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– La puerta estaba abierta… No sabía que… -Entonces se recompuso y añadió-: Espero que seáis muy felices.

Ashling y Joy se miraron y prorrumpieron en carcajadas, hasta que Ashling se compadeció de él y se lo explicó todo.

Ted vio las cartas del tarot encima de la mesa y se apresuró a coger una.

– El ocho de bastos, Ashling. ¿Qué significa?

– Éxito en los negocios -contestó Ashling-. Esta noche vas a triunfar con tu número.

– Sí, pero ¿qué me dices de las chicas?

Ted se había hecho cómico de micrófono con un único propósito: ligar. Había visto cómo las mujeres se echaban en brazos de los humoristas que actuaban en los locales de Dublín, y creía que tenía más posibilidades de ligar así que acudiendo a una agencia matrimonial. Aunque jamás se le habría ocurrido acudir a una agencia matrimonial de verdad. La única que utilizaba era la agencia Ashling Kennedy: Ashling siempre intentaba encontrarles novio a sus amigas solteras. Pero la única amiga de Ashling que a Ted le había gustado era Clodagh, y desgraciadamente ella no estaba disponible.

– Coge otra carta -le propuso Ashling.

Ted eligió el Ahorcado.

– Va a ser una gran noche, te lo aseguro -le prometió Ashling.

– ¡Pero si es el Ahorcado!

– No importa.

Ashling sabía que cuando pones a un hombre sobre un escenario, por feo que sea (tanto si rasguea una guitarra, se pasea encorvado con jubón y calzas moradas, o comenta que puedes esperar el autobús durante horas, y que luego llegan tres a la vez), puedes estar seguro de que las mujeres lo encontrarán atractivo. Aunque se trate de una polvorienta y desvencijada tarima en una habitación minúscula, asume inmediatamente un glamour extraño y seductor.

– He decidido cambiar mi número e introducir una nota surrealista. Voy a hablar de búhos.

– ¿Búhos?

– Los ha utilizado mucha gente -dijo Ted poniéndose a la defensiva-. Y si no, mira a Harry Hill, o a Kevin McAleer.

Dios mío, pensó Ashling, desalentada.

– Venga, vámonos ya.

Cuando salíañ del piso hubo un pequeño choque en el vestíbulo, porque los tres querían frotar el Buda de la suerte.

La función se celebraba en un club abarrotado y bullicioso. A Ted le correspondía actuar hacia la mitad del programa, y aunque antes que él lo hicieron otros cómicos consagrados, muy ingeniosos, Ashling no consiguió relajarse y disfrutar con sus chistes. Estaba demasiado preocupada por cómo le iba a ir a Ted.

Y no en vano, a juzgar por cómo le estaba yendo al otro cómico que se estrenaba aquel día. Era un chico de aspecto extraño, velludo, cuyo número consistía casi únicamente en imitar a Beavis y Butthead. El público fue implacable con él. Al oír los abucheos y gritos de «¡Basta, eres un desastret», Ashling sufría enormemente por Ted.

Entonces le llegó el turno a Ted. Ashling y Joy se dieron la mano, como unos padres orgullosos pero justificadamente nerviosos. Pasados unos segundos, tenían las palmas tan sudadas que tuvieron que soltarse.

Bajo el único foco del escenario, Ted ofrecía un aspecto frágil y vulnerable.

Se frotó la barriga, distraído, levantándose la camiseta y mostrando brevemente la cintura de sus calzoncillos Calvin Klein y el oscuro vello que cubría su vientre. A Ashling le gustó aquel detalle: quizá interesara a las chicas.

– Un búho entra en un bar -empezó Ted. El público lo miraba expectante-. Pide un vaso de leche, una bolsa de patatas y un paquete de cigarrillos. Y el camarero mira a su amigo y dice: «Mira, un búho que habla».

Hubo un par de risitas desconcertadas, pero por lo demás seguía reinando un silencio expectante. La gente todavía estaba esperando el remate del chiste.

Nervioso, Ted empezó un nuevo gag.

– Mi búho no tiene nariz -anunció.

Más silencio. Ashling estaba a punto de hacerse marcas en las manos, tan tensa se sentía.

– Mi búho no tiene nariz -repitió Ted, desesperado.

Entonces Ashling lo entendió.

– ¿Cómo huele? -preguntó con voz trémula.

– ¡Fatal!

La atmósfera estaba impregnada de perplejidad. Varias personas miraron a sus acompañantes, poniendo cara de no entender nada.

Ted no se arredró.

– El otro día me encontré a un amigo y me preguntó: «¿Quién era aquella mujer con la que te vi paseando por Grafton Street?». Yo le contesté: «¡No era ninguna mujer, era mi búho!».

Y de pronto lo captaron. Al principio las risas eran discretas, pero empezaron a alargarse y hacerse más sonoras, hasta que el público acabó desternillándose.

Ashling oyó a alguien detrás de ella que decía: «Este tipo es divertidísimo. Está completamente chiflado».

– ¿Alguien podría decirme una cosa amarilla y muy sabia? -preguntó Ted con una sonrisa.

Tenía al público en el bolsillo: la gente contenía la respiración, a la espera del siguiente chiste. Ted recorrió la sala con la mirada, sin dejar de sonreír, y dijo:

– ¡Unas natillas llenas de búhos!

El techo estuvo a punto de derrumbarse.

– ¿Alguien podría decirme una cosa gris y con una maleta?

Una pausa vertiginosa.

– Un búho que se va de vacaciones. Un búho gris, evidentemente.

Volvieron a temblar las vigas.

– Estás buscando personal. -Ted estaba de buena racha, y el público se lo estaba pasando en grande-. Entrevistas a tres hembras de búho y les preguntas cuál es la capital de Roma. La primera dice que no lo sabe, la segunda dice que es Italia, y la tercera dice que Roma es una capital. ¿A qué búho le das el empleo?

– ¡A la que tenga las tetas más grandes! -gritó alguien desde el fondo, y una vez más sonaron risas y aplausos, que llenaron la sala como una bandada de pájaros. Los cómicos más veteranos, que habían dejado actuar a Ted para hacerle un favor y para que dejara de darles la lata, se miraron con nerviosismo.

– Hazlo bajar -murmuró Bicycle Billy-. Es un gilipollas.

– Tengo que marcharme -dijo Ted a la audiencia, lamentándolo mucho, al ver que Mark Dignan se cortaba el cuello con el índice.

– ¡Oooooooh! -protestó la gente.

– ¡Hemos creado un monstruo! -le susurró Bicycle Billy a Archie Archer (cuyo verdadero nombre era Brian O'Toole).

– Gracias por vuestros aplausos -dijo Ted guiñando un ojo-. ¡Sois unos búhos estupendos!

Entre gritos y silbidos histéricos, golpes con el pie y una ovación atronadora, Ted bajó del escenario.

Más tarde, cuando la gente salía del local, Ashling oyó a muchos hablar de Ted.

– «¿Alguien podría decirme una cosa amarilla y muy sabia?» Creí que me iba a morir de risa.

– Ese Ted es fantástico. Y muy atractivo.

– Me ha gustado mucho cómo se ha levantado la.

– … camisa. Sí, a mí también.

– ¿Crees que tendrá novia?

– Seguro.

La fiesta se celebraba en un edificio moderno situado junto a los muelles. Como el piso era de Mark Dingan, y como muchos invitados también eran humoristas, Ashling se había imaginado que se pasaría toda la noche riendo. Pero aunque el salón estaba abarrotado y había mucho ruido, reinaba una extraña atmósfera de melancolía.

– Lo hacen para que nadie les robe los chistes ni las ideas -explicó Joy, que era una veterana de aquellas reuniones-. Si no hay un público que paga, esos tipos no sueltan prenda. Pero bueno, ¿dónde está mi hombre?

Joy inició una ronda en busca del Hombre Tejón, y Ashling se sirvió una copa de vino en la cocina, donde Bicycle Billy estaba liando un porro. Como era bajito y con una constitución de gnomo, Ashling no tuvo reparos en sonreírle y decir:

– Esta noche has estado genial. De verdad debe de encantarte tu trabajo.

– No creas -repuso él, irascible-. Estoy escribiendo una novela. Eso es lo que me gusta de verdad.

– Qué bien -dijo Ashling con amabilidad.

– No, no creas -se apresuró a corregirla Billy-. Es muy verídica, muy deprimente. Muy cruda. ¿Dónde he metido mi encendedor?

– Toma. -Ashling encendió una cerilla y se la ofreció a Billy, pues le pareció que la necesitaba.

Atisbando entre el gentío que llenaba el salón, Ashling vio a Ted entronizado en una butaca, mientras una ordenada fila de chicas curiosas avanzaban hacia él para exponerle sus casos. Junto a una ventana que daba a las negras aguas del Liffey había un individuo con aire meditabundo, con un grueso mechón blanco en medio de la larga y negra mata de pelo. «Ajá -pensó Ashling-. El misterioso Mitad Hombre-Mitad Tejón.» Joy estaba por allí cerca, ignorándolo intensamente.

Dadas las circunstancias, Ashling decidió dejar en paz a su vecina. Se quedó por allí, bebiéndose el vino, y vio a Mark Dignan. Como medía más de dos metros y tenía los ojos más saltones que ella había visto jamás en alguien que no fuera un ahorcado, tampoco tuvo reparos en charlar un rato con él.

Pero Mark rechazó las alabanzas de Ashling por su número con un brusco ademán.

– Solo lo hago para ir tirando hasta que se publique mi novela.

– Ah, tú también estás escribiendo una novela. Y… ¿de qué trata?

– Trata de un hombre que ve el mundo en toda su podredumbre. -Los ojos se le desorbitaron aún más. «Un poco más y se le caerían en la moqueta», pensó Ashling, angustiada-. Es muy deprimente -se jactó Mark-. Increíblemente deprimente. El tipo odia la vida más que la propia vida.

Mark se dio cuenta de que había dicho algo vagamente ingenioso, y echó un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído.

– Bueno, te deseo mucha suerte.

Capullo de mierda.

Ashling se alejó, y entonces la acorraló un individuo entusiasta de ojos centelleantes que insistió en que Ted era un cómico anarquista, un deconstructivo irónico posmodernista del género.

– Coge un gag elemental y lo subvierte por completo, cuestionando nuestras expectativas de lo gracioso. Oye, ¿quieres bailar?

– ¿Cómo? ¿Aquí? -La pregunta la desconcertó. Hacía mucho tiempo que un tipo raro no la invitaba a bailar. Y menos aún en el salón de una casa. Aunque ahora que se fijaba, había varias personas (todas chicas, por supuesto) meneándose al ritmo de una canción de Fat Boy Slim-. No, gracias -se excusó-. Es demasiado temprano y todavía me siento inhibida.

– Vale, ya te lo volveré a pedir dentro de una hora.

– ¡Estupendo! -exclamó ella con sorna, ante la mirada de ansiosa expectación de él.

En una hora no tendría tiempo de emborracharse lo suficiente. Bien mirado, no tendría tiempo ni en toda una vida.

Al cabo de un rato vio a Joy besando al Hombre Tejón, lo cual le produjo una gran alegría.

Se quedó un rato más dando vueltas por allí. Aunque era una fiesta bastante cutre, le sorprendió comprobar que se sentía a gusto envuelta de gente, aunque sin hablar con nadie en particular. Aquella sensación de satisfacción era insólita: Ashling casi nunca se sentía a gusto. Aunque se sintiera muy realizada, siempre había un vacío en su interior. Como aquel punto diminuto, aquel agujerito que quedaba en el negro de la pantalla cuando apagabas el televisor antes de acostarte.

Esta noche, en cambio, estaba tranquila y reposada, y pese a estar sola, no se sentía sola. Aunque los únicos hombres que se le habían acercado no eran su tipo, no se sintió fracasada cuando decidió irse a casa.

En la puerta volvió a encontrarse a Don Entusiasmo.

– ¿Ya te vas? Espera un momento. -Anotó algo en un trozo de papel y se lo dio.

Ashling esperó a estar fuera para desdoblar el papelito. Aquel individuo había anotado un nombre (Marcus Valentina), un número de teléfono y la instrucción Llamez-moi!

Ashling no se había reído tanto en toda la noche.

Tardó diez minutos en llegar a su casa; al menos había dejado de llover. Cuando llegó al edificio, vio a un hombre dormido en el portal.

Era el mismo que había visto allí el otro día, solo que era más joven de lo que Ashling había imaginado. Era delgado, estaba muy pálido y se aferraba con fuerza a su gruesa y mugrienta manta naranja. Parecía un chiquillo.

Ashling revolvió en su bolso, sacó una libra y la dejó sin decir nada junto a la cabeza del chico. Pero ¿y si se la roban?, pensó, así que la puso debajo de la manta. Luego, pasando por encima de él, entró en el edificio.

Al cerrarse la puerta detrás de ella, Ashling oyó «Gracias», aunque fue un susurro tan débil que no estuvo segura de si se lo había imaginado.