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– Pues no pares. Nunca…

– Oh, Randa. -La volvió a besar con labios ansiosos. Sus dedos recorrieron su abdomen, y de repente, justo cuando se había pegado a ella, la apartó-. No -se dijo a sí mismo-. No, no, no. Esto no es una buena idea.

– ¿Qué? Claro que sí.

– Tú no lo entiendes, ¿verdad? -Meneo la cabeza y se pasó los dedos agarrotados y frustrados por el pelo-. Tú y yo… pertenecemos a mundos opuestos, Miranda, y no hay nada, ni una maldita cosa, que podamos hacer para evitarlo.

– No te entiendo.

– Lo harás -dijo, mirando fijamente al horizonte.

Después de aquello, Miranda se negó a que la rechazase y le volvió a llamar, mostrando así una actitud atrevida y descarada, convirtiéndose en una de esas chicas que detestaba, las que van detrás de los chicos. Y funcionó. Hunter aceptó volver a verla, pero sólo con la condición de que mantuviesen su relación en secreto.

– No quiero cargar con las consecuencias y toda esa mierda que me podría caer encima si tu padre se entera -le dijo a solas cuando estaban junto el mar-. Dejemos que sólo tenga un infarto a causa de tu hermana y Taggert, pero mantengamos mi nombre aparte.

– ¿Por qué?

– Simplemente es demasiado complicado, joder, ¿de acuerdo? Confía en mí esta vez.

Así lo hizo Miranda. Nadie sabía que estaban saliendo juntos. Sus citas eran un secretismo que hacía crecer el misticismo de aquel romance. Mientras Miranda conducía en dirección a la cabaña, en la zona norte de la propiedad donde habían quedado, sabía que probablemente harían el amor. Habían estado a punto de hacerlo en otras ocasiones, pero Hunter siempre se había echado atrás, lo que hizo que realmente ella confiase en él. Aquella noche, con las estrellas salpicando el cielo oscuro, esperaba que no se resistiera, y maldita sea, que se dejaran llevar.

Giró tomando un camino de malas hierbas que llevaba a la cabaña, y sintió el ruido de los hierbajos arañando la parte inferior del coche. La hierba, a la altura de las ventanas del Camaro, bailaba al ritmo del viento. Rosas secas y sin cuidar desprendían un olor suave, enredadas con los zarzales que crecían libremente en aquella zona de Oregón.

Nadie había vuelto a utilizar aquella cabaña. Fue construida antes que la casa, alrededor de finales de siglo, y había sido olvidada por completo. Las zarzamoras estaban enredadas en la baranda del porche, algunos ladrillos se habían caído de la chimenea, pero el interior era fresco y seco, y aquella noche, aunque la temperatura rondaba los treinta grados, se veía fuego en la chimenea a través de las ventanas.

Hunter la estaba esperando.

A Miranda se le aceleró el corazón. Corrió hacia la entrada y empujó la puerta.

– Llegas tarde.

Miranda se sorprendió, pues no había oído sus pasos en el porche. Dio un bote, sobresaltada, y sintió los fuertes brazos de Hunter estrechándola posesivamente.

– Tú has llegado pronto.

– No podía esperar.

– ¿No? -rió, mientras se dejaba abrazar y abría la puerta de una patada.

Como un recién casado que cruza la puerta llevando a su novia en la noche de bodas, Hunter la besó y la llevó al interior. A Miranda le daba vueltas la cabeza cuando Hunter la dejó sobre una cama vieja de metal, cubierta de edredones y almohadas que había llevado él. El fuego chisporreteaba en la chimenea, formando grandes llamas que devoraban troncos musgosos. Miranda miró al que amaba.

Hunter era impredecible. Podía ser cruel un momento, y al siguiente dulce. Le había enseñado cómo disparar con arco y flechas, cómo hacer saltar las piedras sobre el agua, y le había confesado que los chicos a los catorce años preferían comer antes que cualquier otra cosa, y a los dieciséis tirarse cualquier cosa que se moviese. No soportaba a la gente estúpida y no quería que nadie supiese que salían.

– No hay razón para que las malas lenguas hablen de nuestra relación -le decía-. Créeme, no querrás ser el tema principal de sus conversaciones.

– Me daría igual -replicaba ella, pero él no la quería escuchar, y aquello era motivo de discusión.

Ahora, entre sus brazos, mirando su marcada mandíbula y sus ojos oscuros y apasionados, se preguntaba si se casaría con él algún día. Por primera vez en su vida, veía algo más allá del estatus de hija privilegiada de un millonario y del de hijastro de un portero. ¿Qué importaba?

Hunter la besó y Miranda notó la sangre correr por sus venas. El viejo colchón se hundió. Miranda le rodeó el cuello con los brazos. Él empezó a rozarla, a tocarla, dándole vida a su piel. Nunca antes se había sentido tan viva, tan deseada. El deseo fluía desde su interior, extendiéndose y haciéndose cada vez mayor, dominándola dulcemente desde su parte más profunda y femenina.

– Hunter -susurró Miranda, con voz áspera, mientras la sangre le ardía sin control.

Él la besaba, bajándole la tira del sujetador, lamiéndole con la húmeda lengua lugares que nunca habían visto la luz del día. Su barba era dura, su aliento cálido y su piel ardía, como la de Miranda.

Ella le pasó los dedos por el grueso cabello, a la vez que jadeaba de placer. La llamas del fuego destellaban y danzaban formando sombras doradas en sus cuerpos.

Hunter le desabrochó el sujetador y lo dejó en el suelo, contemplando, fascinado, aquellos pechos suaves moviéndose con libertad.

– Eres tan guapa -dijo finalmente, resoplando sobre el cuerpo de Miranda-. Esto debe ser pecado.

Le tocó un pezón y éste se endureció. A continuación se inclinó y comenzó a chuparlo.

Tenía las manos colocadas en los pantalones cortos de Miranda, bajándoselos por las nalgas, tocando sus suaves curvas al descubierto, pasándole la mano por el interior de los muslos, frotándose contra ella, explorando los lugares más secretos de su cuerpo.

Miranda no podía contenerse. Ella, que siempre había sido fría y distante, la que, según habían dicho algunos chicos, tenía hielo en las venas. Se encorvó hacia él, rogándole que siguiera en silencio. Se encontraba en la diminuta habitación de una ruinosa cabaña, en una cama por la que habían pasado amantes durante cientos de años, y estaba besando a un hombre al que apenas conocía, un hombre que se negaba a que lo viesen en público con ella, que estaba a punto de convertirse en su primer y único amor.

Después de hacer el amor, tras la placentera sensación, Hunter se acercó a Miranda y le acarició la cabeza. Los destellos de las llamas se podían ver reflejados en su anillo. Miranda tocó la piedra negra.

– ¿Es valioso?

– Es lo único que llevo ahora.

Miranda le dedicó una sonrisa dulce.

– Ya lo sé. Pregunto si es valioso. -Empezó a juguetear con el pelo del pecho de Hunter-. Ya sabes, ¿te lo dio alguna chica?

Resopló.

– ¡Qué va! -Se sacó el anillo de oro y lo miró-. Esto es todo lo que tengo de mi padre biológico, el tío sin rostro que dejó embarazada a mi madre y luego la abandonó. Debería deshacerme de él, supongo, pero lo sigo teniendo porque me hace recordar que aquel bastardo no me quería, ni a mi madre, y tuve la suerte de tener a Dan Riley como padrastro.

– ¿Cómo se llamaba?

– ¿Mi padre real? -suspiró-. No lo sé. Nadie me lo dijo, y no aparece ningún nombre en mi certificado de nacimiento.

– ¿No lo quieres saber?

– No. -Deslizó el anillo en su dedo de nuevo, se arrimó a Miranda y ella se recostó sobre los músculos firmes de stt hombro desnudo-. No importa. -La besó en la frente y añadió-. Ahora mismo, todo lo que me importa somos tú y yo.

– ¿Para siempre? -preguntó.

– Para siempre es mucho tiempo, pero tal vez. Sí, tal vez.

Miranda echó la cabeza hacia arriba, esperando el beso que sabía que Hunter le iba a dar. Por fin había encontrado un trocito de cielo en la tierra.

– ¿Estuviste con Weston Taggert anoche? -susurró Miranda, mientras el rostro se le volvía pálido.

Acababa de poner agua en la cafetera y el líquido empezó a borbotear en contacto con el calor. Aquella sorprendente noticia que le había dado su hermana rebotó en las paredes de su cabeza, en un momento en que aún estaba asimilando que Hunter y ella habían hecho el amor. El dolor en su entrepierna era algo que le recordaba constantemente la noche anterior. Se aclaró la voz e intentó concentrarse en aquel problema. El problema, como siempre, era Tessa.