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– No lo sé -admitió Claire.

– Apuesto a que si se lo preguntas tampoco sabría decírtelo.

– No hablamos de su trabajo.

– ¿No?

Levantó una ceja mientras avanzaba por el espacio soleado que les separaba. Se acercó a la sombra, junto a ella, con el rostro tan cerca que Claire podía sentir la mezcla de humo y de fragancia de la loción después del afeitado. No podía dejar de mirar a Kane, aquella mandíbula de formas duras. Notó cómo una gota de agua le corría desde el pelo hasta el cuello. El estómago se le encogió, y apenas podía respirar.

– Entonces, ¿de qué habláis tu príncipe Harley y tú?

– De nada que te importe. Harley…

– Me importa una mierda Harley. -Su respiración, más caliente que el aire, acarició el rostro de Claire-. Pero tú… -Subió la mano y se enrolló un mechón de pelo en su áspero dedo-… por alguna maldita razón que no puedo explicar, tú sí que me importas. -Elevó un extremo de la boca, como si se estuviera burlando de sí mismo-. Es una maldición que tengo que soportar.

Claire se humedeció los labios con la lengua, gesto que Kane vio. Enfadado, soltó el mechón y se volvió, como si de aquella manera pudiera romper el encantamiento que le había hechizado a la sombra de aquel árbol solitario.

– Kane…

Dios, ¿por qué le llamaba? No quería tener nada que ver con él. Pero el lado oculto de Kane le había hablado, un lado que ansiaba encontrar su alma gemela en Claire.

Kane miró de reojo, confuso. El corazón de Claire latía con fuerza. Aquel demonio arrogante, engreído y malhablado había desaparecido, y en su lugar había dejado a un chico confundido, casi un hombre.

– Da igual, Claire -dijo.

Luego caminó hacia el borde de un risco, donde, con un único movimiento, elevó los morenos brazos, dio un salto y se zambulló en las tranquilas aguas del lago.

Protegiéndose los ojos con una mano, Claire observó cómo salía a la superficie y empezaba a nadar, dando brazadas firmes y constantes hacia la orilla, donde le esperaban la pequeña y sucia cabaña y su padre.

Capítulo 9

Harley miró el reloj, y seguidamente tamborileó con los dedos en la mesa de su oficina, una habitación que odiaba. Estaba situada en un edificio de una sola planta, en la misma calle que el aserradero. Era una habitación llena de papeles y muebles baratos y funcionales. Le parecía asfixiante e incómoda. Se tiró de la corbata, y sintió cómo las gotas de sudor le corrían por el cuello, a pesar de que el aire acondicionado, situado en la ventana, estaba funcionando a la máxima potencia, expulsando aire frío por aquella pequeña habitación que su padre había insistido que fuese suya. Maldita sea, todavía se sentía fuera de lugar, y habría deseado ser ciego para no fijarse en los hombres con casco que le lanzaban aquellas miradas engreídas en el cambio de turno o en los descansos. Trataban de evitar la risa mientras le daban grandes bolas de tabaco de mascar, pero Harley notaba cómo se reían de él, y sí, también percibía el asco en sus ojos. Sabían, instintivamente, que él no estaba hecho para ser su superior.

En una ocasión, de camino al coche después del trabajo, Harley había pillado a Jack Songbird, uno de los trabajadores de la fábrica local, intentando abrir la máquina de refrescos con una navaja. Harley miró fijamente a Jack, frunció el ceño y en lugar de formar una escena miró en otra dirección justo cuando cedió la cerradura.

Destrozaron la máquina y robaron menos de veinte dólares. Desde entonces, cada vez que Harley se veía forzado a encontrarse con Jack, notaba las burlas, las risas y el desprecio de Songbird en sus ojos. Debía haber despedido a aquel cretino al momento, allí mismo. Así habría acabado todo. En realidad, la insolente presencia de Jack sólo le recordaba lo débil que era. Ni siquiera podía evitar que un empleado de jornada reducida robara una miseria de dinero. Así que cómo se suponía que iba a pisotear a los trabajadores, si cualquiera de ellos podía cogerle y romperle la espalda como si se tratase de una ramita.

No, no estaba hecho para aquel trabajo. Se tiró con fuerza del nudo de la corbata, y metió en el cajón la carpeta «Maderos Best». Había pasado horas estudiando las cuentas, observando las estadísticas de los últimos tres meses de envío de maderos sin refinar a las cinco tiendas de Best, en la ciudad de Portland, y no podía entender por qué Jerry Best iba a retirar sus cuentas en Industrias Taggert. Best había sido cliente durante años, pero por alguna inexplicable razón estaba decidido a llevarse su negocio a otra parte.

Probablemente se debía a Dutch Holland. El muy hijo de puta seguramente había bajado sus precios, incluso aunque Dutch sólo poseía unas pocas fábricas cerca de la bahía de Coos. Joder, ¡qué desastre!

Ahora era trabajo de Harley intentar engatusar a Jerry para que permaneciese en Industrias Taggert, un nombre en el que podía confiar. Por Dios, aquello eran tonterías. Descolgó el teléfono, marcó, habló con la secretaria de Best, y sintió un alivio enorme cuando le dijo que el señor Best no volvería a la oficina hasta el lunes. Cuando colgó el auricular, vio que estaba empañado del sudor de su mano.

Miró el reloj de nuevo. Se secó las palmas en los pantalones y pensó que aquello era una mierda. Weston iba y venía a su gusto, y parecía que nunca fichaba. El viejo le admiraba, pero con Harley era diferente. Nunca había destacado como su hermano mayor, ni en el equipo de fútbol, ni en la escuela, ni en el trabajo. Se suponía que Harley tendría que trabajar más duro, pasar más horas en la oficina y besar más culos.

¡Qué le vamos a hacer! Por la noche vería a Claire, y le importaba un bledo lo que opinase su padre. Se había plantado. Se dirigió a la puerta cuando sonó la voz de la secretaria de su padre por el interfono.

– ¿Señor Taggert?

– Sí.

– Tiene una llamada por la línea dos.

Harley se quedó helado. ¿Y si era Jerry Best? ¿Qué podría decirle? ¿Cómo podría salvar su cuenta? No era un vendedor y nunca lo sería.

– Es la señorita Forsythe.

Harley quería que se le tragase la tierra. Aquello era peor que simular que le importaba el precio de los maderos. ¿Por qué Kendall Forsythe seguía persiguiéndole? ¿No había entendido que se había acabado? Descolgó el auricular y escupió un saludo.

– Hola.

– Oh, Harley, me alegro de encontrarte.

Imaginó su cara: ojos azules y mejillas sonrosadas, con labios hacia abajo de ir haciendo pucheros por las esquinas.

– ¿Qué pasa? -Sin prestarle atención, se limpió una uña.

– Es que… es que tengo que verte.

– Kendall, no, ya te lo dije…

– Es importante, Harley. No te habría llamado al trabajo si no lo fuese.

Mierda, estaba embarazada. ¿No había dicho que quería estarlo? Las rodillas se le aflojaron y se apoyó en la mesa para no caerse. El estómago se le revolvió de tal manera que pensaba que iba a vomitar.

– ¿Qué pasa?

– No quiero hablar por teléfono. Ven a verme a la casa de mis padres en la playa, esta noche.

– No puedo.

Hubo un silencio.

– Por favor.

– Ya he hecho planes.

La voz de Kendall sonó ahogada.

– Harley, escucha, es un asunto de vida o muerte.

El bebé. Estaba embarazada y pensaba en abortar.

– Te veré a las ocho.

– No puedo.

– Es que realmente no tienes elección -dijo con dificultad. Colgó de golpe.

Durantes unos instantes Harley pensó que se iba a desmayar. Los bordes de su visión estaban negros, casi ciego, pero lentamente volvió a respirar con normalidad. Kendall tenía razón, tenía que verla. Con las manos temblorosas, se apartó el pelo de la cara e intentó parecer calmado.