El sábado consiguió distraerse comprando cosas para su casa «nueva». Se había instalado en ella la noche anterior, y estaba decidida a atenuar el efecto de tanta madera de pino. Además, no había nada como mantenerse ocupada para no deprimirse. Aunque, como todo en aquel horrible país, las tiendas de decoración eran lamentables, sumamente feas.
Nadie había oído hablar de las persianas de papel de arroz japonesas, de las cortinas de ducha con bolsillos ni de los tiradores de armario con forma de flores de vidrio. Consiguió encontrar unas sábanas decentes de color crudo, pero no del tamaño que ella necesitaba, y si las encargaba tardarían muchísimo, porque tenían que importarlas de Inglaterra.
Cuando volvió a «su» casa tuvo que esperar media hora para que se calentara el agua y así poder ducharse. Y eso que Jack le había prometido que arreglaría el temporizador. Todos los hombres eran iguales: unos bocazas.
Estaba resentida y malhumorada después de un día escandalosamente frustraste, pero todavía se sentía motivada para salir tras la pista de Marcus Valentina. Al menos iba a hacer algo constructivo. Desde que recibiera la mala noticia de la escasa cifra de anunciantes, la necesidad de conseguir buenas columnas para Colleen se había convertido en una de sus prioridades.
Llegó al River Club poco después de las nueve. El local, como todo lo irlandés, la decepcionó: era más pequeño y más cutre de lo que había imaginado. No podía compararse con el K-Bar, desde luego.
No estaba segura de si tendría ocasión de acorralar a Marcus Valentina, pero por si acaso se había vestido para causar la impresión de una chica normal, no de peligrosa ejecutiva. Vaqueros gastados, zapatillas sin cordones, camiseta de cuello barco. Aunque llevaba mucho maquillaje, era tan sutil que parecía invisible. El resultado era un aspecto juvenil, asequible y atractivo; daba la impresión de que se había puesto lo primero que había encontrado en el armario, y nada delataba que se hubiera pasado una hora mirándose en el espejo (de pino, por supuesto), calculando meticulosamente el efecto que causaría.
Dio una vuelta por el abarrotado local buscando a Ashling y sus amigos, pero no los vio, así que volvió a la barra y pidió un cosmopolitas. Era la bebida de moda en el K-Bar y el Chinawhite y en todos los otros bares in que Lisa solía frecuentar en Londres.
– ¿Un qué? -preguntó el camarero, un individuo de cara redonda y sonrosada que no cabía en su camisa de nailon.
– Un cosmopolitas.
– Si lo que buscas son revistas, hay un quiosco un poco más abajo -se disculpó-. Aquí solo servimos bebidas.
Lisa se planteó explicarle cómo se preparaba el cóctel, pero se dio cuenta de que no sabía.
– Una copa de vino blanco -le espetó de mal talante.
Cabía la posibilidad de que ni eso tuvieran, y entonces tendría que beber aquella asquerosa Guinness.
– ¿Chablis o Chardonnay?
– Hummm… Chardonnay.
Encendió un cigarrillo y se puso a mirar a la gente. Cuando se acabó el cigarrillo y la copa de vino, Ashling todavía no había aparecido.
Quizá su reloj no funcionara bien. Lisa vio a un grupo de chicos cerca de ella, eligió al más guapo y le preguntó:
– ¿Qué hora tienes?
– Las nueve y veinte.
– ¿Y veinte? -Era más tarde de lo que ella creía.
– ¿Te han dado plantón?
– ¡No, qué va! Pero había quedado a las nueve.
El chico se fijó en el acento de Lisa y le preguntó:
– ¿Eres inglesa?
Ella asintió.
– No tardarán mucho en llegar. Antes de las diez seguro que aparecen. Verás, es que aquí cuando decimos las nueve es una forma de hablar.
Lisa notó que se le revolvían las entrañas. Maldito país. Lo odiaba con toda su alma.
– Pero no te preocupes. Nosotros te daremos conversación hasta que lleguen -se ofreció esbozando una caballerosa sonrisa. Se metió los dedos en la boca, dio un fuerte silbido y llamó a sus amigos, que se habían apartado un poco.
– No hace falta que… -empezó Lisa.
– No pasa nada -le aseguró él-. Chicos -dijo dirigiéndose a sus cinco amigos-, os presento a… -Señaló a Lisa con un ademán galante, invitándola a decir su nombre.
– Lisa -dijo ella de mala gana.
– Es inglesa. Sus amigos se están retrasando y se siente como un pulpo en un garaje.
– Ah, pues quédate con nosotros -la animó un chico bajito y con cara de hurón-. Declan, tráele una copa.
– Hospitalidad irlandesa -murmuró Lisa con desdén.
Los seis chicos asintieron con entusiasmo. Aunque para ser sinceros, su actitud no tenía nada que ver con la legendaria hospitalidad irlandesa, sino más bien con la melena color caramelo de Lisa, sus delgadas caderas y sus largas, lisas y bronceadas pantorrillas, que asomaban por debajo del dobladillo de sus astutamente desgarrados vaqueros. Si Lisa hubiera sido un hombre, habría permanecido contemplando su jarra de cerveza y nadie se habría fijado en él.
– Vale, chicos, ya está. Ya han llegado. -Lisa vio a Ashling entrar por la puerta, y sintió un gran alivio.
En cuanto vio a Lisa, a Ashling dejó de encantarle su ropa nueva y se sintió torpe y desaliñada. Presentó, nerviosa, a Joy y Ted, y entonces, para gran espanto de Ashling, Joy miró a Lisa y dijo, levantando la barbilla con gesto desafiante:
– Jim Davidson, Bernard Manning o Jimmy Tarbuck. ¿Con cuál de ellos te acostarías? Y no vale decir que con ninguno.
– ¡Joy! -Ashling le dio un empujón-. Lisa es mi jefa.
Pero Lisa lo captó rápidamente. Se quedó pensativa y, tras considerarlo detenidamente, respondió:
– Jim Davidson. Y ahora, veamos… Des O'Connor…
Aquello desconcertó mucho a Joy.
– … Frank Carson o… o… Chubby Brown.
Joy hizo una mueca de asco, y Lisa se quedó mirándola con los ojos entrecerrados, con regocijo y malicia.
Tras pensárselo, Joy exhaló un hondo suspiro y dijo:
– Pues Des O'Connor. -Dirigiéndose a Ashling, murmuró mientras buscaban asientos-: Tu jefa no está tan mal.
Ted actuaba en primer lugar, y aunque aquella solo era su tercera aparición en público, ya tenía un montón de admiradores. Pronto quedó demostrado que el drama que había montado en el piso de Ashling era innecesario. Cuando inició su actuación gritándole al público «Mi búho se ha ido a las Antillas», un núcleo de unos seis jóvenes con pinta de estudiantes le preguntó a gritos: «¿Adónde? ¿A Jamaica?».
– No -contestó Ted, y varias personas corearon el resto del chiste-: No, se ha ido de motu proprio.
Ted había añadido un montón de chistes nuevos sobre búhos, y todos ellos tuvieron un éxito espectacular. Aunque la mayor parte del público se estaba desternillando, Lisa caló a Ted desde el primer momento.
– Ya sé que es amigo tuyo, pero esto parece el cuento del nuevo traje Hugo Boss del emperador -dijo en tono cáustico.
– Solo lo hace para ligar -explicó Ashling humildemente.
– Ah, en ese caso… -Lisa era partidaria de que el fin justifica los medios.
Después de Ted actuaron otros dos cómicos, y luego le llegó el turno a Marcus Valentina. Fue como si se alterara la composición química de la atmósfera, que se cargó de una intensa expectación. Cuando finalmente Marcus subió al escenario, el público se puso histérico. Ashling y Lisa se enderezaron y prestaron atención, pero cada una por un motivo diferente.
Para ser un cómico de micrófono, Marcus Valentina era un fenómeno extraño. Su número no contenía referencias a la masturbación, a las resacas ni a Ulrike Johnson. Eso era muy poco habitual. Su técnica consistía en presentarse como «el hombre perplejo ante la vida moderna», un tipo al que se le acaba la mantequilla, baja al supermercado y se queda hecho un lío porque no sabe decidir entre la mantequilla especial para untar, la mantequilla insaturada, la mantequilla polinsaturada, la mantequilla salada, la mantequilla sin sal, la mantequilla sin grasas, la mantequilla baja en grasas y una cosa que no es mantequilla sino que solo lo parece. Resultaba encantador y simpático, a pesar de las pecas. Desconcertado y vulnerable. Y tenía un cuerpo que no estaba nada mal. Ashling catalogó todas esas virtudes con alarma.