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– Nada. No tengo que probar nada.

– Pero quieres -dijo levantando los brazos y apoyandose en el poste que había detrás de Miranda, acorralándola entre ambos brazos, pero sin llegar a tocarla.

– Sí.

– ¿Por qué? ¿Para que tu padre deje de quejarse por no haber tenido un hijo?

– No lo sé -mintió con voz tan baja que apenas se la podía oír. Claro que quería probar a Dutch Holland que era tan buena como cualquier hijo varón que hubiera tenido.

– ¿O porque quieres competir en un mundo de hombres?

– Sólo quiero ser lo mejor posible.

– Y para conseguirlo, te niegas a ti misma y a cualquier placer simple.

– Tú no sabes nada sobre mí.

– Sé que comes equilibradamente, que haces con regularidad calistenia en tu habitación, que lees cualquier cosa que desarrolle tu mente y que haces lo imposible para demostrar que eres todo lo que Dutch desearía de un hijo.

– ¿Cómo sabes…?

– Yo también te he estado vigilando.

Miranda contuvo la respiración, y se preguntó si Hunter la había estado espiando por la ventana de noche, observando su cuerpo. Se tocó el pecho y se pasó las manos por el abdomen, mientras se preguntaba cómo sería el tacto de un hombre.

– No tienes derecho…

– Derecho no, deseo. Como tú.

– Yo no tengo ningún…

– No mientas.

Hunter estaba demasiado cerca. Parecía como si todo el establo se estrechara y acercara.

– Sal de enmedio.

– Si piensas ganarte la vida como abogada, tendrás que aprender a manejar a la gente y también los insultos y los argumentos. Incluso en ocasiones los cumplidos. -Bajó la mirada hacia sus senos, los cuales botaban por debajo de la camiseta.

– Ah, vale, ya lo entiendo -se burló, perdiendo fuerza en la voz-. Esto es una prueba. Así que ahora eres mi profesor.

– Sólo estoy conversando.

Hunter le miró a la boca durante un segundo, aunque a Miranda le pareció una eternidad. Algo dentro de ella, una parte cálida, ardiente y vital respondió. Detestaba a aquel muchacho, sin embargo, le atraía hasta un punto que no quería admitir.

– Pues conversa con alguien a quien le intereses.

– A ti te intereso.

– No creo.

Su sonrisa respondió que no la creía. Se echó a un lado, y cuando ella quiso pasar, la agarró por la cintura. Le dio la vuelta rápidamente, de un tirón, y de repente todos aquellos músculos, duros como piedras, la envolvieron. No se podía mover, apenas podía respirar, y el corazón le latía tan rápido en el pecho que tenía miedo a desmayarse.

– No…

Hunter unió sus labios a los de Miranda y se fundieron en un intenso y agotador beso, arrancándoles el aire de los pulmones. Miranda trató de apartarse, pero sabía que los esfuerzos serían en vano. La parte racional de su mente gritaba por librarse de él, mientras que la parte femenina irracional surgió de pronto, deseando devolverle aquel beso, explorar y sentir la excitación del sexo puro y animal.

Hunter tenía unas manos grandes y fuertes. Su cuerpo estaba caliente y sudoroso, olía a hombre y a serrín. Produjo un gemido con la garganta, y separó sin esfuerzo los labios de Miranda con la lengua.

– Sí que te intereso -le repitió al soltarla. Miranda aún tenía la boca abierta-. Cuando seas lo bastante mujer para reconocerlo, me llamas.

Casi cayéndose hacia atrás, Miranda sacudió la cabeza.

– Antes te pudrirás en el infierno.

– No lo creo.

Y, maldita sea, tenía razón. Miranda le ignoró durante dos semanas. Sin embargo, le observaba cuando trabajaba en la finca, y ponía especial cuidado en no cruzarse con él cuando estaba fuera de casa, pero cada vez que rememoraba aquel único y estremecedor beso en el establo se le aceleraba el corazón y empezaba a sudar.

Por la noche, pensaba en él, acostada en la cama y con el cuerpo ardiéndole debido al implacable calor veraniego. Y durante el día, cuando se suponía que estaba estudiando para las clases nocturnas a las que asistía en la escuela local, también, pues podía encontrárselo en el centro.

Después de dos semanas, Miranda abandonó su actitud y se tragó el orgullo. Cogió el teléfono y le llamó. Aquella noche pasaron horas en la playa, caminando por la orilla, contemplando cómo las espumosas olas se rompían en la arena. Hunter ni la había tocado.

La siguiente vez no fue diferente, ni la otra. Era como si aquel beso fuera todo lo que Hunter quisiera compartir con ella. Finalmente, Miranda le agarró la muñeca con la mano, levantó la cabeza y suspiró.

– ¿Me tienes miedo?

Hunter se rió, con un sonido que resonó en el corazón de Miranda.

– ¿Miedo? No seas ridícula.

– Pero…

Se sintió como una boba. ¿Qué podía decirle? Hunter estaba apoyado en el guardabarros del coche. Hacía un sol cegador y asfixiante. Habían aparcado en un extremo retirado de la playa, a millas del complejo turístico de su padre.

– ¿Pero qué…?

– Nunca… bueno, ya sabes.

– No soy adivino -le dijo alargando las palabras, con una sonrisa de oreja a oreja.

– No hagas como que no sabes de qué va, Hunter.

– Pues escúpelo. ¿Qué pasa por tu mente?

Miranda tragó saliva y dejó caer la mano. No podía hablar.

– Venga, abogada -la provocó-. Cualquiera que pensara convertirse en un abogado de primera sabría decir lo que pasa por su mente.

– Nunca me tocas -se sinceró, a la vez que sentía cómo la cara se le ponía completamente colorada.

– ¿Y eso te molesta? -jugueteó con un anillo de oro que llevaba, con una piedra ónice, mientras esperaba una respuesta.

Miranda quiso mentirle, pero no lo hizo.

– Sí, me molesta.

– Quizás es que piense que eres intocable.

– No, hay algo más. ¿Qué es, Hunter?

Hunter la miró de arriba abajo, maldiciendo en voz baja, y a continuación la agarró. Con labios deseosos la besó, rodeándola con sus enormes manos. Ambos se fundieron en un beso, encajando el uno con el otro. Miranda le besó con la misma pasión que al parecer consumía a Hunter. Abría la boca con entusiasmo, dejando que la lengua de Hunter la penetrase y reclinándose sobre él, ansiosa por sentir su tacto y cuerpo.

Las olas chocaban contra la orilla, la arena le salpicaba las piernas, el sol le calentaba la espalda y sintió como si estuviesen ellos dos solos en el universo.

– ¿Esto… esto es lo que quieres? -le preguntó, apartándole un mechón de pelo de la mejilla.

«¡Quiero que me quieras!» pensó Miranda como loca.

– Sí.

– ¿Y esto? -La besó de nuevo, mientras le metía la mano por debajo de la blusa para poder tocarle el pecho.

– S…sí.

Hurgó con sus duros dedos en el sencillo sujetador de algodón blanco y le acarició el pezón.

A Miranda se le cortó la respiración al notar aquellas caricias, y algo en su interior hizo que se estremeciera.

– ¿Más? -le preguntó, aquella pregunta causaba risa.

– Sí… No. Ooooh.

Apoyado sobre el coche, se cambió de lado y puso a Miranda sobre el capó, abriendo las piernas y colocando las de ella en medio. Los pantaloncitos le apretaban formando una V que ocultaba su entrepierna. Le desabrochó el pantalón mientras la besaba. Le desabrochó el sujetador. Los pechos se movían libremente entre sus manos ásperas y calientes que estaban por todos lados tocando, acariciando, rozando.

– Esto podría traernos problemas -dijo, mientras jugueteaba con la cremallera de los pantalones de Miranda.

– ¿A ti?

– A ti.

– Ah. -Le besó con la enorme ilusión de una virgen coqueteando en su primera experiencia sexual.

– Llega un momento en el que no puedo parar.