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Y Kendall podría estar embarazada.

Mordiéndose el labio superior, Paige se dirigió al lado opuesto de su habitación, donde tenía guardados montones de animales de peluche en un armario empotrado. El más grande era un oso panda sentado en una pequeña silla. Paige deslizó la mano por la parte de atrás del panda. La introdujo en una pequeña costura que había en una de sus patas negras, y allí, dentro del peluche, sintió la boca fría y dura de un pequeño revólver, una pistola que había cogido de la habitación de su madre semanas antes. Había estado husmeando en la mesita de noche de Mikki Taggert. Fue entonces cuando había encontrado la pistola, oculta bajo pañuelos, muestras de cosméticos, un montón de viejas cartas de amor y dos pares de gafas para leer. En aquel momento no supo por qué sintió la necesidad de quedarse con aquella pequeña arma que parecía olvidada, aunque estaba cargada.

A Paige le resultó emocionante tocar aquella pistola. Le causaba una sensación de poder que nunca antes había experimentado. Fue en aquel momento cuando supo que aquella pistola tenía que ser suya. A lo largo de los años, había robado otras cosas: un anillo de la abuela cuando aún vivía, un llavero de una tienda local que había cogido sólo para ver si podía entrar y hurtar sin que le pillasen, un encendedor de Harley, un pintalabios de Kendall, pero nunca había robado un arma. Aquello era diferente. Acarició el cañón liso durante unos instantes, se humedeció el labio superior, y luego dejó el oso panda de nuevo en su silla.

No necesitaba un arma. No había razón por la que guardar aquel revólver, pero decidió, a la vez que oía fluir el río a través del cañón y olía el desagradable olor a humo del cigarrillo que fumaba Weston, que devolvería el arma cuando el infierno se congelara.

Por primera vez en su miserable vida, Paige Taggert se sentía como si tuviese la sartén por el mango.

Capítulo 8

Si era listo, tenía que dejarla en paz. Los Holland significaban problemas, y Kane no tenía más que mirar a su padre para ver lo que podía ocurrir si una persona se atrevía a meterse con ellos. Colocó un trozo de madera de abeto sobre el viejo tronco que utilizaba para partir la leña, levantó el hacha, la bajó con fuerza y partió la madera en dos partes que cayeron al suelo.

El sudor corría por su espalda y le empezaron a doler los hombros, pero cogió otro pedazo de madera verde y la colocó sobre el tronco. El perro viejo de papá ladró en el porche delantero cuando oyó llegar la furgoneta de correos al final del camino.

– ¡Ve a por el correo! -dijo Hampton, sin afeitar, con el pelo canoso que le caía por debajo de los hombros.

Estaba en el porche, sentado en su silla de ruedas, mandando al viejo sabueso que fuese al camino, mientras cogía el bastón, situado en el suelo cerca de la puerta, y golpeaba con él las viejas tablillas del porche.

Con un golpe final del hacha, Kane partió la madera nudosa y se dirigió hacia el sendero principal. Era el día cinco del mes, justo el momento en que el cheque mensual anónimo le esperaba en el buzón. Notó la mirada de su padre sobre su desnuda espalda, irritado e implacable, y oyó los pasos del artrítico perro tras de él. Hampton no se molestaba en disimular la envidia que sentía por su hijo.

– Tienes dos piernas muy fuertes -le decía a menudo, frunciendo el ceño y sentado en su limitada silla de ruedas. Tenía los ojos rojos de tanto beber-. Dame otra botella.

En otras ocasiones era más mordaz:

– Si todavía tuviera mis piernas, haría dos veces el trabajo que tú haces aquí, chico -y entonces empezaba a lloriquear-. Yo la quería, ¿sabes?, a tu madre, digo. La quería más de lo que cualquier hombre haya querido a una mujer, pero no era lo bastante bueno sin mis piernas. No, ella no quería estar casada con un lisiado. Prefería ser la puta de un rico.

Kane se mordía la lengua una y otra vez, y aguantaba los insultos de su padre, porque le daba pena aquel viejo que siempre estaba repitiendo que aquel accidente había alterado el curso de su vida.

– Todo es culpa de Dutch Holland, ¿sabes? El cable de mi arnés se rompió cuando yo estaba escalando la cumbre sur. En mi opinión, el equipo estaba defectuoso y aquella mísera compensación económica no fue suficiente. -Hampton se quedaba mirando más allá del lago, hacia la casa de los Holland, siempre encendida como un maldito árbol de Navidad-. Él y todo su dinero. Una mujer de cuento de hadas y tres mocosas presumidas. ¿Y qué es lo saqué yo, que tuve mi culo a su servicio, eh? ¡La espalda rota, una mierda de trozo de tierra y esto! -decía mientras golpeaba su inútil bastón contra el metal de su silla de ruedas-. Espero que Benedict Holland arda en el infierno.

«Nunca terminará», pensaba Kane mientras abría el buzón, interrumpiendo así a una araña que se aplicaba en intentar tejer una tela a la sombra, entre el poste y la puertecilla del buzón.

Allí estaba el sobre. Plano y delgado, entre un montón de facturas que probablemente no se pagarían hasta pasados otros cuarenta y cinco días. Pero aquella noche Hampton Moran bailaría con Black Velvet y al día siguiente se emborracharía con Jack Daniels. El miércoles aproximadamente volvería el alcohol barato, que duraría hasta el quince de agosto.

Kane recogió el correo mientras el perro olisqueaba la maleza. Llegaba el momento de abandonar Chinook y también a un padre ingrato. Se llevó el sobre a la nariz, esperando oler la fragancia a perfume o al tenue olor a cigarrillos, cualquier cosa que pudiera recordarle a su madre, pero no olía a nada. Frunció el ceño, avanzó hacia el porche, sabiendo que aquella noche tendría que ayudar a su padre a acostarse.

– Vamos, chico -silbó al perro.

Papá tenía razón en una cosa: Benedict “Dutch” Holland era un desgraciado hijo de puta. Pero aquel cabrón había criado a la chica más interesante que Kane había visto.

Algo iba mal. Claire podía presentirlo, notarlo en lo que Harley no le había dicho. Colgó el teléfono del pasillo. Se sintió vacía por dentro, y se preguntó, no por primera vez, si sus hermanas y su padre tenían razón al advertirle que no saliera con él.

– ¿Problemas en el paraíso? -preguntó Tessa, apareciendo por la escaleras. Tenía en la mano una Pepsi Light, y su piel estaba bronceada y grasienta, ya que llevaba dos horas tomando el sol en la piscina.

– Toda va bien -murmuró Claire, molesta al notar que su hermana parecía leerle el pensamiento en todos los malos momentos.

La casa olía a la salsa de barbacoa que Ruby Songbird estaba preparando, a quien se oía canturrear en la cocina, donde trabajaba.

– ¿De verdad va todo bien? -Los ojos de Tessa parecían traviesos-. ¿Sabes que vi a Harley con Kendall el otro día?

A Claire se le partió el corazón. Quería chillarle a Tessa, decirle que mentía, pero se mordió la lengua.

– ¿Ah, sí?

– Mmm. Abajo, en el puerto deportivo. Si te sirve de consuelo, parecía que estuviesen discutiendo, pero estaban juntos seguro -dio un trago a su refresco y continuó subiendo la escalera.

En el rellano entre los dos pisos casi choca con Miranda.

– ¿Ya la estás molestando otra vez? -preguntó Randa, mirando a Tessa con aquella mirada de hermana mayor que Claire conocía tan bien, pues en numerosas ocasiones la había dirigido a ella.

– Sólo le estaba dando un pequeño consejo.

– Quizá ya tiene suficientes.

Claire no podía creer lo que escuchaba. Randa siempre se había preocupado por saber con quién coqueteaban sus hermanas pequeñas. Les decía que deberían utilizar la cabeza que Dios les había dado, que siempre se estaban metiendo en líos. Aquel día, bajando la escalera, parecía despreocupada. Vestía un pantalón corto y un top sin mangas, y llevaba una bolsa playera sobre el hombro. Por la abertura de su bolsa asomaban una toalla de playa y el libro, más que sobado, de El clan del oso cavernario.