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– E interrogaste a la recepcionista.

– Sólo le hice algunas preguntas.

– Debbie habla demasiado -replicó Miranda, desahogándose de su enfado. No sabía por quién empezar. Empezó con Denver Styles y sintió la arrolladora necesidad de decirle a su padre que utilizara su cabezota y no tocase más aquel tema. En cuanto a Debbie… bueno, Debbie, la pobre no podía evitarlo. Los chismorreos y los coqueteos estaban demasiado arraigados en su personalidad. Nunca cambiaría. Pero ¿y Kane Moran? ¿Por qué había decidido ir allí a remover todo aquello?

– Randa -la voz de su padre sonaba cargada de reproches implícitos. Miranda sabía bien lo que iba a decirle, como siempre-, sé que estás disgustada, es de esperar, pero es importante que sepa a qué me tengo que atener. Mucha gente cuenta conmigo. Han donado miles de dólares para mi campaña. No puedo abandonar incluso aunque me salpique algún escándalo.

– Abandona, Dutch -le sugirió ella, a la vez que descolgaba el abrigo del respaldo del sillón-. Los dos sabemos que los Holland tenemos demasiados secretos de familia. Es imposible que permanezcan ocultos para siempre. Tarde o temprano los secretos se convertirán en escándalos.

– Tal vez, pero todo lo sucedido, al pasar los años, se vuelve menos desagradable. Escarceos por aquí, malas inversiones por allá, nada importante -afirmó Dutch, quitándose las gafas para leer y limpiándolas con la manga-. Pero cuando hablamos de la noche en que murió Harley Taggert, la noche sobre la que está investigando Kane Moran, estamos hablando, desafortunadamente, de un asesinato.

«El viejo era previsible, aunque sólo fuera eso», pensó Kane. Caminaba por la orilla del lago. La arena, plateada por el reflejo de la luz de la luna, estaba llena de troncos y rocas de color blanco. El cielo estaba nublado, como si una tormenta estuviese a punto de estallar. Kane apartó con la mano las ramas de unos cuantos abetos cerca de la orilla para que no le diesen en la cara.

A poco más de tres kilómetros se hallaba la casa de los Holland. Tenía ventanas de cristal que brillaban con intensidad en las noches de verano. Tal y como Kane esperaba, Benedict, Dutch para sus amigos, había llamado a sus hijas y les había pedido que fueran a su vieja casa del lago, probablemente para advertirles, para decirles que fuese lo que fuese lo que hicieron, debían mantener la boca cerrada a toda costa. Kane no tenía ni idea de cómo el viejo había convencido a las chicas para que volvieran, probablemente el soborno había tenido algo que ver, ya que era su habitual modus operandi. De cualquier modo, teniendo en cuenta los coches que habían llegado y luego se habían ido, habían vuelto todas a casa, como las hijas pródigas que eran.

Hijo de puta, su plan estaba funcionando.

Capítulo 5

– ¿De verdad creciste aquí? -Samantha miró la vieja casa como si se tratase del castillo encantado de un cuento de hadas. Subió corriendo por las escaleras, exploró cada habitación, luego se acercó sigilosamente hacia el ático, donde los criados habían vivido una vez, y bajó de nuevo las escaleras hacia la cocina-. Es… es genial -sonrió, mientras Claire desempaquetaba la comida que habían comprado.

– Díselo a tu hermano.

Claire volvió la cabeza hacia la ventana de la cocina, donde vio a Sean, tirado en un viejo columpio del porche, tocando con un dedo las tablas del suelo. Tenía el ceño fruncido y oscuro, y miraba hacia el lago. Claire también miraba el agua color azul, y el corazón le dio un salto al reconocer la cabaña donde se había criado Kane Moran. Alguien se había tomado la molestia de arreglar el tejado y dar a la casa una nueva capa de pintura gris. La luz del sol se reflejaba en un vehículo que había mal aparcado en el sendero.

Claire sintió presión en el pecho. ¿Era posible que Kane se hubiese mudado? Su padre no lo había mencionado, pero alguien vivía al otro lado del lago.

– Deja de hablar sin saber -se regañó.

Sam, que entraba en ese momento, se quedó parada.

– ¿Qué?

– Estoy hablando sola. Ve fuera a ver si tu hermano tiene hambre. Puedo preparar unos sandwiches de pavo o calentar una pizza.

– No me dirá nada -dijo Sam levantando un hombro-. No es más que un quejica.

«Amén», pensó Claire, metiendo la mano en una de las bolsas y colocando una caja de fresas en el frigorífico. Primero dudó, no quería aceptar la caridad de su padre, pero luego pensó que estaba siendo egoísta, que sus hijos podrían recuperarse allí, en aquella laberíntica casa en mitad del campo, y quizás incluso mejorar. Así pues, aceptó la oferta de Dutch y se mudaron. La casa aún estaba casi vacía. Lo poco que llevaron, junto con los muebles que llevaban años abandonados, no podía amueblar las veinte enormes habitaciones que tenía la casa. A lo lejos se escuchaba trinar a una alondra, y el sonido de un bote que navegaba por el lago.

Samantha se había adaptado fácilmente. Se mostraba entusiasmada, contenta por el cambio. En cambio Sean odiaba su nueva vida en Oregón y trataba a Claire como si fuese su enemigo, la persona responsable de todas sus desgracias, algo que por supuesto era cierto.

– Prepararé limonada.

– No servirá de nada, mamá -dijo Samantha con una seguridad que no encajaba con su corta edad-. Le encanta hacerse el imbécil.

Cruzó la puerta, se acercó a Sean, y aunque Claire no podía oír la conversación, podía hacerse una idea a través de la ventana. Sean, con los brazos cruzados y las mandíbulas apretadas, no respondía. Samantha miró de reojo y vio a su madre. No pronunció «te lo dije», pero Claire lo veía en sus ojos.

«Genial». Claire lo intentó, pero no consiguió evitar ciertos pensamientos de odio hacia su ex marido. Sean necesitaba la figura de un padre en su vida justo en aquel momento, un hombre que pudiera enderezarlo, y por supuesto alguien que no pensara que las relaciones con cualquier mujer por encima de los quince años eran aceptables. Estremeciéndose, Claire recogió el resto de la compra y, por el rabillo del ojo, vigilaba a Samantha, que exploraba el bosque cercano al lago. Sean se desperezó, le dedicó a su madre una mirada agria a través del cristal, y, como si no quisiera estar a menos de tres metros de ella, se paseó por la cuadra, donde vivían ahora tres caballos, dos potros y una yegua, regalo de Dutch Holland.

Claire cerró el frigorífico. Escuchó a alguien llamar a la puerta.

Se limpió las manos con un trapo. Quizás eran Tessa o Randa. Habían pasado varios días desde el enfrentamiento con Denver Styles en aquella misma casa, y desde entonces no había sabido nada de sus hermanas.

– ¡Ya voy! -gritó mientras se apresuraba por el pasillo hacia el vestíbulo.

Abrió la puerta. Kane estaba en el porche.

Claire se agarró al pomo de la puerta para no caerse. El corazón le dio un vuelco.

– Claire.

Elevó un costado de la boca al sonreír arrogantemente, pero aquella sonrisa también tenía algo familiar. Parecía más alto de lo que recordaba. Los rasgos faciales se le habían endurecido por el paso de los años. Ya no era un niño. El aire le había despeinado el pelo, de color marrón claro bajo los rayos del sol, y necesitaba un corte. Tenía los brazos cruzados y llevaba un suéter de algodón color canela sobre los hombros.

A Claire se le hizo un nudo en el estómago, le apretaba tanto que apenas podía respirar. Era el único hombre sobre el que no tenía derecho alguno a mirarle de nuevo a la cara. Pero allí estaba él, en su porche, tan valiente y presuntuoso como aquel adolescente rebelde y salvaje que fue una vez.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Creí que tenía que darte de nuevo la bienvenida al viejo vecindario.

– Pero tú… tú… -Se agarró antes de parecer la adolescente tímida de antes, la niña rica que él adoraba, la que le había despreciado… bueno, durante un tiempo. Se humedeció los labios y cruzó los brazos sobre el pecho, como si estuviera protegiéndose el corazón-. Papá dice que estás escribiendo una especie de libro sobre él, sobre nosotros, y sobre Harley y la noche en que murió.