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– Te perdonaré lo que acabas de decir, ya que no eres miembro del ONM.

Miranda entró en la habitación en aquel preciso momento, y tenía la mandíbula tan tensa que el hueso de la barbilla casi se le veía blanco. Extendió la mano sobre el respaldo liso de una de las sillas de Thomasville.

– ¿Recuerdas? La Organización Nacional de Mujeres.

– Una organización lamentable, formada por mujeres quejicas que no saben dónde está su lugar.

– ¿Nunca has querido sentirte liberada?

– ¡Cielos, no! -Dominique se rió de su hija mayor-. Algún día entenderás, Miranda, que los hombres y las mujeres no son iguales.

– Pero sus derechos deberían ser los mismos.

– En mi opinión no. Lo único que hacen esas mujeres es provocar problemas. ¿Qué me sucedería si tu padre se divorciara de mí? ¿Conseguiría alguna pensión alimenticia? No si esas feministas chillonas consiguen salirse con la suya.

– ¡No puedo creer lo que oigo -dijo Miranda-. Mamá, no estamos viviendo en la Edad Media, ¡por Dios!

Dominique no parecía convencida.

– Las mujeres siempre necesitaremos a los hombres para que nos mantengan.

– Por el amor de Dios… -susurró Miranda.

– Si las mujeres fuesen más listas y escogieran mejor a sus parejas, tendrían mejores vidas.

– Como tú hiciste -le reprochó Miranda, recibiendo una mirada de dolor por parte de su madre que hizo que se le revolviese el estómago.

– Sí -contestó, con orgullo en el tono.

– Y ahora eres desdichada. Te he oído llorar por las noches, mamá -dijo Randa dulcemente-. Sé que no ha sido fácil.

Dominique sintió como si le hubiesen arrancado el corazón. ¿Por qué estaba siendo Miranda tan directa e hiriente?

– Tampoco lo es ser pobre y hacer cualquier cosa para sobrevivir. -Frunció los labios y parpadeó. Luego volvió el rostro, mirando al florero-. Si no me creéis, pensad en Alice Moran, ya sabéis, la mujer que vivía con el lisiado malhablado del otro lado del lago.

– ¿La conocías? -preguntó Claire, sorprendidísima. Creía que sus padres no sabían ni que la familia Kane existía.

– La conocí. Hampton, su marido, ya que creo que aún están casados, aunque ella le abandonó a él y a su hijo, siempre está intentando demandar a vuestro padre por el accidente que sufrió. Alice Moran es sólo un ejemplo más de una mujer que se casó con el hombre equivocado y tuvo que pagarlo.

– Y tú eres un ejemplo de alguien que se casó con el hombre correcto y también tuviste que pagarlo -dijo Miranda mientras abría la puerta de la cocina.

– No escuches a tu hermana -advirtió Dominique a Claire-. Me temo que la pobre Randa va a tener que aprender a fuerza de escarmentar. Tú sigue viendo a Harley Taggert. Las cosas se solucionarán.

Pero las cosas no se solucionaban. Nada parecía funcionar. Claire no sabía el tiempo que llevaba con Harley, pero parecía una eternidad. Había visto a Kane varias veces desde que salía con Harley. De repente, parecía como si Kane Moran estuviera en todos los lugares adonde ella iba, y odiaba admitirlo pero le intrigaba, aunque fuese sólo un poco. Kane era todo lo que Harley no era: pobre, creído, con una actitud innata de «me importa un carajo» y unos ojos que parecían ver más allá de la fachada de Claire y buscar la personalidad real que había dentro de ella. Le asustaba el modo en que le hacía sentir: nerviosa, asustada y a la defensiva, todo a la vez. Incluso se había preguntado cómo sería besarle, pero a continuación se había forzado a dejar de pensar en ello por respeto a Harley.

El chico al que amaba, se recordaba a si misma.

El hombre con el que iba a casarse.

Apretó los dientes. Estaba decidida a expulsar fuera de su cabeza todos aquellos pensamientos rebeldes sobre Kane Moran.

Pero no pudo.

Porque él estaba allí, en la isla.

Dobló una esquina en el camino, y justo delante de ella, en el punto más alto de aquel pedazo de tierra empedrado, encontró su castigo: el chico que le hacia cuestionarse todo lo que había soñado. Kane Moran.

Llevaba sólo unos vaqueros cortados y desgastados. Aún tenía el pelo húmedo, por el baño que acababa de darse. Estaba estirado, con actitud perezosa, sobre una roca plana.

Durante un segundo, Claire se quedó sin aire. Pensó en salir corriendo, pero él ya la había visto. La miraba con los ojos entreabiertos, como sabiendo que iba a aparecer por allí. Claire quiso preguntarle qué hacía en aquel lugar. Después de todo, aquello era propiedad de su padre, pero no quiso parecer absurda. Además, ya le había visto entrar en propiedades privadas antes. Era como si Kane no sintiera la necesidad de respetar las fronteras construidas por los hombres.

– Pero si es la princesa -dijo Kane, alargando las palabras, apoyado sobre los codos, con la luz del sol sobre su piel bronceada y firme.

Tenía los ojos del color claro de la cerveza. Claire sintió que los músculos de la espalda se le agarrotaban y replicó:

– Ya te he dicho que no soy una princesa.

– Sí, ya -se incorporo. Tenía los pies descalzos.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Contemplo mi vida -dijo serio. Seguidamente elevó un extremo de la boca, sonriendo sólo por un lado.

Claire lo encontró extremadamente sexy.

– ¿De verdad? -insistió ella, de pie, bajo la sombra de un solitario cedro.

Kane la ponía nerviosa. Se preguntó si últimamente aparecía en todos los lugares donde ella estaba, intentando mostrar interés o conversar, con el fin de indagar sobre el último juicio que su padre había tenido contra la familia Holland.

– A decir verdad, me estaba preguntando si tío Sam, del ejército, de verdad me quiere.

– ¿Para que te alistes en el ejército? -Aquella idea le resultó escalofriante, aunque no sabía explicar por qué. Se frotó los brazos y se dio cuenta de cómo Kane la examinaba, tan detenidamente que Claire quiso escapar de su constante mirada-. ¿Vas a alistarte?

– ¿Por qué no? -preguntó él, levantando uno de sus musculosos hombros-. Ahora mismo hay paz.

– Por el momento, pero las cosas cambian, sobre todo en la política.

– ¿Qué sabes tú de política? -rió Kane.

Claire tragó saliva.

– No mucho, pero…

Kane siempre había vivido al otro lado del lago, y sin embargo, apenas conocía a aquel chico, simplemente le consideraba uno más en aquella pequeña ciudad de Chinook. La gente se iba de allí. Los chicos se graduaban en el instituto y partían a la universidad o en busca de trabajo. Algunos se casaban y se mudaban. Pero por alguna razón Claire no había querido conocer demasiado a fondo a aquellas personas que ya no estaban. Había pensado, bueno, esperado, que Kane siempre estuviese por allí. Saber que vivía al otro lado del lago era algo inquietante, a la vez que reconfortante.

– ¿Por qué el ejército?

– ¿No es obvio? -preguntó, mientras su sonrisa desaparecía al mismo tiempo que un avión cruzaba el cielo, dejando una estela de humo blanco-. Para salir de aquí. -Cerró los ojos para evitar los rayos del sol-. Podré ver mundo, ganar dinero para ir a la universidad, y todas esas tonterías que meten a los reclutas en la cabeza.

– ¿Y qué pasará con tu padre? -dijo Claire sin pensar.

– Se las apañará. -Aparecieron dos surcos profundos entre sus cejas y miró a lo lejos-. Siempre lo hace. -Empujó un guijarro con el dedo gordo y lo hizo rodar cuesta abajo hasta que cayó al agua-. Bueno, ¿dónde está tu enamorado?

– ¿Qué?

– Taggert -aclaró.

A Claire le subió lentamente un calor por la parte trasera del cuello.

– No lo sé. Trabajando, supongo.

– Si es así como lo llamas… -Kane balanceó la cabeza yse rió sin ganas-. Todo el mundo en el trabajo de Taggert, la fábrica maderera, trabaja duro, quiero decir trabajo físico y duro, menos Harley y Weston. Los hijos del jefe, herederos forzosos, tienen oficinas con su nombre grabado en placas doradas en la puerta. Weston les dice a los supervisores, de cincuenta y cinco años de edad, cómo tienen que hacer su trabajo en la cadena. Y Harley… -Kane se frotó la barbilla y sacudió la cabeza-. ¿Qué es exactamente lo que hace?