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Lisa se escurrió entre la multitud con gesto satisfecho. La velada no había estado mal. Conocer a Marcus Valentina la había convencido de que valía la pena perseguirlo. Aunque no iba a resultar fácil. En la vida real no era tan cándido como en el escenario. De hecho era muy listo, y muy evasivo. Lisa sospechaba que de entrada no tenía reparos para escribir una columna, pero que se estaba reservando para un periódico de calidad. Para combatir eso Lisa podía venderle la posibilidad de publicar su columna en otras publicaciones de Randolph Media, por todo el mundo.

Por otra parte estaba aquel giro inesperado: por lo visto a Marcus le gustaba Ashling. Entre las dos podían hacer un movimiento de tenazas. La columna estaba prácticamente asegurada.

Pero más valía que se diera prisa y cerrara el trato antes de que Marcus se cansara de Ashling. Porque seguro que se cansaba de Ashling y se la quitaba de encima. Lisa conocía muy bien a los de su clase. Cuando lanzas a un tipo vulgar como él al estrellato, lo primero que hace es aprovechar la fama para ligar con todas las chicas que se le ponen a tiro.

La cosa podía ponerse fea, porque Ashling parecía de esas mujeres patéticas que se toman muy a pecho los desengaños amorosos, y con lo ocupada que estaba lo último que le convenía a Lisa era una subdirectora deprimida. Ella no entendía a la gente débil que se venía abajo ante el menor contratiempo. Ella jamás lo haría. Aunque todo eso se basaba en la suposición de que Ashling acabara saliendo con Marcus. Quizá no llegara a hacerlo, y Lisa no podría reprochárselo. En opinión de Lisa, Marcus era asqueroso. ¡Con aquellas pecas! Y el hecho de que fuera capaz de hacer reír a un puñado de borrachos no las borraba de su piel.

– ¡Hasta luego, Lisa! ¡Adiós, Lisa! -Los chicos que habían estado charlando con ella al principio de la velada le decían adiós con la mano-. ¡Hasta otra!

Sorprendiéndose a sí misma, Lisa sonrió.

Al pasar por la puerta se cruzó con Joy, que estaba discutiendo con un individuo que tenía un mechón blanco en su larga y negra melena. Lisa tuvo un capricho y le dijo en voz baja:

– Russ Abbott, Hale o Pace. Y no vale decir que ninguno.

Joy se dio la vuelta, pero Lisa ya había salido a la calle. Mientras caminaba hacia su casa, se dio cuenta de que aquella noche había sentido algo especial. Se sentía… había… De pronto lo comprendió. ¡Se había divertido!

20

Pero a la mañana siguiente Lisa se despertó con la sensación de que no podía más. Así, por las buenas. Nunca se había sentido tan abatida, ni siquiera en los peores momentos de su agonizante relación con Oliver. Entonces se había refugiado en el trabajo, consolándose al comprobar que al menos una parte de su vida seguía funcionando.

El caso es que Lisa no estaba de acuerdo con el concepto de depresión. La depresión era un estado anímico que tenían otras personas cuando su vida no les satisfacía por completo. Igual que la soledad o la tristeza. Pero si tenías suficientes pares de zapatos bonitos, comías en suficientes restaurantes estupendos y te habían ascendido pese a que alguien se merecía el ascenso más que tú, no había motivo para sentirse mal.

Al menos esa era la teoría. Pero aquella mañana, tumbada en la cama, le sorprendió el alcance de su depresión. Le echó la culpa a las cortinas y a la plétora de madera de pino, que bastaban para llevar al borde de la desesperación a cualquier persona con un mínimo sentido de la estética y el estilo. También detestaba el silencio que reinaba fuera de la habitación tenuemente iluminada. Maldito jardín, pensó furiosa. Lo que ella quería oír era el ronroneo de los taxis, los portazos de los coches; quería ver a gente bien vestida yendo y viniendo por la calle. Quería ver vida detrás de su ventana. Además, tenía resaca de la noche anterior (había perdido la cuenta de las copas de vino blanco, y la táctica de tomarte un agua mineral después de cada copa deja de surtir efecto cuando vas por la ronda número veinte. De eso culpaba a Joy).

Sin embargo, lo peor era la resaca emocional. Se lo había pasado bien, se había reído, y el buen rollo había desencadenado algo en su interior, porque no podía dejar de pensar en Oliver. Hasta ahora lo había sobrellevado muy bien. Llevaba mucho tiempo apartándolo de su mente. Hizo memoria: casi cinco meses. De hecho, ahora que no se resistía a pensar en ello, se dio cuenta de que sabía exactamente cuántos días habían pasado: 145. No es difícil llevar la cuenta cuando alguien elige el día de Año Nuevo para dejarte.

Aunque la verdad es que Lisa no había hecho gran cosa para impedir que Oliver pusiera fin a la relación. Era demasiado orgullosa. Y demasiado pragmática: había llegado a la conclusión de que sus diferencias eran irreconciliables. Había cosas por las que ella no estaba dispuesta a pasar.

Aun así, aquella espantosa mañana, lo único que Lisa recordaba eran los momentos buenos, la primera fase de la relación, cuando rebosaba esperanza y todo eran promesas de amor.

Lisa trabajaba en Chic, y Oliver era un fotógrafo de moda que empezaba a hacerse un nombre en la profesión. Entraba con desenvoltura en la oficina, agitando sus rizos, generalmente con una enorme bolsa que parecía pequeña colgada de sus robustos hombros. Aunque llegara tarde a una cita con la directora (de hecho, sobre todo cuando llegaba tarde), siempre se paraba un momento a charlar con Lisa.

– ¿Cómo te fue en Nueva York? -le preguntó en una ocasión.

– Fatal. No soporto esa ciudad.

– ¿En serio? -A todo el mundo le encantaba Nueva York, pero Oliver nunca compartía la creencia popular.

– ¿Fotografiaste a alguna supermodelo?

– Sí, ya lo creo. A un montón.

– Ah, ¿sí? Cuenta, cuenta. ¿Qué tal es Naomi?

– Tiene un gran sentido del humor.

– ¿Y Kate?

– Huy, Kate es muy especial.

Aunque a Lisa le decepcionaba que Oliver no compartiera con ella información privilegiada sobre berrinches y consumo de heroína, el hecho de que él no se dejara impresionar por nadie la impresionaba muchísimo.

Antes incluso de verlo, ya sabías que Oliver había entrado en la oficina. Siempre armaba alboroto, por el motivo que fuera: protestaba porque se habían equivocado al pagarle las dietas, se quejaba de que habían impreso sus preciosas fotografías en un papel demasiado barato, discutía y reía enérgicamente. Tenía una voz grave que habría resultado sumamente seductora de no ser él, en general, excesivamente vibrante. Cuando se reía en público la gente siempre se volvía a mirarlo. Suponiendo que no lo estuvieran mirando ya. La belleza de su cuerpo, grande y atlético, combinada con una inesperada gracilidad, resultaba de lo más seductora. Cuando Oliver entraba en la oficina, Lisa lo miraba disimuladamente. La palabra «negro» no servía para describirlo, solía pensar. Era algo mucho más complicado y sutil. Todo en él relucía: su piel, sus dientes, su cabello. Por no mencionar el sudor que automáticamente aparecía en la frente de la directora. ¿Qué escándalo iba a montar aquel día?

Aunque todavía no se había hecho famoso, era sincero y difícil, y se aferraba a sus opiniones. Nunca se rebajaba ante nadie, y cuando alguien hacía algo que le molestaba se lo hacía saber. Fue esa seguridad en sí mismo, combinada con su belleza, lo que hizo decidir a Lisa que lo quería. El hecho de que Oliver estuviera escalando posiciones tampoco le molestaba, desde luego.

Desde que empezara a salir con chicos, Lisa siempre había elegido a sus parejas estratégicamente. No era de esa clase de chicas que salían con un vendedor de seguros. Aunque eso no significaba que fuera una desalmada. Nunca se obligó a salir con un tipo bien situado que no le gustara mínimamente. Bueno, casi nunca. Sin embargo, tenía que reconocer que hubo hombres que le gustaron y a los que nunca se tomó en serio: Frederick, un agente judicial de una seriedad encantadora; Dave, un fontanero monísimo; y el más inadecuado de todos, Baz, un simpatiquísimo delincuente común. (Al menos así fue como le dijo a Lisa que se llamaba, aunque ella dudaba que ese fuera su verdadero nombre.)