Al salir de la oficina, consiguió decir adiós con la mano a una mujer que se suponía era su secretaria, sentada frente a la máquina de escribir. Linda no sé qué. Rubia, gorda, de unos cuarenta años, pero lo bastante agradable y eficiente para hacerle sentirse estúpido. A menudo la sonrisa que lucía era porque Harley le producía risa. «Basta, Taggert, tú eres el jefe.»
Sus mocasines italianos crujieron al pisar la gravilla del estropeado aparcamiento. El polvoriento asfalto estaba cubierto de baches, y no había árbol alguno que ofreciera sombra en aquella faena que reducía los bosques a tablas de madera. El agradable paisaje de madera alternaba con el hedor a diesel, que lo invadía todo, y que Harley tanto odiaba.
Su padre, igual que Dutch Holland, era el presidente de una corporación formada por muchas divisiones. Aquel aserradero era sólo una de las pequeñas compañías que comprendía Industrias Taggert. Así pues, a Harley le parecía ridículo tener que trabajar en aquella fábrica, cuando había tantos restaurantes y complejos turísticos que dirigir.
– Te hará bien -le había explicado Neal cuando le habló a Harley de su trabajo en verano- mezclarte con los hombres que forman la columna vertebral de esta empresa. El próximo año podrás trabajar en el complejo turístico de Seaside.
Una promesa sin cumplir, pensó Harley, mientras se colocaba las gafas de sol sobre el puente de la nariz. En aquel momento escuchó rugir el Porsche descapotable de Weston en el aparcamiento.
Crystal Songbird, la hermana pequeña de Jack y la chica con la que Weston salía y dejaba de salir, estaba reclinada en el asiento de copiloto del descapotable, siguiendo con los dedos el ritmo de «Hungry Heart», de Bruce Springsteen. Su pelo parecía azul a la luz del sol vespertino. Si había visto a Harley, no le había reconocido. Weston salió rápidamente del coche y se dirigió hacia él, como si tuviera un único propósito. Tenía la mandíbula desencajada y tensa, los puños cerrados. Cruzó el aparcamiento.
«Consigue mujer y tened un hijo en Baltimore, Jack…»
Wes estaba tan enfadado que parecía que echase humo.
Harley se preparó para lo que por lo visto iba a ser un enfrentamiento. Weston tenía los labios blancos y parecía decidido a hacer algo.
– ¿Dónde está papá? -exigió.
– Aquí no.
– ¿Estás seguro? -le preguntó, y luego murmuró en voz baja-: Hijo de puta. Llamé a la oficina en Portland y… vaya por Dios, me dijeron que estaba aquí.
– ¿Se puede saber qué te pasa?
Weston se pasó los dedos de ambas manos por el pelo, luego miró sobre el hombro a Crystal, aunque ella pareció no prestarle atención, pues se estaba mirando en el espejo retrovisor y poniéndose otra capa brillante de lápiz de labios.
«Todo el mundo tiene un corazón hambriento.»
– Lo mismo que siempre. -Weston se secó el sudor de la frente con la mano.
– ¿El qué?
Weston estrechó tanto los ojos que se convirtieron en dos líneas.
– El rumor.
– ¿El qué? Ah, eso -entendió finalmente Harley-. ¿Ese que dice que papá tiene otros hijos ilegítimos?
– Sólo uno. Un hijo.
– Bueno, si crees en los rumores… -Harley no daba dos duros por aquella vieja mentira acerca de Neal Taggert y su fama de conquistador. ¿Qué más daba?
– ¿No te preocupa?
– Es algo que no me quita el sueño.
– ¿No te das cuenta de que si es verdad y ese tío, si ese medio hermano bastardo alguna vez aparece, puede que quiera una parte del pastel?
– ¿Y?
– Por Dios, Harley, ¿de verdad eres tan imbécil?
A Harley le hirvió la sangre.
– Simplemente no dejo que me importen las cosas que no puedo controlar. ¿De dónde lo has oído esta vez? ¿De algún chico en Westwind Bar & Grill? ¿O por Storie Illahee, donde Dutch Holland siempre está dispuesto a extender rumores sobre papá? ¿O quizá de alguno de los cotillas que pasan por la cafetería?
– No. -Weston alargaba las palabras. Tenía los labios delgados, con una actitud de desprecio hacia su hermano menor-. Esta vez se lo escuché decir a mamá.
Harley se rió.
– Ah, genial. Como si ella nunca intentase fastidiarte. No sé qué habrá pasado entre vosotros, pero a mamá no hay cosa que le guste más que irritarte hasta el límite y hacer que te comas la cabeza.
– Madre mía, Harl, ¡eres increíble! -Weston cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza, preguntándose cómo era posible que fuesen de la misma familia.
– Y tú estás hablando sin saber. ¿Qué harías si papá estuviera aquí? ¿Acusarle de tener una pequeña familia oculta?
– Sencillamente le preguntaría por la verdad.
– Una buena manera de quedarte sin la herencia, Wes, y todos sabemos que no importa de qué se trate, tú nunca harías nada que pusiese en peligro tu importante trozo del pastel en el dinero de Taggert.
– Al menos no planto mi culo sin hacer nada, nada, y simplemente espero a heredarlo.
– Yo no espero nada.
Weston echó una ojeada al Jaguar de Harley y a la delgada capa de serrín que había sobre la pintura metalizada del coche.
– Sí, bueno. Mira, da igual. Ya hablaré con papá luego.
– Hazlo. Y dile que salude a nuestro medio hermano, ¿lo harás?
– Vete al diablo, Harl.
Harley soltó una risa cuando Weston se dirigió de vuelta a su coche deportivo, con Crystal. Era tan extraño verle hundido que a Harley se le enterneció el corazón al comprobar la frustración de su hermano mayor.
Weston derrapó el Porsche al salir del aparcamiento, provocando un chirrido agudo. Al otro lado de la calle, frente a la valla metálica y alta que presumía de seguridad laboral, era la hora del cambio de turno. Harley se apresuró hacia su coche. No quería charlar con los trabajadores. No es que se considerara un pijo, pero no tenía nada en común con ellos.
Al unísono de los gritos de los capataces, del ruido de las sierras y de los camiones que llegaban con la madera cruda o marchaban con los tablones, hombres con camisas limpias de franela, monos y cascos, sustituían a sus compañeros, cubiertos de serrín y suciedad.
Harley abrió la puerta de su elegante y lustroso coche, un Jag XKE color verde bosque que podía ir de cero a cien kilómetros en menos de lo que se tarda en contener la respiración. Aparcado entre un Dodge hecho polvo y una sucia furgoneta donde se leía garabateado «lavadme», el Jaguar relucía como una esmeralda entre piedras. Se colocó tras el volante y encendió el motor.
Cargado con todos aquellos caballos, el coche estaba listo para rugir por la carretera. Durante los pocos minutos que siguieron, mientras los relucientes neumáticos chirriaban por el asfalto, Harley tenía el control de su destino, era su propio dueño.
Luego, maldita sea, tenía que ver a Kendall.
Capítulo 10
– Señor, ayúdame -murmuró Kendall, con el abdomen encogido y paseándose por el porche de la casa en la playa de su padre.
¿Por qué no podía dejar escapar a Harley? ¿Por qué aquella obsesión podía con ella? Paige tenía razón, podría haber tenido a cualquier chico que hubiera querido, pero el único que le importaba era Harley Taggert.
No se trataba sólo de que era un Taggert, sino que también era agradable y dulce; bueno, lo había sido. Hasta que conoció a Claire, aquella inútil mosquita muerta de la familia Holland. ¿Qué, qué había visto Harley en ella?
Cuando Kendall se enteró de que Harley iba romper con ella, enloqueció. Quería casarse con él y no estaba acostumbrada a no salirse con la suya.
Tenía el estómago revuelto, y estaba a punto de llorar. Colocó las manos sobre la baranda, mirando más allá de las dunas movedizas cubiertas de hierba, hacia las oscuras aguas del Pacífico. Aquella vista, que desaparecía en el horizonte, siempre le había causado un efecto tranquilizador, ayudándola a ver su vida desde una cierta perspectiva. Pero aquella tarde no era así. No cuando las cosas estaban fuera de control. Una pareja caminaba por la playa, cogidos de la mano, riéndose. Iban descalzos y hacían dibujos con los pies en la húmeda arena de la playa, mientras la marea espumosa se arremolinaba y les rodeaba a la altura de los tobillos. El perro que iba con ellos, un setter irlandés de color pardo y patas largas y fuertes, brincaba por encima de las olas, yendo a por los palos que su dueño le lanzaba y trayéndoselos.