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– ¡Eso son tonterías! No puede decirme qué tengo que hacer. -Tessa apartó la silla bruscamente y corrió hacia la parte delantera de la casa.

– Tessa me preocupa -continuó Dominique- tan exaltada, y tú -se acercó a Claire, tocándole la mano, con aquellos largos dedos que llevaban el anillo de compromiso- no es bueno enamorarse tan profundamente de alguien.

– ¿Por qué no? -preguntó Claire.

Parecía nerviosa y apartó la mano de su madre.

– Siempre deberías reprimirte un poco. Por si acaso.

– ¿Por si acaso qué?

– Por si acaso el hombre al que amas no te ama igual a ti.

– Harley me ama -dijo Claire apresuradamente, mientras apartaba la silla de la mesa-. ¿Por qué nadie me cree?

Luego salió de la habitación. En aquel momento Miranda pudo vislumbrar la duda en sus ojos. La preocupación nublaba su mirada.

– Oh, Señor -dijo Dominique una vez que estuvieron solas Miranda y ella. El sonido de los violines tocando una conmovedora pieza flotaba suavemente por la casa y sustituía el doloroso silencio-. Aprende una lección, Randa. -Sonrió con tristeza- supongo que no hace falta que te hable de este tipo de cosas.

– No, mamá, no hace falta -dijo Miranda, aunque sabía que estaba mintiendo entre dientes.

– Bueno, algún día un chico te tocará de una manera especial y entonces, por el amor de Dios, ten cuidado.

– ¿Es lo que te sucedió a ti con papá?

El rostro de Dominique se cubrió con una máscara realmente triste. Miró por la ventana, hacia el porche donde su marido estaba exhalando nubes de humo en aquella noche estrellada.

– No -admitió-, lo cierto es que yo crecí sin dinero, ¿sabes? Tu padre era rico y yo… yo decidí que era mi única escapatoria. Me quedé embarazada.

– ¿A propósito? -susurró Miranda, pensando en aquel bebé que murió en el vientre de su madre. La hermana mayor que nunca había tenido.

Dominique se encogió de hombros.

– Hice lo que tenía que hacer, y nunca me he arrepentido. Bueno, excepto en ocasiones como ésta. No entiendo por qué esta familia no se puede sentar sencillamente y disfrutar de una comida civilizada juntos.

Jack Songbird se subió el cuello de la chaqueta vaquera. Se había levantado viento procedente del Pacífico. Se avecinaba una tormenta. Bien. Le gustaban las tempestades. ¡Que lloviese! Estaba algo bebido. Echó una mirada a lo que quedaba de la hoguera. Las brasas rojas y calientes alumbraban aquella noche. Pegó un buen trago a la botella de güisqui y miró al cielo, contemplando unas pocas estrellas visibles a través de las nubes. Allí, en la cumbre, se sentía superior a todo. La ciudad de Chinook a lo lejos brillaba con sus luces artificiales. Pretendían imitar a las estrellas. En algún lugar, allá abajo, su padre y su madre seguramente se estarían preguntando dónde estaba. Bueno, podían seguir preguntándoselo. Le daba igual.

Ligeramente borracho, sacó una navaja y sonrió. Recordó cómo se había sentido al rayar la pintura de aquel elegante coche con la afilada hoja del cuchillo. Se había sentido bien. Genial. Nunca lo sabrían. Nadie podría probar que él había sido el vándalo. Si sus padres lo averiguasen alguna vez, se morirían de vergüenza. Parecía que aceptasen lo que les había tocado en la vida sin preocuparse demasiado. Tenían amor propio, en su identidad, pero parecían no aceptar la realidad: que se trataba realmente mal a los nativos americanos. Sus padres parecían defender a sus antepasados y sus costumbres, pero no hacían nada por avanzar. No les indignaba tener que vivir casi al nivel de la pobreza, aceptando los salarios que les imponían gilipollas como los Taggert o los Holland.

Mierda.

No era justo.

Y luego Crystal. Por Dios, ¿en qué estaba pensando? Saliendo con Weston Taggert cuando éste la trataba a patadas. Cómo se estaba echando a perder. Crystal era lista y guapa. Demasiado buena para Taggert.

Jack bajó la mirada hacia el filo del cuchillo y frunció el ceño. Había estropeado el coche, sí, pero rayarle la pintura había sido un acto de cobardía. Lo que de verdad necesitaba era clavarle a Weston aquel puñal en el pecho, enseñarle a aquel cabrón lo que merecía por tratar a una buena mujer como a una puta. Deslizó la hoja entre los dedos índice y pulgar, probándola. Sabía que nunca tendría las suficientes agallas para matar a aquel cabrón, incluso cuando se había estado beneficiando a Crystal y tratándola como si fuese basura.

«Solamente estás enfadado porque te ha despedido.»

Bueno, en parte así era. Jack volvió a dejar el chuchillo en la mochila. Seguidamente, dio un buen trago a la botella. Tal vez ahora podría desaparecer de aquel pueblucho, coger su furgoneta y dirigirse al sur. A California. Abandonar Chinook e ir a algún lugar mejor. Pero antes debía echar una meada. Mierda.

Oyó un ruido entre los árboles, justo en la zona donde no llegaba la luz de la hoguera. El vello de la espalda se le puso de punta. Sabía que en las colinas, un poco más arriba, se habían visto pumas y linces, y los osos solían merodear por aquella zona.

Jack ladeó la cabeza y aguzó el oído para oír mejor. Quizá no fuese nada. Una conejo o una zarigüeya o algún pájaro nocturno… No escuchó nada aparte del sonido del viento, el chisporreteo del fuego y el monótono rugido del océano, que chocaba contra las rocas de la orilla a cuarenta metros de profundidad.

Sólo era su imaginación, nada más. El viento.

Sin embargo… Sintió caer las primeras gotas de lluvia y pensó en marcharse, en volver a casa, en enfrentarse a la furia de sus padres al enterarse de que le habían despedido. Por Dios, a Ruby le daría un ataque, pero su padre se pondría aún peor, le impondría el castigo del silencio. Sí, era el momento de irse.

Mientras se ponía en pie, oyó otro sonido. ¿Pisadas? Se volvió rápidamente. Le pareció ver movimiento entre las sombras. Jack se quedó inmóvil.

– ¿Quién está ahí? -gritó, estrechando los ojos bajo un abeto, lejos del alcance de la luz del fuego.

No hubo respuesta.

Demonios, se estaba volviendo paranoico.

Demasiada bebida, poca comida. Necesitaba volver a la ciudad. Paseó para que se le bajara el alcohol que había ingerido. Admitió que eran imaginaciones suyas. Tambaleándose, caminó hacia el extremo de la cumbre. Allá, imaginaba, era donde habían vivido sus antepasados. Y sobre el mar era donde orinaba siempre que iba a aquel lugar. Se disponía a bajarse la cremallera, cuando escuchó otra vez ruidos. Era el sonido de pisadas corriendo hacia él. Se volvió enseguida. Vio un destello de algo en movimiento. Una piedra de superficie irregular y del tamaño de una pelota de béisbol le golpeó en la frente. ¡Crac! El punzante y cegador dolor le invadió el cráneo. Se tambaleo hacia atrás y resbaló con las botas en el fango, mientras buscaba algo con las manos.

– ¡Muere, bastardo! -susurraba una voz maléfica en la oscuridad.

Muerto de miedo, Jack cayó hacia atrás, chocando contra las rocas del acantilado, y finalmente se fue de cabeza al furioso y oscuro mar.

– ¡Estás fuera de tus cabales! -Weston golpeó con el taco de billar sobre la mesa donde estaba practicando tiros justo antes de que Harley apareciese y le diese aquella noticia de locos.

– Tú no te puedes casar con nadie.

– ¿Por qué no?

Weston reposó el trasero en el filo de la mesa de billar y miró a su hermano, como si Harley fuese un auténtico idiota.

– ¿No tenías algo con Kendall que no había acabado del todo?

– Eso se acabó.

– ¿Ah sí?

Weston echó una mirada hacia la entrada, ya que había percibido una sombra que se deslizaba escaleras abajo. Paige. Joder, aquella cría siempre estaba fisgoneando, metiendo la nariz en todo. Weston se preguntaba cómo podía ser familia de aquel hermano imbécil y aquella hermana chiflada. Según Weston, Paige necesitaba ir al psiquiatra. ¿Y tú? bromeaba su mente, buscándole las cosquillas.