Dominique tensó los labios.
– ¿Nos deja? -repitió Claire.
– Bueno, estoy segura de que cambiará de opinión. -Dominique miró por el espejo retrovisor-. Es sólo que ahora está apenada. En unas cuantas semanas, cuando supere el dolor, se dará cuenta de que necesita la estabilidad que le proporciona trabajar para nosotros. -Suspirando, puso el aire acondicionado-. De todos modos, le voy a ofrecer un aumento, quizás así cambie de opinión.
– No creo que tenga que ver con dinero -se atrevió a decir Claire.
– Claro que no, en este momento. Pero cuando los Songbird vuelvan a la normalidad, Ruby tendrá toda una vida por delante, una hija en la que pensar. Crystal quiere ir a la universidad, y no es barata, lo sabes. -Puso el intermitente al incorporarse a la carretera-. Ruby volverá.
A Tessa le importaba un pito. Ruby era como un grano en el culo, siempre mangoneando a todo el mundo. A Tessa le fastidiaba que, aunque fuese su trabajo, una empleada, una criada, pensase que le podía decir lo que tenía que hacer. En su opinión, la familia estaba mejor sin Ruby Songbird y sus ojos oscuros y condenatorios. Lo que le había sucedido a Jack era horrible, parecía un tipo agradable, pero Tessa no iba a alterar su vida sólo porque él hubiese muerto.
– Oh, Señor. ¿Y ahora qué? -susurró Dominique, frenando a la vez que una moto les pasaba por el lado.
La moto se convirtió en una mancha negra y plateada. Su conductor adelantó al coche a gran velocidad, sin importable que en sentido contrario circulase un camión.
– ¡Dios! -grito Claire, poniéndose la manos en la cara-. Kane…
– ¿Ése era el hijo de los Moran? -preguntó Dominique, con una mano sobre el pecho-. Pensaba que tenía más sentido común, pero, en fin, ¿por qué debería tenerlo?
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Claire, con los ojos completamente abiertos.
Tessa miró a su madre.
– Ese demonio no tiene educación. Su padre es un borracho, y su madre le abandonó. -Dominique miró a la carretera y soltó el freno-. Si no se anda con cuidado no vivirá para cumplir los veinte años.
– ¡No digas eso! -Claire observó la motocicleta hasta que desapareció.
– ¿Y a ti qué más te da? -preguntó Tessa con curiosidad.
– Me da igual, pero sé que era un buen amigo de Jack Songbird.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?
– Les vi juntos y… -Claire dudó un instante-. Me lo dijo.
– ¿Cuándo?
– No me acuerdo.
– ¿Le conoces? -preguntó Tessa, incrédula. Se inclinó hacia atrás para mirar el pálido rostro de Claire. ¿Qué estaba sucediendo?
– Sí.
– ¿Cómo de bien?
Claire y Tessa cruzaron sus miradas.
– Bastante bien -contestó, y se volvió para mirar por la ventana de nuevo-. Bastante bien.
Tres días después del funeral de Jack, Miranda miró el calendario. Algo iba mal. No era posible que el período se le retrasase. No podía ser. Había tenido cuidado y Hunter también. Rara vez habían hecho el amor sin utilizar preservativo. Contó los días en las páginas del calendario y se dio cuenta de que no llevaba tres días de retraso, sino diez. Sintió la realidad en sus entrañas: estaba embarazada.
Con piernas temblorosas, se sentó en la mesa del escritorio. Aquello no podía estar sucediendo, a ella no, no a la chica que había planeado su vida tan detenidamente. Apretó los puños y pensó en el bebé… Un bebé, por el amor de Dios. No se trataba solamente de la vergüenza de estar embarazada, sino también todo lo que conllevaba tener que criar a un hijo. El hijo de Hunter. Reposó la cabeza en las manos y notó que el cráneo le pesaba increíblemente.
– Ayúdame -susurró.
¿Qué pasaría con la universidad? ¿Con sus sueños de ser abogada?
Las lágrimas le ardían en los ojos, pero se negó a llorar. Había una nueva personita en la que pensar, una parte de ella y otra parte de Hunter. Un diminuto ser humano estaba creciendo en su interior. ¡Un bebé! Relajó las manos, se frotó el abdomen liso, y, sin poder reprimir el llanto, dio rienda suelta a las fantasías de casarse con Hunter, tener el bebé y seguir yendo a clase. Así pues, tendría que trabajar, y los sueños de Hunter de tener un racho propio deberían esperar. Pero no por tener un niño significaba que fuese el fin del mundo.
No, de hecho, podría ser sólo el principio.
Sin embargo, Miranda estaba muerta de miedo. Debería comprar un test de embarazo y si daba positivo pedir cita en el hospital del condado para averiguar si realmente se trataba de una falsa alarma. Después le daría la noticia a Hunter. ¿Cómo se lo tomaría?, se preguntaba, aunque conocía sus sentimientos hacia sus padre, bueno, padrastro, en realidad.
Hunter Riley no era el hijo biológico de Dan, a pesar de lo que todo el mundo creía. No, Dan Riley se había casado con la madre de Hunter cuando éste apenas tenía dos años. Hunter no recordaba ningún otro hombre en su vida y Dan no le había tratado jamás de modo diferente al que se trata a un hijo de la misma sangre.
Hunter le había confesado a Miranda que no creía que tuviese otro padre, que ningún hombre podría arrebatar el puesto a Dan. Por tanto, nunca había intentado averiguar quién había dejado embarazada a su madre. Su madre había guardado aquel secreto hasta el día de su muerte. Cuando Hunter estaba a punto de cumplir su duodécimo cumpleaños, un cáncer de ovarios se la llevó. En su funeral, en una pequeña iglesia presbiteriana a las afueras de la ciudad, Hunter, en cierta manera, esperaba que algún tipo de edad media se le acercase y le dijera que era su padre biológico, pero nada de aquello sucedió y, aparentemente, el padre real de Hunter no sabía ni que existía o quizá le importase un bledo. De cualquier modo, a Hunter le daba igual.
Miranda se puso en pie, se acercó a la ventana y la abrió lo suficiente para dejar que entrara la brisa. Le sobrevino el aroma a rosas y a madreselva.
¿Y si Hunter no quería casarse con ella? ¿Y si sus sueños eran más importantes que ella, más importantes que tener un hijo de su misma sangre? ¿Y si insistía en que abortase? Se sujetó en la ventana para no caerse. Tragó saliva y se dio cuenta de que sabía muy poco acerca de Hunter, demasiado poco como para pensar en matrimonio.
Sin embargo, le amaba. Todo se solucionaría; siempre se acababa solucionando. Se acarició el vientre y sonrió. Aunque sonase sensiblero, tal vez lo que necesitaban era un niño.
– ¿Qué es esto? -preguntó Paige, con los ojos abiertos mirando el regalo envuelto en un gran lazo color rosa que le entregó Kendall.
– Una sorpresa.
– Pero no es mi cumpleaños ni Navidad ni nada.
– Ya lo sé -dijo Kendall mientras se sentaba en una silla situada junto al escritorio y descansando los dedos sobre las rodillas-. Simplemente vi algo y pensé que te gustaría. Venga. Ábrelo.
Paige mostró una sonrisa patética, tan patética como su empalagosa habitación, que tenía una cama con dosel a juego con el armario, tocador y escritorio. Los muebles eran de color blanco con rebordes dorados, y estampados con rosas y cuadros. Qué rara era esa chica.
Sonriendo de oreja a oreja, Paige rompió el envoltorio, dejando a un lado el lazo y el papel de envolver. Abrió la caja y en el interior vio el premio: una pulsera de plata con un colgante en forma de gato de cola rizada.
– Oh… -susurró, cogiendo aquella maldita cosa. Se la acercó a los ojos para verla mejor, mientras el minino se balanceaba rítmicamente frente a su nariz.
Por un instante Kendall pensó que aquella cría penosa se había hipnotizado.
– Es precioso.
– No es nada.
– Oh, no, Kendall -comentó Paige, aferrándose a la pulsera como si estuviera hecha de diamantes y llevándose la mano al pecho-. Es lo más bonito que nadie me ha regalado jamás.
– Sólo es una pulsera.
Paige sacudió la cabeza y tragó saliva. Parpadeó y las lágrimas le empañaron los ojos.