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Mientras Jasper se bebía buena parte de la segunda botella de vino, Lisa lo sorprendió hablándole de sin ergía. Sin llegar a prometérselo, insinuó que la columna de Colleen podía llevarlo fácilmente a tener su propio programa en el Canal g, el canal de Randolph Media.

– ¡Trato hecho! -decidió Jasper-. Envíame un contrato mañana por la mañana.

– No será necesario. Aquí tengo uno -dijo Lisa gentilmente; lo mejor era actuar era actuar de inmediato.

Él estampó su firma, y lo hizo justo a tiempo, porque hubo un momento crítico cuando el camarero le retiró el plato a Lisa, que, como de costumbre, había movido la comida por el plato, pero no había probado bocado.

– ¿No le ha gustado el plato? -preguntó el camarero.

– Sí, sí. Estaba delicioso, es que… -Lisa se dio cuenta de que Jasper la miraba fijamente, y modificó rápidamente su veredicto para darle un tono más neutral-: Estaba correcto.

– Si estaba tan estrepitosamente malo como el mío, no me extraña que no haya podido ni probarlo -intervino Jasper, desafiante-. ¿Blinis de morcilla? Eso es más que un tópico. ¡Es un chiste!

– Lo lamento mucho, señor. -El camarero miró con indiferencia a Jasper y su plato vacío. Había trabajado para aquel capullo-. ¿Tomarán postres?

– ¡Ni hablar! -contestó Jasper con vehemencia, lo cual disgustó mucho a Lisa, que aquella semana estaba haciendo un régimen a base de postres. Solo comía los más ligeros, por supuesto: fruta fresca, sorbetes, mousses de fruta. Hacía más de una década que no probaba el chocolate.

Bueno, no importaba. Lisa pagó la cuenta y se levantaron de la mesa (Jasper con paso menos seguro que ella). Cuando llegaron a la puerta del restaurante se estrecharon la mano, y entonces él intentó abalanzarse sobre Lisa, pero ella lo esquivó con mucho tacto. Suerte que ya tenía el contrato firmado.

Jasper se alejó por la acera, tambaleándose y con gesto sombrío, y en cuanto se quedó sola, a Lisa volvió a invadirla la tristeza. ¿Por qué? ¿Por qué aquí todo resultaba tan difícil? En Londres ella estaba bien. Incluso después de la ruptura con Oliver, había seguido adelante. Había seguido trabajando, llevando sus ideas a la práctica, haciendo cosas, convencida de que tarde o temprano obtendría una recompensa. Pero la recompensa se la llevó otra persona, y ahora ella estaba en Irlanda, y sus recursos para sobrellevar las dificultades no parecían funcionar tan bien aquí.

El día anterior no había telefoneado a su madre, aunque era domingo. Estaba demasiado deprimida. Solo se había vestido para bajar a la asquerosa tienda de la esquina y comprarse un tarro de helado y cinco periódicos, y en cuanto regresó a casa volvió a ponerse la bata y pasó el resto del día envuelta en una nube de humo de cigarrillos, sin hacer nada. El único contacto que tuvo con la humanidad fue el de los niños de ocho años del barrio, que golpeaban repetidamente la puerta de su casa con la pelota de fútbol.

Antes de parar un taxi entró en un quiosco para comprar cigarrillos, y se animó un poco al ver que ya había salido el último número de la revista Irish Tatler, una de las rivales de Colleen: podía dedicar el resto de la noche a analizarla y criticarla. De repente ya no le deprimía tanto la idea de volver a casa.

– ¡Hola, Lisa! -le gritaron unas niñas que estaban jugando en la calle cuando se bajó del taxi-. Qué vestido tan sexy.

– Gracias.

– ¿Qué número calzas?

– El seis.

Las niñas se apiñaron para deliberar. ¿Era muy grande el número seis? Decidieron que sin duda era demasiado grande para ellas.

Lisa entró en casa, dejó el bolso en el suelo, enchufó la tetera eléctrica y miró si había mensajes en el contestador. No había, lo cual no la sorprendió, porque casi nadie sabía su número. Con todo, eso no impidió que se sintiera fracasada.

Se quitó los bonitos zapatos, colgó el vestido en el respaldo de una silla y cuando se estaba poniendo unos sencillos pantalones con cordón y una camiseta cortita sonó el timbre de la puerta. Debía de ser una de aquellas niñas para preguntarle si les regalaría su bolso cuando ya no lo quisiera.

Lisa exhaló un suspiro y abrió la puerta de par en par, y allí, plantado en el escalón, y con la cabeza un poco agachada para caber en el umbral, estaba Jack.

– Oh -dijo Lisa, desprevenida.

Era la primera vez que lo veía sin el traje. Llevaba una camisa larga sin cuello, con los primeros botones desabrochados. Y no por una cuestión de estilo, sino porque faltaban los botones. Los pantalones caqui parecían haber sobrevivido a las dos guerras mundiales, y tenían un desgrarrón en la rodilla derecha que dejaba entrever una rótula lisa y un cuadradito de piel con vello. Iba aún más despeinado de lo habitual, y no se había afeitado.

Apoyándose en el marco de la puerta, Jack exhibió un aparatito que tenía en la palma de la mano, como si fuera un policía y mostrara su placa de identificación.

– Tengo un temporizador para tu caldera -dijo, y sus palabras sonaron vagamente sugerentes-. Siento haber tardado tanto. -Vaciló un momento y añadió-: ¿Te pillo en mal momento?

– No, no -dijo ella-. Pasa, por favor.

Lisa estaba sorprendida, porque en Londres nadie iba a verte sin avisar. Ella nunca había quedado para recibir a nadie sin antes abrir su agenda y montar aquel numerito de «estoy más ocupada y soy más importante que tú». Se trata de un ritual elaborado, gobernado por reglas muy estrictas. Tienen que ofrecerte y tienes que rechazar al menos cinco fechas hasta que aceptas una. «‹El martes que viene? No puedo. Estoy en Milán.» Eso le da pie a la otra persona a replicar: «Y a mí no me va bien los miércoles porque tengo clase de reiki». Una respuesta aceptable a eso sería: «Pues yo no puedo los jueves porque es el día que viene mi profesor particular de Técnica Alexander». A lo que el otro puede contraatacar: «Y el fin de semana que viene es imposible: me voy a una casita en el Lake District con unos amigos». Y el contrincante, si tiene estilo, dice: «Pues la otra semana ni hablar. Estoy en Los Ángeles, por negocios». Una vez se ha establecido una fecha, sigue siendo aceptable (es más, se considera lógico que lo hagas) cancelar la cita el mismo día, alegando jet lag, una cena con un cliente o tener que viajar a Ginebra para despedir a setenta empleados.

La escasez de tiempo era un símbolo de estatus, igual que las gafas de sol Gucci o los bolsos Prada. Cuanto menos tiempo tuvieras, más importante eras. Evidentemente, Jack no lo sabía.

Jack miró alrededor, admirado.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Tres o cuatro días? Y la casa ya parece mucho más bonita. Mira eso… -Señaló un cuenco de vidrio lleno de tulipanes blancos-. Y eso… -Un jarrón de flores secas le había llamado la atención.

Suerte que no puede ver las tazas que hay debajo de la cama, que están a punto de criar moho, pensó Lisa. Sus casas siempre eran un triunfo del estilo sobre la higiene. Tenía que buscarse una asistenta…

– ¿Quieres tomar algo? -preguntó a Jack.

– ¿Tienes cerveza?

– No, cerveza no, pero tengo vino blanco.

Lisa experimentó un ridículo placer cuando Jack aceptó una copa.

– Voy a buscar mis cosas al coche -dijo él; salió a la calle y volvió poco después con una caja metálica azul.

¡Dios mío! ¡Una caja de herramientas! Lisa tuvo que sentarse sobre las manos para no tocarlo, para no arrancarle los últimos botones de la camisa, dejando al descubierto su ancho tórax, cubierto por la cantidad perfecta de vello, y deslizar sus manos por la suave piel de la espalda…

– ¿Te importa que abra la puerta de atrás? Jack interrumpió el achuchón que Lisa le estaba dando mentalmente.

– No, no, ábrela.

Fue hacia la puerta y quitó el cerrojo que Lisa no había tocado desde la última vez que él estuvo allí. Una fragante brisa entró en la cocina, y les trajo el denso aroma nocturno de la vegetación y los silbidos y las piadas de los pájaros que se recogían para pasar la noche. Muy bonito, si te gustaba aquel tipo de cosas.