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– Llevas el pelo precioso -comentó Ashling acariciando la dorada melena de su amiga.

– Gracias. He ido a la peluquería.

Entonces Ashling se acordó de que Clodagh había cambiado el papel pintado del salón y fue a echar un vistazo.

– ¡Ha quedado precioso! -dijo, entusiasmada, volviendo a la cocina-. Parece otro salón. Tienes mucha vista para los colores.

– Puede ser.

A Clodagh ya no le interesaba tanto la decoración del salón. Ahora que había cambiado el papel pintado, había desaparecido la emoción.

De pronto se oyeron unos gritos espantosos procedentes del piso de arriba, y todos miraron al techo. Dylan le estaba aclarando el pelo a Craig.

– Verdaderamente, es como si lo estuvieran quemando vivo -dijo Ashling riendo-. Pobrecillo.

Al cabo de un rato los gritos se transformaron en sollozos histéricos. Clodagh siguió alimentando a Molly por la fuerza.

– Las niñas guapas tienen que comer si quieren crecer y hacerse fuertes. -Clodagh acercó una vez más la cuchara de huevo revuelto a la boca de su hija.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– ¿Porqué?

– Porque sí.

– ¿Por qué?

– ¡Porque lo digo yo, joder! -Clodagh dejó caer la cuchara en el plato, del que saltaron fragmentos amarillos que se esparcieron por la mesa-. Esto es una pérdida de tiempo Voy a arreglarme.

Cuando Clodagh salía de la cocina, Ted miró a Ashling con los ojos muy abiertos, como diciendo «¡Uf!».

– No es bueno descubrir tu debilidad ante los niños -comentó.

Clodagh asomó la cabeza por la puerta y dijo con un tono acusador:

– Yo también lo pensaba. Espera a tener hijos y verás. Tendrás un montón de normas, pero ninguna funcionará.

Ted no había pretendido criticar a Clodagh; solo había hecho aquel comentario por si su idea de que la educación de los niños tenía que combinar amor y mano dura podía ayudarla. Se sintió incomprendido y muy violento. Para colmo, Molly lo señaló con la cuchara y dijo, jactanciosa:

– Mami te odia.

Clodagh subió la escalera zumbando. Ya no podía darse el largo y relajante baño de aromaterapia que tanto le apetecía. Apenas tuvo tiempo para una ducha rápida antes de pintarse un poco. Luego, solemne, se puso el vestidito rosa y blanco que se había comprado el día que salió de tiendas con Ashling. Desde aquel día había permanecido colgado en el armario, y su impecable estado era un recordatorio de que Clodagh no tenía vida social.

Se miró ansiosa en el espejo. Maldita sea, le iba corto. Mucho más corto de lo que recordaba Y por si fuera poco, era transparente. Se puso una enagua negra para mantener el pudor pero solo consiguió parecer ridícula, así que se la quitó Recordó que estaba de moda enseñar la ropa interior. Más que estar de moda, era obligatorio si pretendías ir bien vestida. Su problema era que llevaba demasiado tiempo poniéndose únicamente vaqueros y camisetas. Así que se calzó unas sandalias de tacón, se dijo que estaba fenomenal y apareció en lo alto de la escalera como una estrella de cine haciendo su entrada en escena.

– ¿Cómo estoy?

Todos se apiñaron abajo, mirando hacia arriba. Hubo una pausa de desconcierto.

– Fabulosa -dijo Ashling, aunque con una décima de segundo de retraso.

Ted se quedó boquiabierto, contemplando con admiración cómo las ejercitadas piernas de Clodagh bajaban por la escalera.

– ¿Qué dices, Dylan? -preguntó Clodagh.

– Fabulosa -repitió él.

Clodagh no estaba convencida. Le había parecido detectar una sombra de duda en los ojos de su marido, pero Dylan era demasiado elegante para expresarla. En cambio Craig estaba libre de esas reticencias.

– Mami, ese vestido es demasiado corto y te veo los calzoncillos.

– No, Craig.

– ¡Sí! -insistió el niño.

– ¡No, Craig! -le corrigió Clodagh-. Puedes verme las bragas. Los chicos llevan calzoncillos y las chicas bragas… Menos Joy, la amiga de Ashling -murmuró por lo bajo, con una malicia surgida de no sabía dónde.

Molly, que estaba ocupada embadurnándose las manos con mermelada de moras, era la única a la que parecía no importarle lo que Clodagh llevara puesto.

– Tú también vas muy bien -le dijo Ashling a Dylan.

Y era verdad: el traje suelto azul marino y la camisa color biscuit le sentaban muy bien.

– Eres un tesoro -dijo Dylan con una sonrisa en los labios.

– Mariquita -oyó entonces Ashling, pero fue un susurro tan leve y tan cargado de desprecio que casi creyó habérselo imaginado. Le pareció que procedía de Ted.

– ¿Nos vamos ya? -preguntó Dylan consultando su reloj.

– Espera un momento. -Clodagh estaba anotando números de teléfono a toda velocidad-. Este es el móvil de Dylan -explicó-. Y este es el número del restaurante, por si el móvil no tiene cobertura…

– No creo que haya ningún problema en el centro de Dublín -terció Dylan.

– … y esta es la dirección del restaurante, por si no pudieras localizarnos por teléfono. No volveremos muy tarde.

– Volved tarde, por favor -dijo Ashling.

Clodagh abrazó fuertemente a Molly y Craig y, sin demasiada convicción, les dijo:

– Portaos bien con Ashling.

– Y con Ted -añadió Ted, y miró a Clodagh frunciendo los labios con lo que pretendía fuese una mueca cariñosa.

– Y con Ted -murmuró Clodagh.

Cuando estaban a punto de marcharse, para desearles buena fortuna, Molly le plantó una mano embadurnada de mermelada de moras a Clodagh en el trasero. Desgraciadamente (o quizá afortunadamente), Clodagh no se dio cuenta.

30

En cuanto Clodagh cerró la puerta de la calle, Molly y Craig rompieron a llorar desconsoladamente. Clodagh miró, afligida, a su marido y se volvió con intención de entrar de nuevo en la casa.

– ¡No! -ordenó Dylan.

– Pero si…

– Se callarán dentro de un rato.

Clodagh subió al taxi y se resignó a que la llevaran al centro, aunque se sentía como si la hubieran partido en dos. Maldito amor incondicional, pensó con amargura. Era una carga terrible.

Tenían mesa reservada en L'Oeuf para las siete y media (les habían dado a elegir entre las siete y media y las nueve, y a Clodagh le pareció que las nueve era demasiado tarde. Generalmente a esa hora ya dormía. Le gustaba dormir un poco antes de las cuatro de la madrugada, cuando tenía que levantarse para cantar canciones infantiles a oscuras, durante una hora). Dylan y Clodagh fueron los primeros comensales que llegaron al restaurante. Avanzaron, silenciosos y solemnes, por la sala adornada con columnas griegas, blanca y vacía, y Clodagh se angustió aún más por su vestido, que provocaba miradas de asombro a los empleados con cara de culo. Intentó tirar de él hacia abajo para que pareciera más largo, y corrió a refugiarse en una mesa. Llevaba demasiado tiempo sin salir, y ya no sabía qué era lo que se llevaba. Se sentó, escondió rápidamente los muslos bajo el mantel y pidió un gin-tonic.

Mientras Clodagh leía detenidamente la carta, del tamaño de un periódico, doce o catorce empleados vestidos de blanco y negro esperaban en posición de firmes en diversos puntos de la silenciosa sala. Cuando Clodagh levantó la mirada de la carta, vio que todos habían cambiado de sitio, aunque ni ella ni Dylan los habían visto moverse.

– Esto parece una película de ciencia ficción -susurró Clodagh.

La risa de Dylan resonó en la sala vacía; de pronto Clodagh experimentó una vez más aquella extraña sensación: que no lo conocía. Sin embargo, aquel era el hombre de sus sueños, el hombre que le había hecho temer que moriría si no lo conseguía. Conmovida por el recuerdo de aquel amor tan intenso, Clodagh se quedó muda. Estaba perpleja porque no se le ocurría ni una sola cosa que decirle.

Solo duró un segundo. Luego Clodagh se dio cuenta de que tenía muchas cosas de que hablar con su marido. Pero si es Dylan, por el amor de Dios, se dijo aliviada.