Luego llegó la hora de acostarse, pero conseguir que los niños se metieran en la cama y se quedaran allí resultó una tarea casi imposible.
– Si no dormís, vendrá el coco -los amenazó Ted.
– El coco no existe -replicó Craig con vehemencia-. Me lo ha dicho mamá.
Ted recapacitó. Tenía que haber algo que le diera miedo.
– Está bien. Si no dormís, vendrá Mick Hucknall.
– ¿Quién es ese?
– Ahora te lo enseño. -Ted bajó al salón, cogió el CD de Simply Red y subió corriendo al cuarto de los niños-. Mira, este es Mick Hucknall.
Ashling, que estaba abajo disfrutando de un momento de tranquilidad, miró hacia arriba, asustada, cuando se desató una algarabía de gritos en el piso superior. Poco después apareció Ted, con aire contrito y sospechoso.
– ¿Qué pasa? -le preguntó Ashling.
– Nada.
– Será mejor que vaya a ver.
Ashling se quedó un rato con Craig, intentando calmarlo.
– Pero ¿qué le has dicho? -le preguntó a Ted cuando volvió a bajar-. Está desconsolado.
Dylan y Clodagh llegaron a casa envueltos en ese halo de cariño que hace que los demás se sientan excluidos y faltos de amor. Entraron tambaleándose; Clodagh rodeaba a Dylan por la cintura, y él tenía una mano en el trasero de ella (en el lado no manchado de mermelada de moras).
En cuanto se despidieron de Ashling y Ted, Clodagh le guiñó un ojo a Dylan, señaló la escalera y dijo: «¿Vamos?». Hacía exactamente cuatro semanas que no hacían el amor, pero el alcohol había despertado en Clodagh tanta magnanimidad que habría propuesto una sesión extra aunque no hubiera tocado.
– Voy a apagar las luces y cerrar las puertas -dijo Dylan.
– Date prisa -dijo ella con coquetería, con la tranquilidad que le daba saber que él se tomaría su tiempo.
Hacía mucho que no se entretenían en desnudarse el uno al otro. Clodagh ya estaba desnuda bajo el edredón cuando Dylan entró en el dormitorio; tras un frufrú de licra y algodón que duró treinta segundos, él también se metió desnudo en la cama. Clodagh se tumbó boca arriba, cerró los ojos y se dejó besar durante unos minutos; luego, como siempre, Dylan pasó a sus pezones. Cuando terminó con ellos, hubo una lucha silenciosa y no reconocida, pues aquel era el punto en que Dylan solía deslizarse por el cuerpo de ella para hacerle un cunnilingus, pero Clodagh no lo soportaba. Lo encontraba muy aburrido, y no hacía más que añadir unos minutos más a todo el proceso. Esta vez ganó ella, que consiguió cortarle el paso. Entonces Clodagh pasó directamente a la felación, que duró entre cuatro y cinco minutos; el final era la señal de que Dylan ya podía penetrarla. En ocasiones especiales, como cumpleaños o aniversarios, Clodagh se ponía encima. Pero esta noche no tocaba la versión de lujo, sino la postura estándar del misionero. Se abrazó a Dylan y juntos iniciaron una cómoda danza con la que estaban familiarizados. Clodagh admitió que, una vez puestos, no estaba tan mal. Lo que le fastidiaba era tener que pensar en ello de antemano. Dylan, como de costumbre, esperó a que ella fingiera correrse y luego aceleró el ritmo, moviéndose como si lo estuvieran cronometrando. Ya va siendo hora de que cambiemos esta habitación, pensó Clodagh mientras él empujaba en medio de fuertes gemidos y resuellos. La moqueta no está del todo mal, pero me gustaría pintar las paredes de otro color.
– ¡Dios mío! -exclamó Dylan sujetando a Clodagh por las nalgas y empujando a mayor velocidad aún-. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Automáticamente, Clodagh respondió con un gemido distraído. Eso solía acelerar las cosas. Violeta y crema, quizá. Dylan se contrajo espasmódicamente y se derrumbó con un gruñido. La única diferencia con las últimas veces fue que no los interrumpió ningún niño gritando para meterse también en la cama.
Quince minutos en total, y libres hasta el próximo mes. Clodagh suspiró, satisfecha. Suerte que Dylan no era de esos hombres que se empeñan en hacerte el amor toda la noche. De ser así, se habría suicidado hacía mucho tiempo.
Ted y Ashling recorrieron zumbando las calles oscuras hacia el Cigar Room para tomar algo antes de irse a casa. Cuando desmontaron de la bicicleta, Ted se dio una palmada en la frente con un gesto que parecía ensayado.
– ¡Ostras! -exclamó con un enojo al que le faltaba convicción-. Me he dejado la chaqueta en casa de Clodagh. Tendré que llamarla un día de estos para ir a recogerla.
En una casa de una esquina inhóspita frente al mar, en Ringsend, Jack y Mai daban fin al polvo de la reconciliación. Jack había sorprendido a Mai presentándose en su piso y disculpándose por no haberla recibido con el cariño que ella esperaba el día anterior en la oficina. Luego se la llevó a su casa, donde después de darle de comer y beber, la llevó a la cama.
Jack estaba tan sorprendentemente cariñoso que mientras hacían el amor ella no fingió que miraba el reloj, como solía hacer. En un par de ocasiones, últimamente, Mai había utilizado incluso el mando a distancia para encender el televisor mientras le daban duro. Jack se había puesto furioso. «Es más interesante que lo que me haces tú», se justificó ella, aunque no era verdad. Pero así Jack se sentía inseguro, y ella dominaba la situación.
Después del polvo, se quedaron un rato tumbados en silencio, hasta que Jack dijo:
– Eres maravillosa.
– Ah, ¿sí? -Mai se apoyó en el codo y le lanzó una sonrisa maliciosa y provocativa-. Solo que tengo un gusto espantoso para los hombres, ¿no? -Se preparó para la réplica hiriente de Jack, pero él se limitó a enroscar los dedos en la larga melena de su novia-. ¿Estás bien? -le preguntó, sorprendida.
– Increíblemente bien. ¿Por qué?
– Por nada.
Mai estaba desconcertada. ¿Qué hacía Jack que no se ponía sarcástico?
– Mañana por la tarde voy a ir a ver a mis padres -comentó él.
Mai puso los ojos en blanco.
– ¡Fantástico! Y a mí ¿qué? Que me zurzan, ¿no?
Aquella era una de sus peleas favoritas: el escaso tiempo que Jack le dedicaba a Mai. Pero él interrumpió su perorata diciendo:
– ¿Quieres venir conmigo?
– ¿Adónde? -Mai no entendía nada-. ¿A conocer a tus padres?
Jack asintió con la cabeza, y ella protestó:
– Pero ¿qué voy a ponerme? Antes tendría que pasar por casa para cambiarme.
– No te preocupes.
Mai lo miró de soslayo. Aquello era muy raro. ¿No sería que todos sus juegos y manipulaciones habían surtido efecto? ¿No sería que finalmente había conseguido hacer con Jack lo que ella quería?
31
En cuanto despertó el domingo por la mañana, Lisa deseó no haberlo hecho. El silencio que había detrás de la ventana de su dormitorio tenía algo que indicaba que era muy, muy temprano. Y a ella le habría gustado que fuera muy tarde. Pasado el mediodía, a ser posible. O, puestos a pedir, que fuera el día siguiente.
Se quedó quieta y atenta por si oía a alguna madre gritando, a algunos niños peleándose o arrancándole la cabeza a una Barbie, cualquier evidencia de que al otro lado de las paredes el mundo seguía en movimiento. Pero aparte de una bandada de pájaros que habían acampado en su jardín y que piaban y gorjeaban alegremente como si les hubiera tocado la lotería, no oyó nada.
Cuando ya no pudo soportar más aquella incertidumbre, rodó sobre las arrugadas sábanas y miró con recelo el despertador. Las siete y media. De la mañana.
El fin de semana con puente se estaba haciendo eterno. Agravado, sin duda, por el hecho de que Lisa estaba completamente sola.
No se había imaginado que tendría que pasarlo así. Durante la semana había dado por hecho que Ashling la invitaría a tomar algo, o a alguna fiesta, o a conocer a la chiflada de Joy, o a Ted, o algo. La verdad era que Ashling se pasaba la vida invitándola a sitios. Pero el viernes por la tarde salió de la oficina un poco acelerada por el champán, y hasta que llegó a casa y se serenó un poco no se dio cuenta de que Ashling no la había invitado a nada. La muy fresca. Llevaba días proponiéndole cosas que no le interesaban, y cuando Lisa necesitaba una invitación, no se la hacía.