parecía demasiado nuevo; el chico estaba muerto de vergüenza y no sabía dónde meterse.
– ¿Quién es aquel? -preguntó, pero Ashling no tenía ni idea-. Vamos a averiguarlo, ¿vale?
– ¿Cómo?
– Preguntándoselo. -A Lisa le hizo gracia el desconcierto de Ashling.
Esbozando una amplia sonrisa y haciendo centellear los ojos, Lisa se lanzó sobre el joven, y Ashling la siguió. Al mirarlo de cerca vieron que tenía granos en la barbilla.
– Lisa Edwards, revista Colleen. -Le tendió una mano suave y bronceada.
– Shane Dockery. -El chico, aturullado, se pasó un dedo por debajo del apretado cuello de la camisa.
– De Laddz -se le adelantó Lisa.
– ¿Has oído hablar de nosotros? -exclamó él-. Todavía no he encontrado a nadie que nos conozca.
– Claro. -Lisa había leído un pequeño comentario sobre ellos en un periódico dominical y había anotado sus nombres, junto con otros que creyó oportuno retener en la memoria-. Sois el nuevo conjunto. Vais a tener más éxito que Take That, ya lo verás.
– Gracias -repuso él tragando saliva, con el entusiasmo de alguien cuyo prestigio todavía no ha sido reconocido.
Quizá, después de todo, había valido la pena emperifollarse de aquella manera tan espantosa.
Cuando se alejaban de él, Lisa murmuró:
– ¿Lo ves? Recuerda siempre que ellos están más asustados que tú.
Ashling asintió, atenta, y Lisa se elogió a sí misma por su labor didáctica, ayudada seguramente por el vodka que estaba bebiendo. Por cierto, ¿dónde…? Al instante apareció una camarera a su lado.
– El vodka es el agua de la nueva era. -Lisa levantó su vaso para brindar con Ashling.