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– ¿Así que esto es una despedida? -Sintió un profundo dolor en su alma.

– Sí.

Claire forzó una sonrisa falsa y dijo:

– Buena suerte.

– Yo no dependo de la suerte.

El corazón de Claire latía con fuerza. Aunque sabía que iba a cometer un error estúpido del cual se arrepentiría más tarde, avanzó por la corta distancia que les separaba, se inclinó, y le rozó la mejilla con los labios.

– Llévate un poco, de todos modos.

Retrocedió y Kane tragó saliva. Tras las gafas de sol, tenía los ojos clavados en los de Claire. Durante un segundo, el mundo pareció detenerse y el sonido de las olas chocando contra la orilla, el ruido de los motores de los coches, el trino de las gaviotas y las ráfagas del viento enmudeció el tiempo que dura un latido del corazón. Claire intentó sonreír, pero no pudo, y notó que se le deslizaba una lágrima.

– Te echaré de menos -dijo él.

Por un instante estaba convencida de que Kane le envolvería la nuca con sus largos dedos, acercándole el rostro al suyo, y que sus labios se fundirían en un beso.

– Y yo… yo a ti también.

Un músculo del extremo de la mandíbula se le movía mientras la miraba.

– Cuídate, y si Taggert se atreve a levantarte un dedo… ¡maldita sea!

Aceleró la moto con la muñeca, metió la marcha y salió zumbando por el paseo, botando por el pavimento y derrapando en una curva.

– Oh, Dios -susurró, apoyándose en el muro de piedra.

¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad amaba a Harley Taggert? Entonces ¿por qué, oh, por qué el pulso se le aceleraba cada vez que oía el nombre de Kane Moran? ¿Por qué Kane, con aquella cazadora negra y aquella gran moto, invadía sus sueños, tocándola tan íntimamente como si fuesen amantes? ¿Por qué, cuando había declarado su amor eterno a Harley con toda su alma y corazón, le desgarraba el dolor al pensar que no volvería a ver a Kane?

Se golpeó el muslo con el puño y vio el diamante en el dedo anular. Un diamante que se suponía que era para siempre. Se sintió fatal. La terrible verdad de todo aquello era que no podía casarse con Harley, cuando se encontraba tan confusa y tenía tantas dudas. Se mordió el labio con tanta fuerza que notó la sangre. Lentamente, consciente de que estaba a punto de tomar la decisión más importante de su vida, se quitó el anillo de compromiso. Por el rabillo del ojo, le pareció ver algo moviéndose entre las dunas, unos mechones de pelo rubio, pero cuando se volvió había desaparecido, así que pensó que su mente la estaba engañando, que sólo era un pajarillo, una gaviota, nada más.

Intentando reprimir las lágrimas, y maldiciéndose en silencio por sus pensamientos rebeldes, se guardó el anillo en el bolsillo de los vaqueros y se dijo que debía ver a Harley para romper el compromiso.

Aunque odiaba la idea de verle cara a cara, no tenía elección. Aquella misma noche, pensó, con las nubes de tormenta sobre el Pacífico, se lo diría.

Capítulo 20

Cuando Miranda llegó a casa tenía una carta esperándola. En la pila de papeles de correspondencia, revistas y facturas que había desparramados sobre la mesa del vestíbulo, había un sobre blanco y delgado. Tenía la dirección escrita a máquina, y el matasellos era de Vancouver, en British Columbia.

– Hunter -dijo Miranda en voz baja.

Sintió una mezcla de miedo y euforia mientras rasgaba la parte superior del sobre y extraía la única hoja que contenía. También estaba escrito a máquina. Sólo la firma de Hunter, al final de la hoja, estaba escrita a mano, indicando así que se trataba de una carta personal.

Miranda se apoyó en la pared. Los dedos le temblaban y el corazón le latía a toda velocidad. Hunter estaba trabajando en British Columbia, en la maderera de los Taggert. Weston le había conseguido un trabajo fuera del país cuando las cosas estaban empezando a complicarse. Se sentía como un cabrón por abandonarla a ella y al bebé, pero sinceramente, creía que Miranda estaría mejor con alguien de su posición, alguien que pudiera darles a ella y a su hijo todo lo que desearan, todo lo que merecían. La amaba y siempre guardaría un lugar especial en su corazón para ella, pero no podía enfrentarse a la responsabilidad que conllevaba ser marido y padre.

Miranda estrujó la carta con las manos, y juntó los labios para no llorar en voz alta. ¿Cómo podía ocurrir aquello? ¿No la quería? Él dijo que se casarían, que las cosas funcionarían.

«Sabes que nada me gustaría tanto como pasar el resto de mi vida contigo… Siempre he esperado que tuviésemos la oportunidad de vivir juntos… Miranda Holland, ¿quieres ser mi mujer?»

Quería casarse con ella, ¿no? ¿O quizá se había sentido acorralado, atrapado? Nunca le había dicho «te quiero», y sólo le había propuesto en matrimonio cuando ella le contó lo de su embarazo.

«Esto, el bebé, no formaba parte de mi plan.»

Cerró los ojos, sin embargo las lágrimas seguían cayendo por el rostro. ¿Era posible que hubiese estado tan ciega, tan inmersa en sus sueños, que hubiese cerrado los ojos ante lo que estaba sucediendo? Se asestó un golpe en la cara, mientras sorbía las lágrimas y pensaba en los rumores que corrían por la ciudad, como un reguero de pólvora, acerca de que Hunter había dejado a una chica, una adolescente de catorce años, embarazada. ¿También eso podía ser verdad? Abrigándose el vientre con los brazos, se meció, como si quisiera consolar al feto y a ella misma.

– Todo saldrá bien -dijo, sin creerse aquella mentira.

Ni siquiera el propio padrastro de Hunter confiaba en él plenamente…

Pero, oh, cómo le amaba Miranda. Aquel dolor le desgarraba el corazón.

Extendido sobre la cama, Paige tocó delicadamente aquel pedazo de papel carbonizado. En realidad, se trataba de un documento legal. Eran los restos de un certificado de nacimiento. Los bordes ennegrecidos y encogidos hacían difícil entender lo que en él se decía. Weston, en un ataque de furia, había intentado quemarlo, como si aquel papel pudiese amenazar o hacer daño a alguien. Pero ¿por qué? ¿Qué personas podían aparecer en aquel papel que tuviesen algo que ver con su hermano mayor?

En agosto, hacía veinte años, había nacido un chico. Era hijo de Margaret Potter. ¿Quién era ella? Todo lo demás, excepto el nombre del hospital donde tuvo lugar el alumbramiento, se había quemado.

Paige pasó horas intentando encajar las piezas, pero no llegaba a entender qué podía interesarle a Weston. Debía ser algo importante, así que Paige plegó el papel y lo volvió a guardar en la ranura de su oso panda, junto a sus demás posesiones valiosas y secretas.

Sonó el teléfono y Paige descolgó justo cuando alguien más en la casa había contestado. Se quedó escuchando para enterarse de quién era. Oyó la voz seca de Weston:

– Hola.

– Hola -dijo una voz dulce de mujer.

Sonaba como si hubiese estado llorando. Por un segundo Paige pensó que era Kendall, pero no podía ser. ¿Por qué iba a llamar Kendall a Weston?

– ¿Qué quieres?

– Quiero verte.

Hubo una pausa.

– ¿Por qué?

– Porque tenemos que concluir algo.

– Oh, por Dios, no creo que… Bueno, ¿qué demonios? Nos vemos esta noche. En el barco. Sobre la medianoche.

Clic.

La línea se cortó y Paige se quedó mirando el auricular. ¿Aquella mujer era Kendall? ¿O era otra persona? ¿Pero quién? ¿Crystal? O alguna otra con la que Weston se estuviese viendo. Paige le había visto en la ciudad con Tessa Holland… ¿o era alguien que Paige no conocía?

Se preguntó qué estaba tramando Weston.

Cuando Tessa se quitó el albornoz, lanzando la tela de toalla por el aire hasta dejarla sobre la hamaca, pidió a Dios poder gritar, golpear o causar algún tipo de daño. A alguien. A quien fuera. No, aquello no estaba bien. Sólo quería hacer daño a Weston y a Miranda, porque sabía, podía sentir instintivamente, que ambos se sentían atraídos. Ahora que Hunter había desaparecido, Weston aprovecharía, y Miranda, a pesar de su mala opinión acerca de él, caería rendida a sus pies. Todas caían rendidas. Por Dios, hacía un calor pegajoso. No corría una sola ráfaga de aire. Unas cuantas nubes con apariencia siniestra rondaban el horizonte, parecían estar esperando a que algún chubasco del Pacífico las arrastrase tierra adentro.