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Sin embargo, cuando Lisa le dio las dimensiones y señaló los listones de madera que quería, la cara del empleado palideció.

– ¿2,75 metros de alto? -dijo, asustado-. ¿Y 4,25 de ancho?

– Exacto -confirmó Lisa.

– Pero… ¡señora! -protestó-. ¡Eso le va a costar una fortuna!

– No importa.

– Oiga, pero… ¿se ha parado usted a pensar cuánto le va a costar eso?

– Dígamelo usted.

El empleado realizó rápidamente una serie de cálculos en un trozo de papel de embalar, y luego sacudió la cabeza, apabullado.

– ¿Cuánto?

El hombre no quería decírselo. Fuera lo que fuese, él había decidido que era demasiado.

– Un momento, estoy pensando. ¿Y si eligiera un material más barato? -propuso paseando su mirada de experto por los estantes-. Olvídese de la madera. Podríamos hacerlas de plástico. ¿Qué le parece? O de lona.

– No, gracias. Las quiero de madera.

– O podría llevarse unas ya hechas -sugirió, cambiando de táctica-. Ya sé que quizá no serían del tamaño exacto, y que el material no luciría tanto, pero le saldrían muchísimo más baratas. Venga conmigo, se las enseñaré. -La cogió de la mano y se la llevó a rastras a examinar unas espantosas persianas de oficina.

Lisa se soltó y dijo:

– ¡Esto no es lo que quiero! ¡Yo quiero unas persianas de madera, y le aseguro que puedo pagarlas!

– Le ruego me disculpe -dijo el hombre con humildad-. Es que no quería que se gastara tanto dinero, pero si está segura…

Lisa suspiró, exasperada. Maldito país.

– He ahorrado un poco -decidió tranquilizar al empleado-. No me importa que resulten caras.

– ¿Ha ahorrado un poco? -De pronto el empleado se recuperó-. Entonces es otra cosa.

Mientras Lisa le daba los detalles, su irritación se fue desvaneciendo. Y cuando el empleado se le acercó para decirle al oído que opinaba que los precios de la tienda eran desorbitados, y que su mujer y él siempre esperaban a las rebajas, Lisa casi se conmovió. «Me está pasando algo -pensó de pronto-. Esto ya es oficiaclass="underline" estoy perdiendo los papeles. Mira que sentirme conmovida por un vendedor que se niega a venderme lo que busco.»

Cuando llegó a casa no eran más de las seis. Como no se le ocurría nada mejor que hacer, Lisa llamó a su madre y le dio su número de teléfono nuevo. Aunque en realidad no sabía por qué se molestaba en hacerlo, pues su madre no la llamaba jamás: le preocupaba demasiado la factura del teléfono. Aunque hubiera alguna desgracia, como que su padre se muriera, por ejemplo, seguramente su madre esperaría a que Lisa la llamara.

Tras las indagaciones habituales acerca de la salud de madre e hija, Pauline le dio una buena noticia:

– Tu padre dice que esa especie de boda que celebrasteis no debe de tener validez aquí, y que lo más probable es que no haga falta que tramitéis el divorcio.

La palabra «divorcio» impactó a Lisa. Era una palabra tan dura, tan definitiva. Sin embargo se recuperó rápidamente para replicar con insolencia:

– Me temo que te equivocas.

Pauline soportó con resignación aquella censura. Claro que se equivocaba. Cuando se trataba de Lisa, siempre se equivocaba.

– Oliver registró la boda en cuanto volvimos.

– Ah, entonces nada.

– Exacto. Nada.

Después hubo un silencio, y sin darse cuenta Lisa se puso a recordar la mañana de aquel viernes en que Oliver y ella habían decidido viajar a Las Vegas y casarse, convencidos de que eran un par de jóvenes modernos capaces de comerse el mundo.

– No encontraremos billetes -dijo Oliver, entusiasmado con la idea.

– Claro que sí. -Lisa tenía la seguridad de quien siempre consigue lo que se propone.

Y encontraron billetes, por supuesto: en aquella época el mundo todavía trabajaba para Lisa. Aquella misma noche, emocionados y asustados de lo que estaban haciendo, viajaron a Las Vegas. Y una vez allí, trastornados por el jet lag y por el impresionante azul del cielo del desierto, comprobaron que casarse era terriblemente fácil.

– ¿Lo hacemos? -dijo Lisa riendo; estaba perdiendo el valor.

– Para eso hemos venido aquí.

– Ya lo sé, pero… es un poco extremista, ¿no?

La mirada exasperada de Oliver colisionó con la suya. Lisa conocía muy bien aquella mirada: con Oliver era mejor no empezar las cosas que no pensaras terminar.

– ¡Pues vamos! -La emoción y el terror dieron a su risa un tono estridente.

Hicieron su promesa de matrimonio en la Capilla del Amor, abierta las veinticuatro horas, y los testigos fueron un individuo que se parecía a Elvis Presley y una camarera de un Starbucks. La novia vestía de negro.

– ¡Estamos casados! -Lisa iba muriéndose de risa mientras los hacían salir para que pudiera pasar otra pareja de novios-. Es increíble.

– Te quiero, nena -dijo Oliver.

– Yo también te quiero.

Y era verdad. Pero sobre todo se moría de ganas de volver a Londres para que todo el mundo envidiara el esnobismo de su boda. Las ceremonias en las playas de Santa Lucía no podían compararse con lo que habían hecho ellos. ¡Lo suyo era el no va más! Estaba deseando que llegara el lunes para ir a la oficina y que alguien le preguntara: «¿Has hecho algo este fin de semana?». A lo que ella contestaría con tono indiferente: «He ido a Las Vegas y me he casado».

– En ese caso, tendrás que buscarte un buen abogado. -La voz de Pauline la devolvió al presente-. Asegúrate de que te quedas con lo que te corresponde.

– Sí, mamá -dijo Lisa con enojo.

En realidad no tenía ni idea de qué implicaba el divorcio. Para ser una persona pragmática y dinámica, había adoptado una actitud inusitadamente pasiva respecto al fin de su matrimonio. Quizá su madre tenía razón y necesitaba un abogado.

Pero después de colgar no podía dejar de pensar en Oliver. Unos molestos sentimientos afloraban a la superficie, como ampollas, y de pronto, en una especie de arrebato de locura, Lisa estuvo a punto de telefonearle. La idea de oír su voz, de hacer las paces con él, la embargó de esperanza.

No era la primera vez que sentía el impulso de llamarlo, pero esta vez era un impulso casi irrefrenable, y solo pudo reprimirlo recordándose que había sido él quien la había dejado, aunque hubiera sido con el pretexto de que ella no le dejaba alternativa.

Se apartó del teléfono, pero para ello tuvo que hacer un esfuerzo casi físico. El corazón le latía con violencia de pensar en lo que le estaba siendo vedado. Hacía solo unos segundos, la reconciliación parecía posible, y el bajón que siguió a la subida le produjo un ligero mareo. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas y se propuso olvidar a Oliver. Había que pensar en el futuro. Había que pensar en Jack. Pero Jack debía de estar follando como un loco con Mai, aquella descarada.

Ostras, qué ganas tenía de pegar un polvo…, con Jack. O con Oliver. Con cualquiera de los dos. O con ambos… Apareció en su mente una imagen del robusto cuerpo de Oliver, que parecía labrado en ébano, y aquel recuerdo la hizo gemir.

Volvió a consultar su reloj. Las siete y media. ¿Qué podía hacer para que el tiempo pasara más deprisa?

Entonces sonó el timbre, y le dio un vuelco el corazón. ¡Quizá fuera una de las visitas imprevistas de Jack! Se miró en el espejo para ver si estaba presentable y se apresuró a limpiarse un poco de rímel de debajo de los ojos. Se alisó el cabello y corrió a abrir la puerta.

Plantado en el umbral había un chiquillo con una camiseta del Manchester United; llevaba la cabeza afeitada pero con flequillo. Todos los niños del barrio llevaban un corte de pelo parecido.

– ¿Qué tal, Lisa? -le preguntó casi gritando. Se apoyó con desenvoltura en la jamba de la puerta y añadió-: ¿Qué haces? ¿Vienes a jugar?

– ¿A jugar?

– Necesitamos un árbitro.

Detrás de él aparecieron otros niños.

– ¡Sí, Lisa! -gritaron-. ¡Ven a jugar!

Sabía que era absurdo, pero no pudo evitar sentirse halagada. Era agradable sentirse deseada. Apartando de su mente recuerdos de otros puentes en que había ido en helicóptero a Champneys, había viajado a Niza en primera clase o se había hospedado en un hotel de cinco estrellas en Cornualles, Lisa cogió una chaqueta y pasó el resto del domingo sentada en las escaleras de la puerta de su casa, llevando la cuenta de los tantos mientras los niños del barrio jugaban a una versión muy agresiva de tenis.