En sólo unos instantes Kane se puso en pie, dirigiéndose a la moto.
– Kane…
El muchacho se paró en seco y miró de reojo.
Claire se aclaró la voz.
– Yo… yo no sé qué decir…
– Nada. No mientas. No pongas excusas. No digas nada. -Colocó una de sus largas piernas sobre la moto, encendió el motor, y se inclinó hacia el pedal de las marchas. El motor de la gran máquina se encendió y rugió. El ruido resonaba por entre las montañas-. Será mejor para los dos que no digas nada.
Pero Claire no estaba tan segura.
Tenía la garganta tan seca como la tierra en la que estaban. Caminó, casi sin sentir las piernas sobre la arena, y se colocó en la moto detrás de Kane. Parecía algo natural y correcto rodearle la cintura con los brazos. Mezclado con el ruido del motor, le pareció oírle murmurar algo:
– Vamos a olvidar lo que ha sucedido.
Pero ella no podía. Sabía que siempre guardaría en su corazón aquellos momentos juntos.
Capítulo 11
Weston soltó la vela mayor y aseguró el botalón, mientras la espuma del océano le refrescaba la cara. En ocasiones disfrutaba navegando. A solas, en el océano infinito, enfrentándose a la intemperie, a la vez que sentía el rumor de la olas del mar. Pero aquella noche no era así.
Las luces del puerto deportivo brillaban en la oscuridad, sobre la superficie del agua, constantemente en movimiento. Usando la fuerza del motor, dirigió el elegante velero a través de la bahía, de vuelta al amarre. Lo ató con fuerza. Pensó por un instante en Crystal, pero seguidamente descartó la idea de quedar con ella de nuevo. Crystal era cálida y servicial, una chica que haría cualquier cosa por complacerle, algo que le aburría soberanamente. Necesitaba una nueva conquista, un reto.
Lo malo es que sabía que nunca estaría satisfecho. Ninguna nueva e inocente conquista le satisfaría, no si se trataba de un objetivo fácil, ni siquiera aunque Kendall aceptara su oferta. Por Dios, qué cabrón había sido con ella pidiéndole que echaran un polvo para dejarla embarazada, pretendiendo quedar como una buena persona. La verdad es que lo único que quería era probar aquel coño Forsythe. Además, la idea de tener un niño y que lo tuviera que criar Harley evidenciaba la parte más perversa de su naturaleza. No sólo Kendall tendría que estar en deuda con él de por vida, sino que quedaría, una vez más, por encima de su estúpido hermano.
Miró hacia el camarote y se dio cuenta de que prefería a una de las hermanas Holland en lugar de a Kendall.
¿Por qué? Porque las había tenido delante durante casi veinte años y su padre siempre se las había prohibido. Eran el enemigo, la descendencia del malvado Dutch Holland, aunque una descendencia bellísima.
Aquella enemistad las hacía incluso más interesantes. Y ahora que Harley había tenido pelotas de declarar abiertamente que estaba saliendo con Claire, Weston no veía razón alguna para no actuar acorde a sus impulsos masculinos. Sí, le había contado una buena historia a Harley sobre todas aquellas tonterías de que su padre le desheredaría, pero el viejo nunca se precipitaría de tal modo, y Weston nunca haría nada que pusiese en peligro el puesto número uno en el testamento. Había pasado muchos años haciéndole la pelota a su padre, jugando a su juego, poniendo buena cara a todo lo que hacía para estropearlo ahora. Neal Taggert no se andaba con rodeos a la hora de admitir que Weston era su preferido y, como tal, heredaría la mayor parte de la fortuna de la familia. Weston jamás estropearía y perdería aquello.
¿Pero qué sucedería si apareciera el otro hijo, aquel que nadie conocía, el bastardo?
Cuando Weston le mencionó a Neal que corría aquel viejo rumor sobre él, una vez más, su padre empezó a insultar y a culpar a Dutch Holland por propagar aquellas mentiras. Por alguna razón desconocida, Dutch odiaba a Neal y no se detendría ante nada con tal de arruinarle la vida.
Ante aquella respuesta, Weston se tranquilizó, al menos por el momento, pero robó una copia del testamento de su padre de la oficina en Portland. Neal acababa de modificar el documento, pero no le había mentido. Cuando su padre falleciera, Weston tendría la vida asegurada.
Si no la jodia. Y no lo haría. Era demasiado precavido para fastidiar algo tan importante, pero, oh, algo en los pantalones le picaba, y el motivo era Miranda Holland. Daría lo que fuera por ver como un animal en celo a aquella mujer de hielo, de lengua afilada y sangre caliente. Weston era un buen amante y podría enseñarle cosas que la dejarían sudando, con el corazón a mil y rogando que siguiera.
Aquel pensamiento hizo que sonriera. Cada vez que Weston había dedicado una sonrisa a Miranda, ella había bajado la cabeza. La imagen de Miranda rogándole, su cabello húmedo y sudado, su cara enrojecida, sus suaves dedos bajándole la cremallera, hicieron que su pene se excitara.
– Algún día -dijo en voz baja.
Algún día Miranda descubriría en lo que podría convertirla un hombre de verdad. Sonriendo, se colocó bien el pantalón, dejando el velero y el embarcadero tras él, mientras cruzaba por debajo del cartel de neón ovalado del Club Náutico de Illahee, donde se detuvo para encender un cigarrillo. Una visión más de Miranda Holland le vino a la mente, otra de las muchas que había tenido mientras estaba navegando, y también a lo largo de los días. Por el amor de Dios, se estaba poniendo tan enfermo como Harley, excepto que Claire parecía querer acostarse con su hermano pequeño, y Miranda más bien le escupiría en vez de hablar con él.
Subiendo a su descapotable, imaginó de nuevo cómo sería hacerlo con Miranda. Alta, piernas largas, ojos fríos como el hielo azul, había rechazado proposiciones de la mayoría de los chicos. Siempre tenía metida en un libro aquella nariz recta, casi perfecta. Pero Weston tenía la sensación de que tras esa pose de mujer helada se escondía una mujer de sangre ardiente, que podía comportarse como una animal en la cama. Perspicaz y de lengua afilada, era una mujer inaccesible que tenía planificada toda su vida. Le gustaba hacer creer al mundo que no tenía tiempo para prestar atención al sexo opuesto.
Pero aquello no era cierto.
Weston recordó una ocasión en que siguió a Miranda cuando iba hacia su Camaro negro hacía una semana. Había un chico con ella, Hunter Riley, el hijastro del portero de Dutch Holland. Según Weston, Riley era un completo perdedor. Miranda y Hunt se conocían seguramente desde hacía años, por supuesto, y puede que hubiesen quedado para dar un paseo por la ciudad. Pero había algo extraño, demasiado íntimo en la manera en que Miranda le miraba y le sonreía, o en la manera en que casualmente el brazo de Hunt rozaba los hombros de Miranda, acariciándole suavemente la nuca con los dedos.
– Hijo de puta -murmuró de repente, furioso con Riley.
¿Quién era? Un don nadie que trabajaba en la empresa maderera de su padre. También estaba empleado a jornada parcial haciendo collares y atendía el jardín de los Holland con su padre. Un cero a la izquierda. Hunter Riley había superado a duras penas los créditos suficientes para aprobar el instituto, y en la actualidad asistía a una escuela local para adultos, cuyas asignaturas aprobaba con verdaderos esfuerzos.
Así pues, ¿qué es lo que la sofisticada Miranda veía en aquel bruto?
«Mujeres», pensó mientras tomaba una curva demasiado rápido y las ruedas le derraparon. Daría un trozo de su pene solamente por entenderlas.
Con la capota del Porsche bajada, condujo a gran velocidad hacia Stone Illahee, el complejo turístico que tanto odiaba su padre. Necesitaba un revolcón, uno bueno. Así que fue a por él. Una vez más. Tenía que conseguirlo, el fuerte calor que sentía entre las piernas le dominaba. Weston no sabía si era debido a aquella increíble necesidad sexual o a su aptitud extremadamente competitiva que en ocasiones escogiera a parejas que realmente no merecían la pena. En realidad, tampoco le importaba.