Escupió una ráfaga de humo, apagó el cigarrillo y se aclaró el rostro. A veces se preguntaba por qué siempre llevaba puesta la quinta marcha en lo que se refería a las chicas. No podía mirar a una mujer sin sentirse fascinado ante la idea de acostarse con ella, y cuando se trataba de las hermanas Holland, aquella sensación era aún mayor. Se negaba a pensar que se debía a algún retorcido motivo relacionado con la traición de su madre… No, eso no podía ser. Tampoco podía ser por la enemistad entre las dos familias. En realidad no era eso. Era el gran reto que ello representaba. Miranda, Claire y Tessa eran jodidamente arrogantes. Tenían una actitud de «yo soy mejor que tú», acorde con su belleza, que era superior a sus fuerzas. Genial. Ya se había tirado a Tessa… Una virgen menos, le quedaban dos, aunque dudaba que esas dos fueran tan inocentes. Claire se estaba acostando con Harley, de eso estaba seguro, y Miranda, la princesa de hielo en apariencia, seguramente era todo fuego bajo aquella superficie.
Quería llevarse a la cama a las tres Holland fuera como fuera. Pero aquellos pensamientos eran normales. Lo malo era que siempre actuaba siguiendo sus impulsos, incluso cuando sabía que tendría que ser más selectivo, posiblemente debido a los sermones de su madre. Como si ella supiera algo sobre la virtud.
Apretó los dientes y frunció el ceño frente al espejo. Vio los años retroceder hasta el momento en que era un niño, con no más de diez o u once años. Se recordó subiendo a su roble favorito, buscando ardillas, con el tirachinas preparado para disparar, aunque él habría deseado tener una escopeta, como algunos de sus amigos. Siempre se colocaba en la misma rama, con los ojos fijos, mirando hacia un árbol donde solía vivir una familia de ardillas. Mientras tanto, oía flotar la música por la ventana del segundo piso de la casa de campo.
Mick Jagger, el cantante favorito de su madre en los últimos años, a quien había visto en persona y de quien había conseguido un autógrafo, cantaba «Brown Sugar» una vez más. Puf, Weston estaba harto de aquella canción. La llevaba escuchando durante años. Miraba asombrado cómo su madre, normalmente prudente, cerraba los ojos, meneaba la cabeza y movía las caderas al ritmo de la música. Sencillamente no lo entendía. Y en aquel momento no quería ruidos. Estaba a punto de disparar a las ardillas.
Se disponía a bajarse del árbol cuando oyó risas procedentes de la ventana abierta. Una de las risas era de su madre y la otra no la pudo reconocer. Una voz, más grave y masculina, dijo algo que no pudo entender, y Mikki Taggert se rió de nuevo como una colegiala. Weston tuvo la sensación de que algo no iba bien, y aunque sabía que no debía, se aproximó a la rama que quedaba más cerca de la casa de campo.
– No puedo creer que estés aquí -dijo Mikky, susurrando de nuevo encantada, mientras terminaba la canción.
– No soportaba estar lejos.
– Me alegro.
Hablaba tan bajo que Weston tuvo que acercase un poco más hacia la ventana, con las manos sudorosas, mientras miraba hacia el suelo, que parecía estar muy lejos.
– Parece como si estuvieras esperándome.
– No, tonto, me disponía a tomar al sol.
Tronó una risa fuerte.
– ¿En septiembre?
– ¿Por qué no?
– Creo que podemos hacer algo más.
– Eres malo -dijo Mikki, aunque no parecía asustada.
Susurraba en voz baja. A Weston se le pusieron los pelos de punta, como si hubiese escuchado el sonido de unas uñas arañando una pizarra. Algo en su cabeza le advirtió que bajara del árbol, que corriera tan rápido y lejos como le permitieran las piernas. Pero era como si un imán le atrajera y le hiciera permanecer junto a la ventana, empujado por una fuerza irresistible y probablemente malévola.
– ¿Malo? -repitió el hombre, y Weston creyó oír el sonido de cubitos de hielo cayendo en un vaso-. No lo creo.
– ¿Qué diría Neal?
«¡Eso! ¿Qué diría papá?»
Risas. Graves, misteriosas y temerarias.
– Bueno, esa pregunta es interesante, pero no pensemos en él ahora.
– ¿No deberíamos? -La pregunta de Mikki Taggert quedó colgada en el aire-. Creía que todo esto tenía que ver con él, ya que es a él al que de verdad estamos jodiendo, por así decirlo.
La ventana y el bajo de la cortina estaban ya muy cerca. Weston estiró el cuello y echó un vistazo al interior. Acostumbró sus ojos a la oscuridad de la habitación. El estómago se le revolvió. Allí estaba su madre, de puntillas, con los brazos alrededor del cuello de aquel enorme hombre, cuyos dedos se movían por la espalda de su madre, desabrochándole la parte superior del bikini. Mikki tenía el cuerpo bronceado untado de crema para el sol.
El hombre la besó y con un movimiento rápido le quitó el sujetador. Weston tragó saliva cuando vio los pechos de su madre. Estaban blancos, las marcas del sujetador enmarcaban su belleza, ya que el sol nunca los había tocado. Los pezones tenían forma de grandes discos oscuros. Weston apretó los ojos y casi se cae de la rama. El cerebro le zumbaba. ¿Qué estaba haciendo su madre con aquel tipo, aquel extraño de cuello ancho y pelo castaño, casi canoso?
Tenía el estómago revuelto e hizo lo posible para evitar las arcadas y empezar a vomitar. El sudor le recorrió la nariz y pidió a Dios que jamás hubiera subido a aquel árbol, ni que se hubiera acercado a aquella maldita ventana. Sin embargo, allí continuaba, incapaz de apartar la mirada, observando, con morbosa fascinación, cómo su madre, la mujer a la que siempre había admirado, permitía que aquel tipo la besara. Las manos del hombre tocaban aquellos pechos blandos, mientras ambos se acostaban sobre el edredón que había cosido la abuela. Mikki hacía sonidos graves y desagradables con la garganta y se encorvaba hacia el hombre, frotándole la entrepierna.
Weston notó la bilis subiéndole por la garganta, mientras veía cómo aquel hombre se quitaba la camisa. Notó el tirachinas que llevaba en el bolsillo del pantalón marcándosele en el culo, y pensó en apuntar hacia la ventana y disparar a aquel tipo una piedra directa a la cabeza. ¿Por qué no? El muy cabrón se lo tenía merecido. Se dispuso a coger el arma, en el momento en que escuchó emitir a su madre un largo y profundo:
– Ooooh, eso es, cariño.
A Weston se le partió el corazón. ¿Cuántos sermones les había dado su madre a él y a su hermano pequeño sobre ser bueno, jugar limpio, no mentir y ser siempre leal? No podía contar las veces que Mikki les había acariciado la cabeza con aquellos dedos amorosos, les había puesto bien la corbata y había llevado a Harley, a la pequeña Paige y a él a la iglesia donde, desde lo alto del pulpito, el reverendo Jones, el pastor más aburrido del mundo, hablaba sin cesar sobre la cólera y el poder de Dios.
Mamá siempre les había pedido que fuesen sinceros con ellos mismos, con la familia, con Dios y Jesús. Les había dicho cientos de veces que debían seguir siempre los Diez Mandamientos y la Regla de Oro. Y, en cambio, allí estaba ella, quitándole la ropa a un tipo, follándoselo. Por el amor de Dios.
Estaba demasiado oscuro para ver el rostro del hombre, pero mirando aquella pecosa y peluda espalda, Weston sentía la asquerosa sensación de que podría conocerle. Había un espejo al otro lado de la habitación, frente a la cama, pero el tipo nunca lo miraba. Lo único que Weston podía ver era la coronilla de aquel hombre mientras montaba a su madre, de espaldas a la ventana. Weston oyó el inconfundible sonido metálico de una cremallera al bajarse.
– ¿Me quieres, cariño?
¡Esa voz! Weston la había oído antes.
– Sí.
– ¿Cuánto, amor? Enséñale a papá cuánto le quieres.
No podía soportarlo ni un minuto más. Cogió el tirachinas y una piedra afilada que llevaba en el bolsillo trasero, y apuntó. Soltó la goma a través de la ventana abierta, hacia aquella espalda pecosa y blanca. El pequeño misil salió disparado.