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Le llevaría mucho tiempo descubrir la verdad, ya que, durante las últimas semanas, desde que su obsesión por Miranda había ido en aumento, convirtiéndose en algo más que en un interés pasajero, Weston había hecho algunas averiguaciones por su cuenta. Había descubierto que Riley escondía en el armario mucho más que secretos de familia. Era sólo cuestión de tiempo poder demostrar que aquel hijo de puta era un impostor.

Weston se conformaba con ser paciente. Creía en el viejo dicho de que la cosas buenas les suceden a aquellos que esperan. Bien, Weston estaba dispuesto a esperar mucho, mucho tiempo, con tal de saber que, al final, conseguiría saborear un pedacito de Miranda Holland.

– ¿Señor Taggert? -La voz de su secretaria interrumpió sus pensamientos.

– ¿Sí?

– La señorita Forsythe por la línea dos.

Weston sintió una sensación cálida de satisfacción. Eraa hora de romper con Kendall. Qué pena.

– Enseguida estoy con ella -dijo.

A continuación conectó la alarma del reloj para que sonase a los dos minutos. Kendall, la zorra fría e inanimada, podía esperar.

Capítulo 18

Miranda rodeó con los dedos la botella de vitaminas para embarazadas que le habían entregado en la clínica. No cabía duda, estaba embarazada. El doctor y una prueba de embarazo confirmaron lo que ya sospechaba. Ahora tenía que decírselo a Hunter. Oh, Dios. ¿Y si él no quería al bebé? Las lágrimas empañaron su visión al subirse al coche. ¿Qué le iba a decir? ¿Y a sus padres? ¿Y a Claire y Tessa?

Ella, que siempre había tenido el control, que había planeado su vida desde que tenía doce años de edad, que había intentado con tanto ahínco que su familia se sintiese orgullosa.

Embarazada.

– Recuerda: no es el fin del mundo, sino el principio -se dijo una vez más, mientras encendía la radio y bajaba la ventanilla del coche.

Pulsó los botones del aparato hasta que encontró una emisora donde sonaba una melodía blues de Bonnie Raitt. Condujo en dirección a Stone Illahee. El aire cálido le soplaba sobre el pelo. Al pasar cerca de una playa pública, sintió el impulso de apartarse de la carretera. Se quitó los zapatos, dejó las vitaminas en el coche y caminó descalza por la arena. Las dunas dieron paso a una playa plana y desierta. Poco después se encontró cerca del océano, sintiendo la marea congelada rozándole los pies. Caminaba esquivando medusas transparentes, restos dentados de cangrejos y almejas vacías. Las gaviotas grises continuaban merodeando, esperando conseguir otro pedazo de alimento. En el horizonte había unos cuantos barcos de pesca balanceándose sobre el mar.

Encontró un tronco hundido en la arena seca. Tenía un extremo ennegrecido, restos de alguna fogata, el otro extremo estaba casi totalmente enterrado. ¿Iría allí, en un futuro, con su hijo o hija, a construir castillos de arena, perseguir las olas o lanzar un platillo que recogiera un cachorro juguetón?

¿Se casaría con Hunter?

Sentada en el tronco, juntó las manos. Estaba tan perdida en sus propios pensamientos que no se dio cuenta de que no estaba sola hasta que una sombra le cubrió los hombros.

Sobresaltada, se volvió rápidamente y casi le dio algo al ver quién era.

– Pensé que era tu coche -dijo Weston Taggert, de cuclillas, situándose a su altura.

– ¿Qué es lo que quieres? -Era la última persona a la que quería ver.

– Compañía.

– Cómprate un perro.

Weston elevó las cejas.

– ¿Un mal día?

– Y ahora ha empeorado.

Empezó a levantarse, pero Weston la cogió de la mano.

– ¿Qué bicho te ha picado? -dijo Weston.

– El sentido común. -Miranda apartó la mano, se colgó las sandalias de los dedos y empezó a caminar hacia el coche.

– ¿Qué te he hecho?

Miranda se puso derecha, y aunque sabía que no debía picar el anzuelo, se volvió, sacudiendo los granos de arena bajo los pies.

– He notado cómo me miras y me repugna -dijo, recordando las miradas lascivas que Weston le dedicaba cuando ambos asistían aún al instituto-. Oí algunas bromas que gastaste a mi costa, y, lo peor de todo, has estado engañando a mi hermana, saliendo con ella a la vez que con mi amiga.

– ¿Amiga?

– Crystal. ¿Te acuerdas de ella?

– No mucho.

Miranda enrojeció.

– Déjalas en paz.

– ¿Es una amenaza? -le preguntó, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

– Tómatelo como quieras, Weston, pero ¿por qué no le haces un favor a todo el mundo y te vuelves ya a la universidad?

– ¿Por qué?

– No me gusta cómo tratas a Tessa, ¿vale?

– Quizás a ti te tratase mejor.

Pasmada, Miranda se quedó un instante en silencio. Cuando fue consciente de lo que Weston estaba insinuando se sintió fatal por dentro.

– Vete al diablo.

– Prefieres que siga saliendo con Tessa, entonces.

– Prefiero que te mueras. -Retomó el paso, de nuevo en dirección al coche. La arena caliente se apiñaba entre sus dedos desnudos. ¡Qué caradura era aquel chico! Tenía la misma moralidad que un perro callejero.

– ¿Miranda?

No se volvió, no quería perder más el tiempo con él.

– Creo que esto es tuyo.

– ¡¿Qué?!

Miró por encima del hombro y vio volar una botella por el aire. Con una sensación espeluznante, antes de coger el frasco con las manos, se dio cuenta de que Weston había encontrado las vitaminas. Sabía lo de su embarazo.

– Felicidades.

A Miranda le entraron ganas de vomitar.

– Sabes, si Riley no se toma bien la noticia, siempre puedes venir a verme. -Su sonrisa reflejaba pura maldad-. Yo te convertiría en una mujer de verdad.

– Antes prefiero morirme.

Llegó al coche y arrojó la botella de pastillas por la ventana del copiloto. A continuación se colocó detrás del volante. Tenía un nudo en el estómago, la boca llena de saliva, pero no pensaba darle la satisfacción de verla vomitar. De ninguna manera. Arrancó el coche. Las ruedas chirriaron y se incorporó a la carretera. Aceleró y no se detuvo hasta que dobló la esquina y entró en un camino privado. Allí abrió la puerta y echó todo lo que tenía en el estómago sobre la cuneta cubierta de hierbajos secos y botellas de cerveza vacías.

– ¿Estás segura?

La voz de Hunter sonaba tranquila, apenas perceptible con el chisporreteo del fuego. Estaban tumbados el uno junto al otro, acababan de hacer el amor. La noticia del embarazo flotaba entre sus cuerpos, en aquella rústica cabaña.

– Hoy he ido al médico.

– Dios -susurró, mirando hacia el techo donde las sombras doradas de las llamas se reflejaban en el yeso viejo-. Un bebé.

Miranda contrajo el pecho.

– Sí, en marzo.

Hunter se incorporó, completamente desnudo, y se frotó el pelo con ambas manos.

– Un bebé.

Intentando reprimir las lágrimas, Miranda se sentó con las sábanas viejas envolviendo sus pechos.

– Sé que es algo inesperado…, inoportuno.

– ¿Inesperado? -repitió- ¿Inoportuno? -Se encogió de hombros. Su cuerpo, alto y delgado, formaba sombras con el fuego como telón de fondo-. Joder, es mucho más que eso.

– Oh, Dios. No lo quieres.

– No… Sí… Joder, no lo sé. -Expulsó una gran ráfaga de aliento, caminó de vuelta a la cama y contempló a Miranda con ojos oscuros y preocupados-. No puedo pensar con claridad. ¿Un bebé?

Miranda asintió, tenía el pecho tan contraído que apenas podía respirar.

– Y asumo, por tu reacción, que lo quieres tener.

– Dios, claro.

– Ni siquiera piensas en la posibilidad de…

– Ni lo digas. -Se agarró los antebrazos, con los dedos agarrotados de pura desesperación-. Por favor, Hunter, siempre creí que podría tomar esa decisión fácilmente, pero no puedo. No cuando se trata de mi bebé. No cuando se trata del tuyo.