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Apartó el plato en un arrebato de furia. La salsa de carne de ternera salpicó el mantel de lino. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para coger un puro.

– Por el amor de Dios, Benedict, contrólate. -Dominique tenía el rostro tenso y blanco, con la boca arrugada por el disgusto-. Al menos los hijos de Taggert poseen respetabilidad.

– Querrás decir dinero -corrigió Tessa.

Miranda deseó que su hermana pequeña cerrara el pico. Cuando su padre estaba de aquel humor no había manera de hablar con él.

– No hay la más mínima respetabilidad en esa apestosa familia. -Dutch estaba en pie, con el puro entre los dientes-. Sabía que esto sucedería, ¿sabes? -le dijo a su mujer, mientras descansaba una mano en el picaporte de las puertas francesas. El puro se movía en su boca-. ¿No te lo dije? Cuando cada una de ellas nació. Problemas.

– Tú querías hijos varones -dijo Dominique, mostrando rechazo y desilusión en sus palabras.

Claire se mordió el labio superior, Tessa hizo un gesto con los ojos y Miranda, que ya había escuchado aquella discusión en otras ocasiones, empezó a sentir dolor de cabeza.

– Pues claro que quería hijos. Grandes y robustos muchachos que heredaran todo por lo que he trabajado. Yo provengo de una familia de hombres, Dominique.

– Esto no tiene que ver con ella -le interrumpió Tessa.

– Claro que sí. Con todas vosotras. Me siento como pez fuera del agua en mi maldita casa. ¡Chicas! He estado a punto de enviaros a un internado. Demonios, a vuestra madre le encantaría que estudiarais en Suiza, o en la puñetera Francia, y, creedme, os mandaré a las tres al extranjero si escucho algo más acerca de casaros con un Taggert.

– Pero… -dijo Claire, levantándose de la silla.

– No estoy bromeando. Ponme a prueba y cogerás el primer vuelo que te saque de Portland.

– ¡Yo le quiero! -declaró Claire, temblorosa, enfrentándose a su padre, desafiándole por primera vez en su vida.

Miranda deseó darle una patada a su hermana por debajo de la mesa para hacer que se callara. Aquel no era el momento. Debía dar a su padre tiempo para que se le pasara.

– Que le quieres -murmuró Dutch-. ¿Amor? Y supongo que él también te quiere.

– S… sí-dijo ella, tragando saliva con dificultad.

– ¿Y por eso sigue yendo detrás de la hija de los Forsythe?

– ¿Qué?

– Dutch, no -dijo Dominique.

– Claire debería saber con quién está tratando. He hecho que uno de mis hombres de seguridad vigile a Harley Taggert, porque sospechaba que algo así podría suceder.

Miranda se quedó helada.

– Eso es. Y tu preciado Harley, el mismo hipócrita que te dio ese puñetero anillo, te ha estado engañando.

– ¡No!

Dutch sacudió la cabeza ante la negativa de Claire.

– Por supuesto que es verdad. Pero tú estás demasiado enamorada como para percatarte de lo evidente. Igual que Weston -dijo, mirando de reojo a su hija pequeña-, es tan fiel como un perro sarnoso detrás de una perra en celo. Ese tipo no puede dejar de bajarse los pantalones, así que las dos, manteneos alejadas de los Taggert. Tú, al menos pareces tener algo de sentido común en lo que refiere a los chicos.

Miranda se marchitó por dentro. Ella era la hipócrita. Sus hermanas no se escondían, en cambio ella estaba viendo a Hunter en secreto, por miedo a la reacción de su padre. Estaba harta de seguir en su línea de buena chica.

– Chicas. Mierda. -Meneó la cabeza, y a continuación se calló.

Pero Miranda sabía lo que rondaba por su mente. Había oído las mismas discusiones entre sus padres durante años. Dominique había fallado a Dutch por tener sólo hijas. Ningún hijo. Él le había suplicado, rogado, berreado y exigido que tuviesen otro hijo, pero ella se había negado, afirmando que su último embarazo casi acabó con su vida. No quería arriesgar su salud nunca más por tener otro hijo.

Las peleas nunca habían sido en presencia de las chicas. Miranda pensaba, mientras colocaba los guisantes alrededor del plato, que hasta aquella noche Tessa y Claire no conocían la profunda decepción de su padre por no tener hijos. Miranda no había tenido ese lujo, ya que su habitación estaba al lado de la de sus padres. No había ningún baño enorme ni armario que amortiguara el sonido de las discusiones o el de cuando hacían el amor. Por suerte, esto último era bastante infrecuente. Le ponía enferma la idea de que su madre y su padre estuviesen enrollados desnudos en la cama, haciéndolo, especialmente después de una de sus peleas. Durante años había oído las quejas de su padre y las respuestas de Dominique, quien decía que el sexo que tenían sus hijas era por su culpa. Obviamente, él no era lo suficiente hombre para engendrar varones en cuatro intentos. Incluso su primer hijo, un bebé que se perdió a principios del segundo trimestre de gestación, había sido una niña.

De pequeña, Miranda se había sentido culpable, como si el hecho de haber nacido mujer fuese culpa suya. Había intentado complacer a Dutch, ganarse su aceptación, ser el hijo que nunca había tenido. Miranda era lista, una estudiante excelente, era la capitana del equipo de debate, trabajaba en el periódico de la escuela, fue admitida en varias universidades de élite, pero, maldita sea, no podía conseguir que le crecieran partes masculinas en su anatomía, y por el hecho de ser mujer sería castigada de por vida.

A los dieciocho años estaba empezando a entender que jamás complacería a su padre. Ningún logro haría que se sintiese orgulloso de ella. Así pues, dejó de intentar satisfacerle e intentó, desde entonces, darse gusto a sí misma. Con Hunter.

Vio a Dutch pegar un portazo con las puertas francesas, lo que provocó un temblor en las ventanas y en los candelabros. La luz de cientos de velas se balanceó en las paredes y se reflejó en las ventanas formando agitados puntos.

Dominique echó una mirada a la silueta de su marido y suspiró, con aquella paciencia que había desarrollado a lo largo de los años que llevaba conviviendo con aquel hombre inestable. Se echó un cucharón de salsa de queso sobre los tacos de patatas y dijo con tranquilidad:

– Dejad que se le pase. Es su forma de ser y no podemos hacer nada para cambiarlo.

– Es un cerdo -dijo Tessa, siempre con el corazón en la mano, sin controlar la rabia.

Dominique levantó las cejas.

– Es vuestro padre. Tenedlo en cuenta.

Tessa frunció el ceño y jugueteó con el agua en su vaso.

– No veo por qué. Podrías divorciarte de él.

– ¡Tessa! -chilló Claire-. No lo dices en serio.

– Claro que sí. No es ningún pecado, ¿sabes?

En el fondo, Miranda se preguntaba por qué sus padres continuaban juntos.

– Dije que hasta que la muerte nos separe y así será -dijo Dominique seria-. Somos una familia.

– ¿Y eso significa que tenemos que hacer todo lo que él quiera? Nos dice qué es lo que hemos de hacer y nosotras le hacemos caso. ¿Claire debería dejar a Harley y yo… yo debería dejar mi vida? -Tessa sacudía sus furiosos dedos en el aire, a la vez que miraba con odio hacia su padre, apoyado en la baranda, contemplando el agua, con la punta del puro roja y brillante en mitad de la oscuridad.

– Yo desapareceré antes de que me mande a una escuela a Europa.

– Eso son sólo palabras -dijo Dominique-. Dejad que se le pase.

Claire echó la silla hacia atrás.

– No puede evitar que me case con Harley

– Claro que puede, cariño -dijo Dominique. Su rostro de repente pareció mayor.