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– Miranda -murmuró.

Ella era la única que merecía la pena, aunque Claire había demostrado ser más mujer de lo que había imaginado. Al principio había pensado que Claire era sosa como una mojigata, pero a medida que la vio crecer y madurar, la miró de otra manera. Era la más atlética de las hijas de Dutch, siempre a caballo o navegando, nadando o escalando, una chica tímida que se había convertido en una mujer que se atrevía a todo. Posiblemente por eso salía con Harley.

¡Harley! Qué patético amago de hombre era. Siempre gimoteando. A Weston le costaba creer que fuesen hermanos. Harley era demasiado sensible, demasiado fácil de manipular para llegar a convertirse en un hombre de verdad. Al pasar por la entrada de Stone Illahee, Weston sonrió, e instintivamente, condujo a través de las numerosas puertas del exclusivo complejo turístico. Pasó por el campo de golf, las pistas de tenis y una extensa zona vallada con setos que separaba la piscina del aparcamiento principal. Eran las diez pasadas. Weston había oído que el viejo Holland estaba fuera de la ciudad durante todo el fin de semana, así que no estaría por el complejo. Ninguno de los empleados de Dutch se atreverían a echar a un Taggert si lo encontrasen.

Estaba a salvo.

Entonces, ¿por qué estaba preocupado? ¿Por qué presentía que ir allí era un error de proporciones inconmensurables y catastróficas?

Dobló la esquina, y vislumbró el primer edificio hecho con piedra gris lisa y madera oscura. Tenía cinco pisos de formas irregulares, con luces tras los cristales. El edificio, próximo a la playa, estaba rodeado de cedros, que sobresalían por encima de la cornisa. Junto a la puerta delantera había una cascada iluminada, cayendo ruidosamente entre pinos y rododendros.

Sintiéndose como un intruso, Weston aparcó el coche. Se guardó las llaves en el bolsillo y se dirigió al interior. La música procedente del bar flotaba a través de las ventanas abiertas, atrayéndole como un canto de sirenas. No esperaba ver a ninguna de las hijas de Dutch aquella noche, pero podría haber alguna mujer dispuesta, esperando en la barra del bar. La conciencia le remordió un poco al recordar a Crystal. Habían hecho el amor en el barco la tarde del día anterior, por lo que ella había tenido que faltar al trabajo. Crystal era preciosa, con la piel lisa y dorada, los ojos oscuros y aquel increíble pelo negro. Pero era demasiado fácil, era como una esclava sexual. Le daba todo lo que él quería. Todo. Actuaba como si él fuera su dueño y señor, y en ocasiones, incluso jugaban a ese juego. Pero Crystal empezaba a aburrirle con tanto consentimiento. Necesitaba un reto mayor, una mujer con más carácter. Alguien a quien tuviera que convencer para llevársela a la cama, y que luego se dejase abrir de piernas.

Deseaba a Miranda Holland.

– Eres tan tonto como Harley -se dijo en voz baja.

Empujó la puerta de roble y cristal que llevaba al interior del bar. Bajó un pasillo, en dirección a la música en directo y al aroma del humo de tabaco.

Una banda de Portland, cuya cantante llevaba un mini vestido ajustado de cuero, estaba tocando una canción de jazz que Weston no conocía, una canción que tenía demasiado saxofón y poco bajo. Weston se colocó tan lejos del escenario como le fue posible. Tamborileaba nervioso con los dedos en la mesa. Miraba las paredes de cedro cubiertas de redes depescar, flotadores, peces disecados de todo el mundo y útiles de pesca. Arpones, lanzas, palos y otros artilugios se entremezclaban entre los salmones, peces espada y tiburones, todos con ojos de cristal.

Una camarera con falda negra, camisa blanca y corbata roja se acercó a él. Weston pidió una cerveza y sonrió cuando la camarera le pidió el DNI para comprobar que tenía veintiún años.

– Weston Taggert -dijo luego, curvando los labios en una sonrisa mayor al reconocerle-. Vuelvo enseguida.

Sonrió. Varias mujeres le llamaron la atención, pero no le interesaban. Eran demasiado fáciles, y por lo que sus ojos desesperados dejaban entrever, habían jugado a simular que esperaban a alguien en un bar demasiadas veces.

No, quería algo diferente aquella noche. No quería apagar aquel picor con un revolcón fácil.

– Aquí lo tienes, cariño -le dijo la camarera, mientras depositaba una copa de cerveza en la mesa.

La cerveza estaba fría, pero no consiguió enfriarle el cuerpo. Weston acabó la bebida enseguida, a la vez que pensaba que dejarse caer por la sagrada propiedad de Dutch Holland no era una emoción fuerte, ni mucho menos. Dejó un billete de cinco dólares en la mesa. Se dirigía hacia el coche cuando la vio, la hija pequeña de Dutch: Tessa. Su pelo rubio parecía plata bajo los focos del aparcamiento. Llevaba unos pantalones cortos hechos jirones, una camiseta diminuta y un chaleco de piel también cortado y decorado con lentejuelas que destellaban a la luz las farolas. Tessa no parecía, en absoluto, una de las chicas más ricas de aquella región.

Los rumores decían que era una calientabraguetas, siempre paseándose por la ciudad con pantalones cortos y diminutas camisetas que dejaban ver sus enormes pechos y la firme piel de su abdomen. A menudo se ponía una chaqueta de piel, pero nunca se la abrochaba. Siempre dejaba que todo el mundo admirara su increíble figura, como en aquella ocasión.

Estaba sentada en la repisa que rodeaba la cascada de agua, fumando un cigarrillo y contemplando la fuente con desdén.

Tessa no era la mujer que Weston deseaba. No era Miranda.

Pero estaba allí, y Weston iba cachondo.

– Sabes, justo estaba pensando en ti y en tus hermanas, y aquí estas tú -dijo, ajustándose las mangas de la chaqueta y aprovechando la realidad de aquella situación.

Tessa volvió la cabeza bruscamente. El corazón le dio un vuelco. Le asustaba mirarle fijamente. Luego volvió a mirar el agua arremolinándose.

– ¿Eso te suele funcionar?

– Es la verdad.

– Vale. Y yo soy la reina de Inglaterra.

– No lo creo. Dicen que es algo mayor que tú.

Tessa dejó los ojos en blanco un segundo y dio dtra calada.

– ¿Qué estás haciendo aquí? Pensaba que este lugar estaba fuera de los límites de los Taggert. Cualquiera con tu apellido que cruce estas puertas corre el riesgo de ser expulsado y descuartizado.

Weston sonrió. Al menos la chica no se callaba.

– Quizás es hora de que alguno dé marcha atrás en esta competición.

Tessa le miró de nuevo, con aquellos increíbles ojos azules. Seguidamente, se encogió de hombros, como si realmente le importara un bledo lo que él o su familia hicieran.

– Haz lo que quieras.

– ¿Estás esperando a alguien?

Se sentó a su lado, en la repisa. Esperaba que ella se apartara un poco, poniendo distancia entre los dos cuerpos, pero no lo hizo. Tessa dio una intensa calada al cigarrillo y expulsó el humo por un extremo del labio.

– Supongo.

– ¿No lo sabes?

– Eso es. No lo sé -contestó ella levantando la barbilla con actitud desafiante.

Weston vio, más allá de la pose rebelde y orgullosa, a una chica más joven y vulnerable de lo que simulaba ser. Aquel instante, en el que vislumbró su interior, a Tessa le pareció una eternidad. Parpadeó, vistiendo de nuevo aquella coraza, aquella armadura agrietada.

– ¿Va a venir alguien a recogerte?

– Puede ser.

– ¿Necesitas dar un vuelta?

Tessa sonrió y arrojó el cigarrillo en el agua. La colilla chisporreteó, rebotó entre los remolinos de espuma y desapareció bajo la cascada.

– Puede.

– ¿Dónde quieres ir?

Tessa dudó, arqueó sus perfectas cejas rubias.

– Quizá me da igual.

Weston sonrió de lado. Aquella chica realmente tenía narices para desafiarle.

– Quizá no debería dártelo.

– ¿En qué estás pensando? -Su voz era débil e insinuante. Estaba jugando a un juego que a Weston le encantaba. Lo entendía a la perfección, había jugado a ello antes, y siempre había ganado.