Se recogió el pelo en una cola. Tenía que hacer algo para acabar con aquella sensación que le recorría la piel.
Avanzó hacia el trampolín y empezó a contar lentamente, intentando tranquilizarse y concentrándose sólo en nadar, como si estuviera compitiendo. Con ágiles pasos, corrió a lo largo del trampolín, elevándose en el aire, y cortando el agua fría. Cuando salió a la superficie, comenzó a nadar largos, uno tras otro, con el fin de no sentirse sucia y utilizada. Intentaba ignorar el ansia de venganza que corría por sus venas, ansia presente en todas sus pesadillas.
«Brazada. Uno. Dos. Respira.»
¿Quién se creía Weston para tratarla como a una fulana? Desde la pasada noche, cuando la había amenazado con rajarla si no hacía lo que él quería, Tessa se había sentido furiosa y muerta de miedo.
«Brazada. Uno. Dos. Uno… ¡No! Respira. Brazada. Uno. Dos. Respira. Eso es.»
Nunca antes había pensado que alguien fuera capaz de hacerle daño.
Nunca antes algo le había quitado el sueño, incluso con la puerta de su habitación cerrada con llave y las ventanas a cal y canto.
Nunca antes había mirado de reojo a cada instante, ni se había sentido tan asustada. Incluso ahora sentía la necesidad de salir de la piscina y ponerse a gritar «asesino», cada vez que recordaba la hoja letal y fría del cuchillo que Weston le había marcado sobre la piel, observándola con aquella mirada, como si hubiese deseado rajarle el pecho.
Debía hacérselas pagar. ¿Cómo es ese viejo dicho? «Quien la hace, la paga.» ¿Cómo podría devolvérselo? Weston le había arrebatado el orgullo, el amor propio, la alegría de ser mujer.
«Cabrón. Cabrón chupapollas de mierda.»
«Brazada. Uno. Dos. Vuelta al final de la piscina y otra vez brazada.» Una y otra vez. La necesidad de rebanarle su desleal corazón le taladraba la mente. «Tres. Cuatro.»
Oh, Señor, no tenía derecho, ningún derecho a hacer que se sintiera así. Nadie tenía derecho.
«Quien la hace, la paga.
Esta noche.
Brazada. Uno. Dos.»
– Sólo quiero saber si contrataste a Hunter Riley -dijo Miranda con tono firme. Estaba sentada en la única silla que había en la oficina de Weston. Las ventanas estaban cerradas, y la temperatura rondaba los treinta grados centígrados, a pesar del zumbido irregular que despedía el aparato de aire acondicionado, sobrecargado y estropeado según ella.
La mayoría de los empleados de la oficina ya se habían marchado. Miranda vio el almacén del aserradero por la ventana. La intensidad de las luces aumentaba y disminuía en aquel ambiente que daba escalofríos. La madera se separaba de la corteza, luego la llevaban a las naves y la dividían en maderos. Miranda, rígida como una estatua, agarró el bolso con los dedos pegajosos y deseó estar en cualquier otro lugar del planeta. Pero debía descubrir la verdad sobre Hunter, no importaba cómo.
Weston se recostó en la silla del escritorio y colocó las manos sobre la mesa. La miró detenidamente, con sus ojos de color azul intenso. El arañazo en la mejilla casi había cicatrizado, pero aún era visible, aquel recuerdo de su historia con Tessa.
– Y yo pensando que venías a verme.
– Tus ganas.
Haciendo una mueca con la cara, se tiró de la corbata, aflojó el tirante nudo y a continuación extendió la mano para coger un vaso de licor situado en una esquina de su desordenado escritorio.
– Hunter se encontraba en un aprieto. Tenía que salir de la ciudad. Salir del país. Y cuanto antes. Nuestra operación en British Columbia necesita gente, así que hablé con mi padre y le reubicamos. -Cogió la bebida y dio un buen trago.
– ¿Sólo eso? ¿Acudió a ti antes que a su padre o a mí? -No se molestó en suavizar el tono escéptico de su voz.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Supongo que pensó que no le juzgaría tan severamente como su padre o que no me dolería tanto como a ti… teniendo en cuenta tu situación en todo esto. -Se acabó la bebida y abrió un cajón del escritorio, del cual extrajo una botella medio vacía de güisqui de la marca Dewar.
– Deja mi situación fuera de todo esto.
Weston se encogió de hombros y le ofreció la botella.
– ¿Te apetece un trago?
– No.
– ¿Por el bebé?
– Porque no suelo beber con gilipollas.
Weston sonrió.
– No te gusto demasiado, ¿verdad?
– Nada en absoluto.
– Pero quieres conseguir información de mí.
– Como ya te he dicho -dijo Miranda con sorprendente calma- es la única razón por la que estoy aquí.
– Una mujer con un objetivo.
– Y no demasiado tiempo -dijo, deseando acabar aquella conversación lo antes posible. Pero Weston podía poseer información sobre Hunter. Información que nadie, ni siquiera la policía, conocía.
Weston se tocó los dientes delanteros con la punta del dedo, como si estuviera absorto en sus pensamientos, aunque seguía teniendo la misma mirada. En sus ojos aún acechaba la pasión por Miranda, quien se preguntó cómo debía de haber estado aquella botella del cajón al comienzo del día.
Miranda sintió un escalofrío. No debía haber ido. Pero tenía que hacerlo.
– Hunter pensó que yo, bueno, mi padre, en realidad, podría darle lo que él deseaba.
– ¿Y qué era?
Oyó la voz de la secretaria diciendo «buenas noches» a través de la puerta acristalada. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron, a punto de saltar, pues se dio cuenta de que se iba a quedar a solas con él. No había nadie más en el edificio, y los hombres que trabajaban en la fábrica, al otro lado de la calle, se encontraban a más de ciento cincuenta metros. Si sucediese cualquier cosa, no podrían oír los gritos con el runrún de las sierras, los golpes de los tablones al caer en la cadena y el rugido de los camiones. Pero no iba a suceder nada. Su imaginación se estaba desbordando sólo por que no confiaba en él y porque Tessa le había arañado.
– Hunter necesitaba un refugio.
– Imposible.
Weston elevó una ceja castaña sobre sus apenados ojos, como si comprendiese por lo que estaba pasando Miranda y se sintiese mal por ella. Dio un sorbo a su bebida y empezó a mover el vaso.
– Sé que es duro para ti, sobre todo porque…
Recorrió con los ojos su abdomen y Miranda colocó el bolso encima, como si de ese modo protegiese al bebé. Era una locura estar a solas con él. Sin embargo, no podía irse. Weston era la única persona en Chinook que parecía tener algún tipo de información sobre Hunter, ya fuese verdad o mentira, y estaba dispuesto a compartirla. Miranda apretó los dientes y continuó plantada en aquella incómoda silla.
– Sé que no quieres oírlo, pero parece ser que Hunter se metió en algunos problemas por aquí. Un lío con una chica de catorce años.
– La que no tiene nombre.
– Oh, claro que sí. Cindy Edwards. Vive cerca de Arch Cape. Si presenta cargos, Hunter tendrá que volver a los Estados Unidos y dar la cara. -Distraído, se tocó la herida de la cara.
– No te creo -pero Miranda se apuntó mentalmente el nombre de la chica.
Afuera, un silbato estridente anunció el cambio de turno y la pausa para comer.
Weston sacudió la cabeza y se pasó los dedos rígidos por el pelo.
– ¿Cuándo vas a darte cuenta de que Hunter no es un santo?
– Tú no sabes nada de él -contestó Miranda, aunque se sentía cazada en una trampa estratégicamente colocada.
– ¿No? -Pegó otro trago y cuando volvió a dejar el vaso un poco de güisqui salpicó sobre el escritorio-. Trabajaba ya para esta empresa, eso lo sabes. Tenía un expediente laboral bastante decente. Leí su ficha personal, y su nuevo curriculum, y hable con él. Créeme, Miranda, conozco mejor a Hunter Riley que tú. -La sonrisa de Weston era fría como el hielo-. Empezó a salir con Cindy hace unos seis meses, cuando aún prestaba servicios a la comunidad, un coche que decía haber tomado prestado, aunque la dueña aseguraba que lo había robado. De cualquier modo, el servicio a la comunidad y la libertad condicional fueron parte de la sentencia.