– Que sean dos -intervino Ashling, nerviosa. Solo con ver el zumo de germen de trigo, verde y grumoso, le habían dado ganas de vomitar, y si no andaba equivocada, el oxígeno podía obtenerlo siempre que quisiera.
Se bebieron tres copas de champán cada una, para envidia de los otros invitados, que bebían tímidamente sus zumos de germen de trigo gratis e intentaban no vomitar. Solo Dan Heigel del Sunday Independent, cuyo lema era «Hay que probarlo todo», se había atrevido con el oxígeno, y le dio tal mareo que tuvo que tumbarse en el vestíbulo, donde los turistas lo esquivaban con una sonrisa indulgente, creyendo que era el paradigma del irlandés borracho.
– Vamos -le dijo Lisa a Ashling-. Ahora toca aguantar el sermón; luego podremos exigir nuestro regalo.
Ashling comprobó que Lisa tenía razón. Caro, que se encargó de presentar los cosméticos, hablaba de los productos con una seriedad y una poca gracia asombrosas.
– Esta temporada se va a llevar el look reluciente -anunció Caro al tiempo que se aplicaba con suavidad un poco de sombra de ojos en el dorso de la mano.
– Igual que la temporada pasada -la desafió Lisa.
– No, no. La temporada pasada se llevaba el look brillante. -Lo dijo completamente convencida, sin una pizca de ironía.
Lisa le dio un codazo a Ashling y ambas se miraron, conteniendo la risa. Lisa tuvo que admitir que estaba muy bien tener a alguien con quien reírse de aquellas cosas.
– Esta temporada hemos abierto nuevos caminos creando un brillo de labios para la frente del que estamos muy satisfechos… Cualquier imperfección que se detecte en su textura se debe a que, a diferencia de otras marcas de cosméticos, nosotros no utilizamos grasas animales para fabricar nuestros productos. Es el precio que hay que pagar…
Finalmente la encomiable presentación llegó a su fin, y Caro reunió una selección de los cosméticos de la nueva temporada. Todos los productos iban envasados en tarros de grueso cristal marrón, como los tarros de medicinas antiguos, y recogidos en una réplica de maletín de médico.
Caro le dio un maletín a Lisa, pues parecía evidente que ella era la responsable. Pero al ver que Ashling y Lisa no se marchaban, Caro dijo con ansiedad:
– Solo un obsequio por publicación. La filosofía de Source es no fomentar los excesos.
Lisa y Ashling volvieron a contemplarse una a otra como rivales.
– Ya lo sabía -dijo Lisa quitándole importancia, y se marchó de la sala con aire despreocupado, aferrada a la bolsa de cosméticos: la posesión era lo que contaba.
Salió al vestíbulo con paso decidido, sin aminorar la marcha cuando pasó por encima de Dan Heigel, que seguía tumbado en el suelo.
– Qué bragas tan monas -murmuró él.
– Y tú ¿por qué tienes que llevar pantalones? -preguntó un segundo más tarde, cuando Ashling saltó por encima de él.
Cuando Lisa consideró que estaban suficientemente lejos del hotel, aminoró el paso. Ashling la alcanzó y le echó un vistazo, angustiada, a la bolsa de obsequios.
– Depende de lo que haya dentro -dijo Lisa, tajante. Acababa de recordar por qué le gustaba tanto trabajar sola. Si no trabajabas sola, siempre acababas teniendo que compartir algo: maquillaje, elogios… Abrió el maletín de médico y dijo-: Puedes quedarte la sombra de ojos. ¡Eh! ¡Es reluciente!
Pero además de ser reluciente era de un extraño color de barro que a ninguna de las dos les gustó.
– Y también puedes quedarte el brillo para la frente. Yo me quedo la crema para el cuello y el delineador de ojos.
– ¿Y la barra de labios? -preguntó Ashling, anhelante.
La barra de labios era el verdadero premio: era de un marrón claro precioso, con un perfecto acabado mate.
– La barra de labios es para mí -dijo Lisa-. Al fin y al cabo, yo soy la jefa.
«¿Me lo dices o me lo cuentas?», pensó Ashling, resentida.
26
El martes por la noche Ashling fue a su clase de salsa. Como la vez anterior, las mujeres superaban en número a los hombres, y a Ashling le tocó bailar con otra mujer, que le preguntó si iba allí a menudo.
– No, es mi primera clase -le explicó Ashling.
– Ah, bueno. De todos modos, ¿verdad que es genial tener un hobby?
Terminada la clase, Ashling, sudorosa y con las mejillas sonrosadas, se fue corriendo a su casa para ver si había algún mensaje en el contestador, pero en cuanto abrió la puerta vio la luz roja inmóvil. Bueno, todavía quedaba el miércoles: no estaba todo perdido.
Mientras hurgaba en los armarios de la cocina buscando algo para comer, la asaltó la posibilidad de que Marcus hubiera perdido su número de teléfono. Pero no. Se había guardado el papelito en el bolsillo y había dicho que lo guardaría como si fuera un tesoro. Además, era la segunda vez que Ashling le daba su número, lo cual reducía las probabilidades de que Marcus lo perdiera.
Contempló su botín: media bolsa de tortillas mexicanas, un poco blandas; un tarro de aceitunas negras; cuatro Hobnobs, también un poco blandas; una lata abollada de piña; ocho rebanadas de pan duro. No era gran cosa. Mañana tendría que ir al supermercado.
Le apetecía comer algo caliente, así que metió dos rebanadas de pan duro en la tostadora. Mientras esperaba, sintió un arrebato de frustración respecto a Marcus. Por haber abierto un hueco en su vida por donde se había colado la esperanza. Estaba mucho mejor antes de que él empezara a molestarla.
De todos modos, ¿por qué le molestaba? Ahora que lo había visto actuar, la opinión que tenía de él había cambiado. En lugar de ser un hombre al que ni se le ocurriría acercarse, Marcus Valentina era un bien deseable, y Ashling no estaba segura de si ella se lo merecía.
Cuando se estaba comiendo la primera tostada sonó el teléfono, y a Ashling se le disparó la adrenalina. Se limpió las migas y la mantequilla de los labios, cruzó el salón y descolgó el auricular.
– ¿Diga? -dijo intentando disimular la emoción; pero esta desapareció inmediatamente-. Ah, hola, Clodagh.
– ¿Estás en casa?
– ¿A ti qué te parece?
– Lo siento. Lo que quiero decir es si puedo pasar a verte un momento.
Oh, no. El estado de ánimo de Ashling tocó fondo. Aquello no presagiaba nada bueno. Anuló inmediatamente sus planes de telefonear a sus padres, porque la capacidad de aguante no le daba para tanto.
– Sí, claro. Ven cuando quieras -dijo Ashling-. Esta noche no salgo.
– Voy un momento a casa de Ashling -le dijo Clodagh a Dylan, que estaba viendo la televisión en el salón a medio empapelar.
– Ah, ¿sí? -dijo él, sorprendido.
Aquello se apartaba de lo normal, pues Clodagh nunca salía por las noches. A menos que salieran juntos. Pero antes de que pudiera preguntarle nada más, ella ya había cerrado la puerta de un portazo y salía del jardín en su Nissan Micra.
– Necesito hablar contigo -anunció Clodagh en cuanto Ashling le abrió la puerta del piso.
– Ya lo he visto -repuso Ashling en tono sombrío.
– Y necesito que me hagas un favor.
– Haré lo que pueda.
– Oye, ¿sabes que hay un mendigo sentado en el portal de tu casa? -dijo Clodagh, cambiando inesperadamente de tema-. ¡Y me ha saludado!
– Debe de ser Boo -dijo Ashling despreocupadamente-. ¿Uno joven, moreno y risueño?
– Sí, pero… -Clodagh se interrumpió a media frase-. ¿Lo conoces?
– No mucho, pero… bueno, a veces charlamos un poco.
– ¡Pero si seguramente será drogadicto! Podría atracarte con una jeringuilla. ¿No sabías que lo hacen mucho? O entrar en tu piso.
– Boo no es drogadicto.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque me lo ha dicho.
– ¿Y tú te lo crees?
– Claro que sí -respondió Ashling con irritación-. Además, se ve a la legua. Basta con hablar un rato con alguien para saber si es un borracho o un drogadicto.
– Entonces ¿cómo es que vive en la calle?
– Pues no lo sé -admitió Ashling. No le había parecido educado preguntárselo a Boo-. Pero es muy simpático. Muy normal, francamente. Y si bebiera o se drogara, no se lo echaría en cara, porque vivir en la calle ha de ser espantoso.