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– Te queda bien. Muy bien.

– Eres un granuja. -Ashling se sintió muy halagada por el examen de Dylan. Este nunca escatimaba piropos; sin embargo, pese a saber que lo hacía casi automáticamente, era difícil no creérselo aunque solo fuera un poco, y más difícil aún disimular el placer que sentía-. Eres un auténtico peligro- añadió, radiante.

»Ya podemos irnos.

Ashling se dio la vuelta y vio que Jack Devine estaba cerca, buscando algo en una carpeta que había en la mesa de Bernard, con aire taciturno. Le dijo adiós con una sonrisilla nerviosa, y por un instante temió que Jack fuera a ignorarla. Pero entonces él soltó un profundo suspiro y dijo:

– Adiós, Ashling-. Lisa venía del lavabo, donde había ido a arreglarse el maquillaje porque aquella noche tenía una cita con un famoso chef irlandés al que quería convencer para que les hiciera artículos sobre gastronomía. Iba corriendo hacia su mesa para recoger su chaqueta, y al pasar por la puerta tropezó con un individuo rubio al que nunca había visto. Le golpeó el pecho con el hombro y notó, aunque brevemente, el calor que atravesaba su camisa.

– Perdona. -Dylan le puso las manos sobre los hombros-. ¿Estás bien?

– Creo que sí. -Lisa se enderezó y ambos se miraron con interés. Luego Lisa reparó en que Ashling estaba a su lado. ¿Quién era aquel tipo? ¿Su novio? No, no podía ser.

– ¿Quién era esa? -preguntó Dylan cuando ya se habían cerrado las puertas del ascensor.

– Eres un hombre felizmente casado -le recordó Ashling.

– Solo pregunto.

– Se llama Lisa Edwards, y es mi jefa. -Pero inmediatamente Ashling se acordó de la conversación que había tenido con Clodagh sobre aquellas reuniones a las que iba Dylan. «¿Le pone cuernos?», pensó-. ¿Adónde vamos? -preguntó.

Dylan la llevó al Shelbourne, que estaba abarrotado de gente que salía del trabajo.

– Tendremos que quedarnos en la barra -observó Ashling-. Jamás conseguiremos una mesa.

– No seas tan pesimista -dijo Dylan, risueño-. Espera un momento.

Se acercó a una mesa, charló brevemente con sus ocupantes y luego regresó junto a Ashling.

– Ven, esos ya se marchan.

– ¿Cómo que ya se marchan? ¿Qué demonios les has contado?

– ¡Nada! Es que he visto que casi habían terminado.

– Hummm. -Dylan era tan encantador y tan persuasivo que sería capaz de vender sal a Siberia.

– Siéntate aquí, Ashling. ¡Adiós! ¡Muchas gracias!

Se despidió con una ancha sonrisa de los clientes que le habían cedido la mesa. Luego, con una velocidad sospechosa, se perdió entre la muchedumbre y regresó con dos copas. A Dylan todo le salía bien; mientras él le ponía el gin-tonic delante, Ashling se preguntó cómo sería estar casada con él. Una maravilla, se imaginaba.

– Cuéntamelo todo sobre este fabuloso nuevo empleo -le pidió Dylan-. Quiero saberlo absolutamente todo.

Ashling se dejó llevar por el contagioso entusiasmo de Dylan. Se lo pasó la mar de bien describiendo a sus compañeros de Colleen y las relaciones que había entre ellos (o las que no había).

Dylan, que al parecer lo encontraba todo muy gracioso, rió mucho, y Ashling estuvo a punto de caer en la trampa de pensar que era una gran anectodista. Era el mismo rollo que con la chaqueta: el gran don de Dylan consistía en lograr que los demás se sintieran bien con ellos mismos. Lo hacía sin darse cuenta. Ashling sabía que no se trataba de que fuera falso; se pasaba un poco, sencillamente. Y ella no podía cometer el error de contarle las mismas historias patéticas a otras personas y esperar de ellas carcajadas como las de Dylan.

– Qué graciosa eres, Ashling.

Dylan, elogioso, entrechocó su vaso con el de ella. Aquellos comentarios insinuantes siempre daban a entender algo más de lo que él estaba dispuesto a expresar con palabras. Aunque Ashling no se los tomaba en serio. Al menos ya no se los tomaba en serio a estas alturas.

– ¿Cómo va tu negocio de informática? -le preguntó al fin.

– ¡Uf! ¡Increíblemente bien! La verdad es que no damos abasto.

– ¡Ostras! -Ashling sacudió la cabeza, admirada-. Y eso que cuando te conocí no estabais seguros de que la empresa lograra superar el primer año. ¡Ya ves!

El tono de la conversación experimentó un breve declive, casi imperceptible, cuando Ashling mencionó los viejos tiempos. Pero afortunadamente casi se habían terminado las copas, así que Ashling se levantó de un brinco.

– ¿Lo mismo?

– Siéntate. Iré yo.

– No, ni hablar, yo…

– Siéntate, Ashling. Insisto.

Aquella era otra de las características de Dylan: era sumamente generoso, y cuando te invitaba lo hacía sin ningún esfuerzo.

Cuando Dylan volvió con las bebidas, Ashling le preguntó:

– ¿Tenías algún motivo en concreto para pedirme que nos viéramos?

– Pues… sí -contestó Dylan mientras jugueteaba con un posavasos-. Sí, tenía un motivo. -De pronto parecía muy incómodo, y eso no era nada propio de él-. ¿No has notado… nada…?

Se detuvo y no siguió hablando.

– Nada… ¿de qué?

– En Clodagh.

– ¿Qué quieres decir?

– Estoy… -hizo una pausa- un poco preocupado por ella. Nunca está contenta, está muy irritable con los niños y a veces hasta… un poco irracional. El otro día Molly acusó a Clodagh de haberla pegado, y nosotros nunca hemos pegado a los niños.

Otra incómoda pausa; luego Dylan prosiguió:

– Ya sé que te parecerá una tontería, pero Clodagh se pasa la vida decorando la casa. En cuanto acaba de cambiar una habitación ya empieza a pensar en otra. Y no sirve de nada que intente hablar de este tema con ella. No sé si… He pensado que quizá esté deprimida.

Ashling reflexionó. Ahora que lo pensaba, últimamente Clodagh parecía insatisfecha, y estaba un poco intratable. Y era verdad: se estaba pasando con la decoración. Además, a Ashling le había sorprendido el que le hubiera dicho a Molly que Barney había muerto. Es más, la había impresionado. Aunque la defensa de Clodagh, alegando que ella también tenía sentimientos, parecía razonable. Sin embargo ahora, en el contexto de la inquietud de Dylan, aquel detalle recuperó su calidad de mal augurio.

– No lo sé. Puede que sí -dijo Ashling, pensativa-. Pero los niños dan mucho trabajo. Son muy absorbentes. Y teniendo en cuenta que tú tienes un horario de trabajo muy largo…

Dylan se inclinó, escuchando con atención a Ashling, como si pudiera coger sus palabras con las manos. Pero aprovechando un momento en que ella se quedó callada, sumida en un lamentable silencio, dijo:

– Espero que no te moleste que te diga esto, pero he pensado que quizá tú sepas reconocer los síntomas. Por lo de tu madre… Tu madre… -insistió al ver que Ashling se había quedado muda-. Tenía depresión, ¿no? -La sutileza de Dylan no fue suficiente para hacer hablar a Ashling-. Y he pensado que Clodagh podría tener el mismo problema… -añadió.

De pronto Ashling se vio transportada al pasado, envuelta en el caos, el desconcierto, el terror constante. Los viejos gritos y chillidos resonaban en sus oídos, y tenía los músculos de la boca paralizados por la determinación de no hablar de ello. Con firmeza, casi agresivamente, dijo:

– Lo de Clodagh no tiene nada que ver con lo que le pasaba a mi madre.

– ¿No? -dijo Dylan, esperanzado, y con una pizca de curiosidad.

– Decorar el salón no es un síntoma de depresión. Bueno, al menos no que yo sepa. No le cuesta levantarse de la cama, ¿verdad? Ni te ha dicho que le gustaría estar muerta, ¿no?

– No. -Dylan sacudió la cabeza-. No, qué va. Nada de eso.

Aunque lo de su madre no había empezado de aquel modo. Había sido una cosa gradual. Ashling se trasladó contra su voluntad al pasado y volvió a ser una niña de nueve años, la edad que tenía cuando se dio cuenta de que algo no acababa de funcionar. Estaban de vacaciones en Kerry y su padre, que contemplaba la espléndida puesta de sol, comentó: