Caminando por el vestíbulo, le asaltó un fuerte olor a pino, disolvente, cera y detergente. El suelo de madera brillaba, lo acababan de limpiar y encerar.
– ¿Papá? -dijo Miranda, recorriendo con los dedos la baranda de la escalera que llevaba a los tres pisos superiores. Anteriormente, en el último tramo de las escaleras, había esculpido un elegante salmón de madera, pero el pez, junto a todas las demás criaturas de la baranda, se había arrancado hacía años. Ahora, sólo quedaban las marcas de los cortes.
– De nuevo aquí.
Con el mero sonido de su voz Miranda sintió presión en el pecho. Durante los primeros dieciocho años de su vida había tenido como misión agradar a su padre. Demostrarle que era tan buena como cualquier hijo que hubiera tenido. Dutch nunca se había molestado en esconder el hecho de que él siempre había querido tener hijos. Fuertes y robustos hijos que algún día se hicieran cargo de su negocio. Miranda había intentado llenar el hueco que había dejado la falta de hijos varones. Por supuesto, todos sus intentos no habían sido más que una pérdida de tiempo.
Con los dedos apretados junto a la tira del bolso, Miranda se dirigió, a través del pasillo, a la sala principal, situada en la parte trasera de la casa. Se trataba de una estancia con el techo a la altura de tres plantas, y una pared hecha con un ventanal de cristal que dejaba ver las apacibles aguas del lago.
Su padre estaba sentado en su sillón preferido, un sillón reclinable de cuero situado estratégicamente cerca de la agradable chimenea. Llevaba traje y corbata, una camisa blanca recién estrenada y zapatos elegantes y relucientes. Al verla entrar, no se molestó ni en levantarse. Lo único que hizo fue mover su vaso y permanecer reclinado. Sobre la mesa que había junto al sillón había un periódico abierto, y los muebles, que durante tanto tiempo habían permanecido tapados, se encontraban ahora al descubierto. Incluso el gran piano, en el cual Miranda había tomado lecciones durante años, estaba situado en una esquina. Parecía estar listo para que algunas manos talentosas flotaran sobre las teclas y de nuevo llenaran de música aquella antigua casa.
– Miranda -la voz de Dutch era ruda y parecía quebrarse-. Eres igual que…
– Lo sé, lo sé -forzó una sonrisa-. Me parezco cada día más a mamá.
– Ella era, todavía lo es, imagino, una mujer preciosa.
– ¿Debería tomarme eso como un cumplido? -le preguntó, mientras que se preguntaba a sí misma qué era lo que su padre quería después de tantos años, durante los cuales el contacto con él había sido esporádico.
– Sí.
Dutch tenía los ojos serios, pero le chispeaban un poco. Le acercó una silla, y la orientó de cara a él.
– Siempre fuiste la más puntual. Sírvete alguna bebida y siéntate.
Miranda aún no se encontraba cómoda.
– ¿La más puntual? -Colocó el abrigo detrás del sillón y preguntó-: ¿De qué va todo esto?
Se cruzó de brazos, esperando parecer fría y profesional, no una niña perdida de doce años que había escuchado por casualidad las discusiones de sus padres. Se preguntaba por qué su padre le hacía perder la confianza en sí misma, algo que ni los jueces severos, ni los grasientos abogados de defensa, ni los criminales reincidentes habían conseguido nunca. Durante la mayor parte de su vida, Miranda había intentado agradar a su padre sin éxito. Hasta hacía poco tiempo no había dejado de intentar romperse la cabeza buscando la manera de agradarle. Finalmente se había conformado con la relación que tenían y dejó de preocuparse por ello. Le importaba un bledo si su padre aprobaba lo que hacía.
Sin embargo, había acudido a su llamada corriendo. Y estaba nerviosa.
– Necesito hablar con vosotras, chicas.
– ¿Chicas? ¿En plural? -levantó una ceja. Aquello era una nueva noticia. Una inquietantes noticia.
– Claire y Tessa llegarán dentro de poco.
– ¿Por qué? ¿Qué sucede?
Un ápice de culpa penetró en su cerebro. ¿Y si su padre estaba a punto de morir? ¿Y si se estaba debatiendo entre la vida y la muerte? Pero cuando miraba a aquel robusto hombre en el sofá reclinable desechaba aquella idea. Tenía la cara morena, los ojos azul claro como el cielo en el mes de junio, y miraba por encima de las gafas colocadas en la punta de la nariz. Su pelo era grueso y áspero, ya no marrón, sino más bien gris y con claros en las sienes. Aparte de algunas molestias en la cintura, parecía tener tan buena salud como siempre, y seguía pareciendo poco de fiar.
Sonaron dos motores de coche a la vez. Los neumáticos rodaban por la vieja gravilla. La puerta se cerró de un portazo.
Dutch sonrió sin separar los labios.
– Tus hermanas.
Tenía razón. A la vez que el sonido de pisadas y murmullos, las dos hermanas de Miranda entraron en la casa y, poco después, al comedor. Claire, alta y delgada, con el pelo marrón rojizo recogido, vaqueros y suéter de algodón, parecía nerviosa y había perdido peso. Tessa, la más joven y desde siempre la más atrevida, lucía una sonrisa de engreída. Llevaba el pelo revuelto y despuntado, de color rubio platino. Vestía un atuendo largo transparente, de color morado, a través del cual se le transparentaban las piernas a la luz. Calzaba unas botas decoradas con adornos que le llegaban hasta las pantorrillas. En el antebrazo derecho llevaba un tatuaje permanente con la forma de un alambre de espino. En una oreja llevaba una docena de pendientes.
– ¡Randa! -La sonrisa de Claire reflejó un gran alivio.
Tessa se mostró más cautelosa.
Claire abrazó a su hermana y le susurró al oído:
– ¿Qué pasa?
– Ni idea -le contestó Miranda.
Claire, nerviosa hasta el punto de que no había podido comer nada, se frotó las manos debido al frío. Los últimos días habían sido una tortura. Se preguntaba por Sean y Samantha, alojados en una pequeña habitación de motel, en una ciudad incluso más pequeña que la que habían dejado en Colorado. Preocupada, miró el reloj y pidió a Dios que fuera lo que fuera lo que Dutch tenía pensado, no durase mucho tiempo.
– ¿Cómo están los niños? -preguntó Randa, mientras Tessa se paseaba por la habitación.
«Ojalá lo supiera.»
– Todo lo bien que es de esperar, considerando lo que están pasando. -Claire nunca había sido mentirosa-. A decir verdad, fatal. Paul se lió…
– Todo saldrá bien -dijo Miranda.
Así era Randa. Siempre haciéndose cargo. Siempre fría. Siempre calmando las aguas turbias.
– Eso espero. -Claire se retiró el pelo de la cara-. A Sean no le entusiasma la idea de mudarse, por sus amigos.
Tessa resopló.
– Lo superará. Yo lo hice.
– ¿Lo hiciste? -Dutch echó hacia delante el sofá reclinable y se puso en pie. No hizo mucho más aparte de tocar a sus hijas con un dedo. Nunca habían sido una familia expresiva. Las chicas no habían abrazado o besado a su padre en la mejilla durante más de una década-. Ahora que estáis todas aquí, podemos ir al grano -dijo, haciendo un gesto mientras se acercaba a un carrito cargado de botellas sin abrir-. Si tenéis sed, el bar está lleno, y hay una bandeja en la cocina con fruta, queso, salmón ahumado, galletas saladas y todas esas tonterías.
Nadie dio un paso hacia las puertas que llevaban al exterior de la habitación.
– Este lugar me da escalofríos -expresó Tessa, observando las paredes desnudas.
Las obras de su madre, que tiempo atrás decoraban la casa, habían desaparecido. Y las cabezas de bestias salvajes, como pumas, búfalos, antílopes, lobos y osos, que con tanto orgullo se exponían en el pasado, se debían haber vendido o llevado al ático. Se acabaron los animales con ojos de cristal colgados de aquellas paredes.
La impaciencia empañó la expresión de Dutch.
– ¿La casa te da escalofríos? -gruñó-. Por Dios, Tessa, te criaste aquí.
– No me lo recuerdes -se dejó caer en el sofá, colocó un enorme bolso de piel en su regazo, y buscó dentro una cajetilla de cigarrillos.