Clodagh adelantó el labio inferior en gesto de desaprobación y asombro.
– No entiendo cómo puedes ser tan temeraria. Pero ten cuidado, ¿vale? Bueno, necesito hablar contigo. He tomado una decisión.
– ¿De qué se trata?
¿Va a tomar antidepresivos? ¿Va a dejar a Dylan?
– Ha llegado el momento… -Clodagh se sentó en el sofá, se puso cómoda y repitió-: Ha llegado el momento…
– ¿De qué? -le espetó Ashling con nerviosismo.
– … de que vuelva a trabajar.
Aquello no era lo que Ashling se había imaginado. Ella se había preparado para algo mucho peor.
– ¿Cómo? ¿Tú? ¿Que vas a trabajar?
– ¿Por qué no? -dijo Clodagh, poniéndose a la defensiva.
– Sí, claro, por qué no. Pero ¿qué te ha hecho tomar esa decisión?
– Pues mira, llevo tiempo dándole vueltas al asunto. Creo que no es saludable que dedique todas mis energías a mis hijos. -Aunque no quisiera confesarlo, Clodagh sospechaba que de ahí surgían todos aquellos terribles e incómodos sentimientos de insatisfacción-. Necesito salir un poco de casa, relacionarme con adultos…
– Y ¿es de eso de lo único que querías hablar conmigo? -Ashling quería asegurarse.
– ¿De qué otra cosa iba a querer hablar? -replicó Clodagh, sorprendida.
– De nada, de nada. -Le entraron ganas de estrangular a Dylan por haberle causado tanta ansiedad cuando era evidente que lo único que le pasaba a Clodagh era que se moría de aburrimiento-. Y ¿en qué tipo de trabajo has pensado?
– Todavía no lo sé. La verdad es que no me importa. Cualquier cosa… Aunque -añadió, un tanto arrepentida-, sea lo que sea, no me resultará fácil recibir órdenes de otras personas. De otras personas que no sean mis hijos, claro está.
Mientras Ashling recomponía su estado anímico ante aquel inesperado giro de los acontecimientos, Clodagh se quedó pensativa. Había leído infinidad de libros sobre amas de casa que habían montado su propio negocio. Aprovechaban su excepcional habilidad para hacer pasteles para crear una industria pastelera, por ejemplo. O montaban un gimnasio para mujeres. O convertían su afición a la cerámica en una próspera empresa con al menos siete u ocho empleados. Tal como ellas lo contaban, parecía sencillísimo. Los bancos les prestaban el dinero, las cuñadas se ocupaban de sus hijos, los vecinos convertían el garaje en un cuartel general, y todo el mundo colaboraba. Cuando la cafetería se llenaba, todo el mundo iba a echar una mano: los clientes, el cartero, los inocentes transeúntes e incluso alguien con quien la heroína se había peleado recientemente (lo que solía señalar el final de la discusión).
Y, por si fuera poco, aquellas emprendedoras mujeres de ficción siempre acababan ligando.
«Pero tú ya tienes a tu marido…», se recordaba Clodagh.
Sí, pero…
¿Y si ella también montaba su propio negocio? ¿Qué tipo de negocio podía montar?
Ninguno, para ser sinceros. Clodagh dudaba mucho que alguien estuviera dispuesto a pagar por algo que ella hubiera cocinado. De hecho, a Craig y Molly casi tenía que pagarles para que se comieran lo que les ponía en la mesa. No se imaginaba a la gente apoquinando el dinero que tanto les costaba ganar para comerse unos cuantos Petit Filous o un tarro de fideos calentados en el microondas en su restaurante (por mucho que ofreciera un servicio de enfriado gratuito soplando en los platos antes de servirlos, o que a los clientes les estuviera permitido embardurnarse el pelo con las sobras).
En cuanto a los trabajos manuales, prefería parir que hacer cerámica. Y tampoco tenía ni idea de qué había que hacer para montar un gimnasio.
No, todo indicaba que lo más adecuado para que Clodagh se ganara la vida era una vía más tradicional. Y aquí era donde entraba Ashling.
– ¿Podrías redactarme un currículum? -le preguntó Clodagh-. Oye, y no quiero que Dylan lo sepa. Al menos de momento; podría herirle el orgullo. Él tiene muy asumido que es el sostén de la familia, no sé si me entiendes.
Ashling no estaba del todo convencida, pero decidió apoyar a su amiga.
– Vale.¿Qué hobbies quieres que ponga en el currículum? ¿Ala delta? ¿Sadomasoquismo?
– Rafting en aguas rápidas -dijo Clodagh con una risita-. Y sacrificios humanos.
– Y… ¿seguro que estás bien? -Ashling necesitaba que se lo confirmara.
– Sí, ahora sí. Pero la verdad es que últimamente he estado un poco baja de moral. Estaba empezando a preocuparme.
Ashling concluyó que, al fin y al cabo, quizá Dylan no iba del todo mal encaminado. Quizá, verdaderamente, tenía motivos para estar preocupado por su esposa.
– Ahora ya sé qué tengo que hacer -prosiguió Clodagh, muy animada-, y todo se va a arreglar. ¡Oye! -Había recordado algo de repente-. Dylan me ha dicho que vas a quedarte con los niños el sábado por la noche.
Por lo visto, la operación «Animar a Clodagh» seguía en marcha.
– Iremos a cenar a L'Oeuf -explicó Clodagh, encantada-. Hace siglos que no salgo.
– Por cierto, ¿te importaría que Ted viniera conmigo el sábado? -preguntó Ashling con la esperanza de que su amiga se lo prohibiera rotundamente.
– ¿Ted? ¿Ese bajito y moreno? -Clodagh se lo pensó un momento y dijo-: Vale, ¿por qué no? Parece inofensivo.
27
Ashling fue temprano a la oficina para introducir en el ordenador el currículum de Clodagh; luego le pidió a Gerry que lo editara bien bonito. Mientras esperaba a que él lo imprimiera, se sorprendió garabateando las palabras «Ashling Valentina». ¿Te has vuelto loca? Lo mejor sería que trabajara un poco. Pero en lugar de hacer eso hizo otra cosa más desagradable aún: llamó a sus padres. Contestó su padre.
– Hola, papá. Soy Ashling.
– ¡Hola, Ashling! -Parecía muy feliz de oírla-. ¿Cómo te va la vida?
– Muy bien, muy bien. ¿Y vosotros? ¿Estáis todos bien?
– Estupendamente. Dime, ¿cuándo vamos a verte? ¿No puedes venir algún fin de semana?
– Todavía no -dijo Ashling, consumida por los remordimientos-. Es que a veces trabajo los fines de semana.
– Qué lástima. Espero que no te estén explotando. Pero estás contenta con el nuevo empleo, ¿no?
– Sí, sí, muy contenta.
– Espera un momento. Tu madre quiere decirte algo.
– Mira, papá, es que ahora no puedo enrollarme mucho. Estoy en la oficina. Ya os llamaré un día de estos por la noche. Me alegro de que estéis bien.
Colgó; en parte se sentía un poco mejor, y en parte un poco peor. Sentía alivio por haber llamado, porque así no tendría que volver a hacerlo hasta pasadas unas dos semanas; pero también se sentía culpable porque no podía complacer a sus padres. Encendió un cigarrillo y dio una honda calada.
Lisa llegó tarde.
– ¿Dónde estabas? -le preguntó Trix-. Todo el mundo te buscaba.
– Eres mi secretaria personal -contestó Lisa con impaciencia-. Tendrías que saberlo. ¿Por qué no consultas mi agenda?
– Ah, tu agenda. Claro. -Buscó la página correspondiente y leyó en voz alta-: «Entrevista Frieda Kiely». ¿Os habéis enterado, chicos?
– Exacto -dijo Lisa subiendo el tono de voz para que la oyeran todos, y especialmente Mercedes-. Esta mañana he entrevistado a Frieda Kiely en su atelier. Es un encanto. Un verdadero encanto.
En realidad había sido una pesadilla. Una grotesca pesadilla. Antipática, histérica y con unos humos insoportables.
Cuando llegó Lisa, Frieda estaba tumbada en una chaise ion gue, con uno de sus espectaculares vestidos, y con la larga melena gris suelta hasta la cintura. Reposaba sobre montañas de tela, comiéndose un desayuno McDonald's. Pese a que Lisa había confirmado la cita con la secretaria de Frieda aquella misma mañana, Frieda estaba empeñada en que ella no había quedado con nadie.
– Pero si su secretaria…