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Kane se dirigió hacia la plagada calle, siguiendo las vías del ferrocarril que cruzaban aquella parte de la ciudad. Apagó el motor de la moto cuando un policía, el oficial Tooley, al que Kane tenía el placer de conocer personalmente, hizo un gesto con la mano.

– Vamos, dispérsense. Aquí no hay nada que ver.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Kane.

– El chico. Ha sufrido un accidente. Se lanzó desde el acantilado de Stone Illahee -dijo uno de los espectadores, un anciano débil vestido con una sudadera con capucha y pantalón deportivo.

Kane no se movió. Su corazón dejó de latir por un segundo.

– ¿Jack? -apenas se atrevía a preguntar.

Por el amor de Dios, ¿qué había sucedido? Kane pensó en la última vez que había visto a su amigo, seguro, medio borracho, corriendo con un rifle atado a la espalda.

– Venga, vamos, dispérsense -repetía Tooley mientras agitaba una linterna y los coches se agolpaban en la estrecha calle.

Procedente del interior de la casa, se oía un lamento continuo, el mismo llanto de dolor afligido que sólo podría emitir una mujer completamente desesperada.

– Oh, Dios mío -murmuró una mujer situada tras él, mientras se santiguaba el pecho con dedos hábiles y acostumbrados a realizar aquella señal.

– Padre Nuestro que estás en el cielo, por favor, escucha nuestras plegarias…

Kane no podía quedarse allí un minuto más. Sin prestar atención a los policías, corrió hacia la puerta de entrada medio abierta por donde se colaba la luz tenue de la casa. Crystal salió corriendo hacia él. Sin decir una palabra, se dejó caer en los brazos de Kane y empezó a sollozar histérica. Jadeaba con fuerza, de manera desgarradora, sacudía el cuerpo ytenía el corazón destrozado. Justo en aquel momento empezó a llover.

– ¡Jack! -gritó-. ¡Jack! ¡Oh, Dios, Jack!

– Shh -susurró Kane. La desesperación le dominaba. La abrazó, acariciándole el cabello, intentando tranquilizarla cuando no podía creer en lo que estaba sucediendo.

– Por el amor de Dios, ¡no! -gritó Crystal.

– Crystal, por favor. Cariño, todo va a salir bien.

– No -contestó ella tan rotundamente que acabó con cualquier esperanza que pudiera albergar Kane-. Oh, señor, Kane. Ha muerto.

– ¿Muerto? -aunque era algo que ya sabía antes de que Crystal pronunciara aquellas endemoniadas palabras.

Lo sabía. Jack Songbird, aquel demonio insolente, el arrogante hijo de puta al que Kane consideraba su único amigo, había muerto. La furia corrió por sus venas, y se le hizo un nudo en el estómago al negarse ante aquel hecho. Se le saltaron las lágrimas y cerró los puños con fuerza. Quería empezar a dar golpes, gritar, desafiar a la muerte. Pero no podía. Aún no, cuando Crystal se desvanecía en sus brazos.

Con la mayor dulzura posible, la guió de vuelta al interior de la casa, a través de la puerta delantera. Hank, el padre de Jack, estaba situado junto a la chimenea, con los ojos secos. Tenía en el rostro una expresión de dolor indescriptible, y movía los dedos nervioso.

Ruby estaba sentada en una silla cerca también de la chimenea, con los ojos fijos en la alfombra trenzada, contemplando escenas que sólo ella podía ver. Canturreó en voz baja, con un tono suave y en un idioma que Kane no podía entender. Una tía, Lucy no sé qué, le arrebató a Crystal de los brazos.

– El chico se lo buscó -decía su padre, impertérrito como siempre.

– Jack no ha podido caerse -la voz de Crystal, aunque era temblorosa, sonaba totalmente convencida-. Conocía aquel terreno tan bien como un antílope. Había estado en ese risco millones de veces.

– Estaba borracho. -Hank no aceptaba ningún tipo de argumento.

– Eso no importa.

Ruby cerró los ojos, y empezó a expulsar por los labios palabras ásperas en un idioma extranjero, idioma de sus antepasados. Cuando elevó los párpados, miró directamente a Kane.

– Una maldición -expresó sin lágrimas en los ojos, con los labios y la barbilla temblorosos-. Una maldición sobre aquel hombre que ha asesinado a mi hijo.

Hank resopló.

– Pues entonces has maldecido el alma de nuestro propio hijo, Ruby. -Miró a su mujer con aquellos ojos oscuros e inquisitivos, pero no la tocó, ni le ofreció ningún tipo de consuelo. Ambos sufrían en soledad-. El tonto de Jack mató a nuestro hijo. No es más que eso.

Con un gemido final, Weston se desplomó, sudando. Tenía la imagen de Miranda grabada profundamente en la mente, mientras le daba un último beso húmedo a Kendall, en unos labios que carecían de pasión. Era normal que Harley hubiese perdido el interés por ella. Hacía el amor como una muñeca de trapo. Solamente se tumbaba, casi con expresión de pena, mientras él tenía que hacer todo el trabajo. Pero a Weston no le importaba. Necesitaba tiempo para aclarar sus pensamientos, para pensar. Sentía que la vida se le estaba descontrolando y había empezado a actuar de manera temeraria, sin pensar las cosas. No podía permitirse fastidiarlo todo ahora.

Se estaba acostando con Kendall, Tessa y Crystal, algo que más bien le sorprendía en lugar de satisfacerle. Y todavía le preocupaba el hecho de que su padre tuviera una familia secreta, o al menos un hijo que podía aparecer en cualquier momento y reclamar su parte de las posesiones Taggert. Y luego estaba lo otro… La parte más oscura y siniestra de su persona que había salido a la superficie justo la noche anterior… Tan sólo de pensarlo, la sangre le hervía y le congelaba las venas a la vez.

– Sal de mí. -Kendall le dio un empujón en el hombro.

– Bueno, podrías ayudarme -bromeó, dándole una palmada en el delgado trasero mientras se colocaba a su lado en la cama.

Kendall se encogió.

– Es tan asqueroso.

– ¿El qué? -preguntó Weston sonriendo mientras se estiraba para coger el arrugado paquete de cigarrillos-. Oh, Kendall, eso me ofende. -Se puso una mano sobre el pecho, sobre el corazón, mientras sacaba un pitillo con la otra-. Me ofende de verdad.

– Cuéntaselo a quien te crea. -Cogió una camisola de playa que había colgada en una silla cerca de la cama y se la metió por la cabeza.

– Podrías haberte divertido, si te hubieses dejado llevar. -Extendió el brazo para coger el mechero.

– Vamos a dejar algo claro, Weston, esto no es divertido. -Se ató el lazo alrededor de la estrecha cintura y caminó hacia la ventana, donde las sombras se reflejaban -. Sólo espero que funcione.

– Funcionará. Dale tiempo.

Kendall sintió un escalofrío.

– ¿Tan mal ha estado? -Encendió el mechero y miró la llama en la punta del cigarrillo.

– No lo entiendes, ¿verdad? Yo quiero a Harley. Es el único con el que he hecho el amor… bueno, hasta ahora, pero esto es diferente. -Su barbilla tembló ligeramente, pero era lo bastante de piedra para derrumbarse-. Sólo estoy haciendo esto por el bebé.

Con el cigarrillo en un extremo de la boca, Weston alcanzó los pantalones arrugados color caqui y se los subió por las pantorrillas.

– Pero quieres seguir adelante, ¿verdad?

– Mientras esté segura, sí. -Tenía los brazos alrededor del tronco, a modo de protección-. Creía que te estabas viendo con Tessa Hollad.

– Las malas noticias vuelan.

– Así que es cierto -dijo, mostrando repugnancia en su tono.

Lentamente, se abrochó la hebilla del pantalón.

– Sí, ¿qué pasa?

– Así que de verdad eres un gato callejero, ¿no? -preguntó, intentando observar algo en la noche, a través de la ventana-. Si estás liado con Tessa, ¿por qué gritabas el nombre de Miranda cuando estabas conmigo?

– ¿Lo hacía? -cogió la camiseta. Por supuesto que había dejado fluir libremente sus fantasías mientras trataba de obtener algún tipo de respuesta por parte de Kendall, a la que ahora consideraba la reina de las estrechas.