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Como si estuviera leyéndole la mente, Neal sonrió, mostrando los dientes, uno de los cuales era de oro.

– No es una imagen agradable, ¿verdad?

– No me importa. No voy a dejarla.

Neal suspiró y se pasó una mano por el escaso pelo que le quedaba en la coronilla.

– Mierda, hijo, no tienes que fingir conmigo. Oh sí, claro que te gustaría pensar que eres noble y romántico y toda esa porquería, pero la verdad de todo esto es que no eres mejor que yo o que Weston. Amas la buena vida más de lo que amas -resopló de nuevo- a cualquier mujer.

– Pero Claire…

– Es una Holland. Como su padre. Apoyó la cadera en la esquina de la mesa y suspiró profundamente; parecía venirle del alma, si es que tenía. En aquel momento algunos asuntos ocuparon su conciencia o espíritu-. Intenté llevarme bien con Dutch, ya lo sabes. Cuando llegué aquí le sugerí que formásemos… bueno, una alianza más que una sociedad, pero Benedict Holland es como un animal territorial, y no se fijó en todo el dinero que podríamos conseguir si trabajásemos juntos en lugar de competir el uno contra el otro. Siempre, desde que tu madre y yo nos mudamos aquí, Dutch ha estado buscando la forma de librarse de mí, de tu madre y de todo lo que tuviera que ver con los Taggert. En mi opinión, aunque sé que no te interesa, Dutch probablemente esté pagando a su hija para que se fije en ti sólo para llegar hasta mí.

– Eres increíble -dijo Harley en voz tan baja que parecía un susurro-. Estás tan jodidamente centrado en ti mismo que piensas que todo gira a tu alrededor. Esto es diferente, y voy a seguir viendo a Claire lo apruebes o no.

– Entonces deberías ir pensando en mudarte y olvidarte de volver a Berkeley en otoño. Y el coche… sólo es alquilado, lo sabes, así que estaré esperando a que me devuelvas las llaves.

Harley se tragó el miedo que le invadía, el miedo contra el que había luchado desde que era un niño, el miedo de no ser, de algún modo, lo bastante bueno. Durante años había vivido a la sombra de Weston. Su hermano mayor, el Dios alto y atlético tanto en el campo de fútbol como en el asiento trasero del coche. Weston, que aprobó el instituto con los ojos cerrados y había entrado en Stanford con una maldita beca. Weston, el genial, el rey, el grano en el culo.

– No conseguirás intimidarme, papá – insistía Harley, notando cómo se le movía la nuez de la garganta.

– Claro que sí, hijo. -Neal parecía tranquilo. Se frotaba las manos, como si estuviera saboreando aquel pequeño juego de poder-. ¿Cuánto tiempo crees que vas a durar en el mundo real, con un trabajo miserable y un montón de facturas por pagar? Claire Holland tiene gustos caros, como tú. No sería feliz «viviendo del amor» o como demonios quieras llamarlo. Ni tú tampoco.

Paige, la estúpida hermana de Harley, no se molestó en llamar a la puerta, simplemente la abrió y se coló en la habitación.

– ¡Kendall está aquí!

Harley, con el corazón hundido, miró por la ventana abierta del estudio y vio pararse el coche rojo de Kendall, cerca del garaje. La chica bajó. Era una muchacha de aspecto delicado y piel clara, con el pelo más claro aún, y unos ojos grandes y azules que tenían por costumbre acusar a Harley de traición, engaños y demás pecados. El día iba de mal en peor.

– Espero que puedas explicárselo mejor a ella de lo que lo has hecho conmigo -dijo Neal, poniéndose recto mientras Harley se acercaba, cruzando las puertas dobles, por el vestíbulo, a la puerta de la casa que Paige estaba abriendo justo en aquel momento.

– Pensaba que estabas en Portland -dijo Paige, sonriendo a Kendall, más mayor y guapa.

Paige adoraba a Kendall de la misma manera que veneraba a las animadoras o a las reinas de alguna promoción o fiesta juvenil. De la misma manera que había adorado a sus estúpidas muñecas Barbie hacía unos cuantos años. Se trataba de una pasión obsesiva, exagerada y empalagosa.

Kendall tuvo la decencia de ruborizarse un poco.

– Bueno, yo he venido a ver a Harley. -Le miró con unos ojos apenados que le hicieron horrorizarse por dentro.

– Ah -el rostro de Paige cambió, y desapareció la gran sonrisa que lucía.

– Pero me pasaré luego a verte, antes de irme. -Añadió a su promesa una sonrisa, y Harley se preparó para lo que seguía a continuación.

– ¡Kendall! -gritó Neal con una sonrisa de oreja a oreja-. ¿Cómo estáis tú y tu familia?

– Bien.

– ¿Y los campos de golf de tu padre?

– Tan mal como siempre, según él.

– No lo creo -dijo acompañado de una fuerte risa.

Neal le dio una palmadita paternal en el hombro, ignoró a su hija y miró a Harley. No le dijo una palabra, pero el mensaje estaba claro: «Hijo, ésta es la mujer que te conviene.»

Harley pensaba diferente. Cuando su padre volvió al estudio, y Paige se marchó a regañadientes, Harley y Kendall avanzaron por la casa.

– Ya sé qué es lo que estás haciendo aquí -le dijo él, mientras abría la pesada puerta corrediza.

Dejó pasar primero a Kendall, y luego la siguió, hasta llegar al porche posterior hecho con la madera de los cedros que quedaban encima del gran cañón. Por donde el río Chinook fluía furiosamente por el barranco, en dirección al mar. Las ramas más altas de los abetos les cobijaban del sol de verano, y el fuerte sonido de la corriente amortiguaba sus voces. Tomando aliento con fuerza, Kendall simplemente dijo:

– Te quiero.

– Ya hemos hablado de eso.

– Quiero casarme contigo. -Kendall parecía angustiada, tenía la piel translúcida.

– No, no quieres.

– Por el amor de Dios, Harley, sabes que sí. -Se acercó a él para que la fragancia de su perfume superara el olor frío que les rodeaba del bosque-. Hicimos el amor. Justo aquí, en este porche. En tu coche. En tu cama. Yo era virgen, y tú… tú me dijiste que me querías y luego…

Harley apretó los dientes. Tenía las manos en la barandilla y se le saltaron las lágrimas.

– ¿Qué pasaría si… si estuviera embarazada? -dijo ella. El corazón de Harley se detuvo por un segundo, luego continuó latiendo. ¿Embarazada? ¿Kendall? Se le cayó el mundo encima. No podía ser. Habían tenido mucho cuidado. Él había tenido mucho cuidado.

– No estás embarazada.

– No -negó con la cabeza, con el sol brillándole sobre la rubia coronilla-. Ojalá lo estuviera.

– Así me casaría contigo.

– ¡Sí! Yo te haría feliz, Harley -prometió, acercándose a él, cogiéndole una mano entre las suyas.

Comenzó a llevársela a los labios, pero él se la quitó, no quería verla arrastrarse, ya se sentía bastante mal.

– Se acabó, Kendall. No sé qué más tengo que hacer o decir para convencerte.

– Todavía me quieres.

– No.

Kendall se estremeció como si le hubiesen golpeado con una estaca. Comenzó a llorar desconsoladamente, a la vez que sollozaba. Harley nunca había sido cruel. Tonto, sí. Ingenuo en más de una ocasión, pero ¿cruel? Nunca. Y no podía soportar verla llorar.

Consciente de que iba a cometer un error colosal, suspiró y la abrazó entre sus brazos.

– Lo siento, Kendall -le dijo al oído-. De verdad que lo siento.

– Sólo quiéreme, Harley. ¿Es eso demasiado pedir?

Levantó la cabeza y parpadeó, luego le besó con una pasión que sorprendió a Harley. El beso era apasionado, ardiente, y sabía a la sal de sus lágrimas. Durante unos segundos se dejó llevar, los huesos se le empezaron a derretir, pero de repente se apartó, y dejó caer los brazos a ambos lados.

– Lo siento -dijo.

Nunca había querido herirla o engañaría, era sólo que le resultaba muy difícil tomar una determinación. Ahora que la había tomado, se sentía como un cabrón.