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Claire, la mediana, era la tranquila, romántica por naturaleza. De niña era torpe, simple en comparación con sus hermanas, pero fue creciendo y Dutch sospechaba que sería una de esas mujeres que mejoran a medida que pasan los años. Cuando murió Harley, se convirtió en una mujer de voz suave y cuerpo atlético. Ella, la mediana, a la que no había prestado nunca mucha atención. Nunca le causó ningún problema, excepto cuando se enamoró de Harley Taggert.

Por último estaba Tessa, la pequeña. Y la rebelde. No había ninguna razón por la que quisiera ver muerto a Taggert. Al menos ninguna que Dutch conociera. La idea le revolvía el estómago.

Hasta hacía poco, a Dutch no le había importado el fallecimiento de Taggert.

Ahora tenía los dedos sudorosos sujetando el volante. Claire, de encantadores ojos y pecas, no era una asesina. No podía serlo. Señor, no era posible. ¿O sí? ¿Qué pasaba con Miranda? Quizá no conocía a su hija mayor tanto como creía.

El sol brillaba bajo las colinas del oeste, cegándole con sus rayos brillantes. Bajó la visera. La carretera se dividió y tomó el camino hacia la pequeña ciudad de Chinook. Se dirigía a la vieja cabaña de nativos americanos que había comprado a un precio muy bajo.

El Cadillac se tambaleó cuando Dutch tomó la curva demasiado rápida, pero apenas lo notó, ya que conducía por en medio de los dos carriles. Una furgoneta que iba en dirección contraria tocó el claxon y patinó sobre la gravilla para evitar el choque.

– Bastardo -refunfuñó Dutch, todavía sumido en sus pensamientos.

Su hija menor, Tessa, era, y siempre había sido, la inconformista de la familia. Era rubia y tenía los ojos azules. A los doce años su cuerpo ya tenía curvas obscenas. Tessa siempre había sido la oveja negra de la familia. Mientras Miranda había intentado agradar, y Claire había pasado inadvertida, Tessa desafiaba a Dutch descarada e intencionadamente cada vez que podía. Sabía que era su favorita. Se rebelaba a cada momento. Un problema, eso es lo que Tessa había sido, pero Dutch no podía creerlo. No creía que fuera una asesina.

– Que se vayan al diablo -murmuró mientras acababa de fumarse el puro. Ojalá hubiera tenido la suerte de tener hijos. Las cosas hubieran sido diferentes. Bastante diferentes. Dios le había jugado una mala pasada con esas chicas.

Las hijas siempre traen desgracias a los hombres.

Aflojó el acelerador al llegar a un pino inclinado. Lo había plantado hacía una eternidad, cuando había comprado aquel lugar para Dominique. Condujo el coche hacia el camino privado que llevaba a la finca. Había estado enfermo de amor en la época en que plantó aquel pequeño pino en la tierra, pero los años le habían cambiado, aquel amor se había gastado tanto que había acabado haciéndose añicos, como el cristal al romperse.

Abrió las puertas y condujo por el asfalto agrietado que tiempo atrás era un paseo bien cuidado. El agua cristalina del lago centelleaba seductora por entre los árboles. Cómo le había encantado este lugar.

La nostalgia le empañaba el corazón a medida que tomaba la curva final y veía la casa, una cabaña de caza vieja y de formas complicadas. A su alrededor había plantado un abeto y un roble, y tenía cuatro plantas.

Hogar.

Un lugar para el triunfo y el dolor.

Pensando que a su mujer le gustaría tanto como a él, compró aquel enorme terreno repleto de árboles para Dominique. Desde el momento en que ella vio aquellos árboles tan rudos y las vigas, odió todo lo que tuvo que ver con su nuevo hogar. Sus ojos evaluaron los ángulos del techo, las paredes de cedro, el suelo tableado, y el techo inclinado. Tocó la barandilla esculpida a mano de la escalera. Tenía figuras de criaturas del noroeste decoradas artesanalmente. Los orificios nasales le llameaban como si de repente estuviera respirando un olor fétido.

– ¿Compraste esto para mí? -preguntó, incrédula y con una profunda decepción. La voz resonó a través del desnudo vestíbulo-. ¿Esta… esta monstruosidad?

Miranda, que no llegaba a los cuatros años, la viva imagen de su madre, miraba seria la vieja casa como si esperara que pudieran aparecer allí todo tipo de fantasmas, duendes y monstruos.

– Supongo que sí. -Dominique señaló con el dedo el salmón esculpido que había en la parte inferior de la barandilla-. ¿Se supone que eso es arte?

– Sí.

– Por el amor de Dios, Benedict, ¿por qué? ¿Qué se apoderó de ti para que compraras esto?

Dutch había sentido la primera sensación de horror en su corazón. Extendió las manos.

– Es para ti y para las niñas.

– ¿Para nosotras? ¿Aquí fuera? ¿En la mitad de ningún sitio? -Se escuchaban taconeos indignados mientras caminaba por el vestíbulo y el comedor. El techo lo formaban bóvedas y había tres lámparas de araña formadas por docenas de cornamentas de ciervo juntas-. ¿Lejos de mis amigos?

– Es un buen lugar donde criar a las niñas.

– La ciudad lo es, Benedict. Donde pueden ver a otros niños de su edad, en una casa que les hace justicia, donde se expondrán a una cultura y a personas adecuadas -suspiró, luego siguió a Claire con la mirada, que empezó a caminar hacia las puertas francesas abiertas, situadas en la parte trasera que daba al lago. Dominique empezó a correr, golpeando con los tacones cada vez más rápido-. Esto va a ser una pesadilla. -Cogió a Claire del porche cubierto antes de que se acercara a la orilla, se volvió y lanzó una mirada de odio a su marido-. Vivir aquí no funcionará.

– Claro que funcionará. Construiré pistas de tenis y una piscina con su casita. Tú puedes tener un jardín y un estudio propio en el garaje.

Tessa, pequeña y quisquillosa como siempre, dio un fuerte berrido y se acercó a los brazos de la niñera.

– Shhh -susurró al querubín de rostro colorado. Bonita apenas llegaba a los dieciséis años de edad y permanecía ilegal en los Estados Unidos.

– No puedo vivir aquí. -Dominique se mantenía firme.

– Seguro que sí.

– ¿Cómo aprenderán francés las niñas?

– Contigo.

– No soy una profesora.

– Contrataremos a una. La casa es grande.

– ¿Qué pasará con las clases de piano, violín, esgrima, equitación…? Oh, Dios mío. -Miró examinando lo que le rodeaba. Tenía los ojos azules húmedos, y se apretaba los labios con sus cuidados dedos.

– Funcionará, te lo prometo -insistió Dutch.

– Pero probablemente no pueda… No estoy hecha para ser una criada… Voy a necesitar más ayuda aquí, a parte de la de Bonita.

– Lo sé, lo sé. Ya he hablado con una mujer, una mujer india que se llama Songbird. Tendrás más ayuda de la que necesites, Dominique. Podrás vivir como una reina.

Dominique hizo un sonido de desaprobación desde la garganta.

– La reina de ningún sitio. Una buena definición ¿no crees?

A partir del día siguiente odió vivir allí, a pesar de estar cerca del lago. Predijo que nada bueno sucedería en ningún lugar cercano a las orillas de lago Arrowhead.

Dutch bajó la ventanilla del coche un poco más, dejando entrar el húmero aire del verano. El agua, salpicada por los rayos del caluroso sol, parecía apacible, incapaz de causar tanto dolor y agonía.

– Hijo de puta -murmuró, con el puro colocado firmemente entre los dientes, mientras cogía la botella de güisqui escocés que había comprado en la ciudad.

Salió del coche, y caminó por encima de numerosas pinas y hojas que había frente a la puerta delantera. Se abrió fácilmente, como si le estuviera esperando. Las suelas de los zapatos se le enganchaban al polvoriento suelo de madera, y creyó oír un ratón escabullándose en una esquina a oscuras.