– ¡Vale, ahora! ¡Ayuda a Tessa!
Miranda abrió la puerta y Claire, inclinándose por encima de su hermana, también consiguió abrir la suya. El agua entró a raudales. Claire salió con dificultad, tosiendo, arrastrando a Tessa hacia la superficie. Poco después, comprobó que podía hacer pie. Hundió los pies hasta los tobillos en el fondo fangoso, sacando la cabeza por encima del agua.
«Harley, oh, Dios, Harley, lo siento.» El dolor de su corazón se extendió por toda su alma.
– Vamos, vamos. -Miranda colocó un hombro por debajo de brazo muerto de Tessa, y se dirigió de vuelta a la carretera, caminando a través de las aguas oscuras-. A ver, ¿qué películas vimos?
– Cometieron dos errores.
– ¿Y?
– Escalofrío en la noche. Vamos, Randa, ¿cómo va a enterarse Tessa de nada tal como está?
– ¿Tess? -instó Miranda.
No hubo respuesta. El agua les llegaba hasta las rodillas.
– Harry el Sucio -susurró.
– Pero ésa no la vimos, nos marchamos antes de que empezara. Recuérdalo. Tenemos que mantenernos unidas, no dejes que intenten confundirnos.
Parecía que aquellas voces procedieran de algún lugar en tuncuna parte. En el arcén de la carretera vieron las luces de una furgoneta a través de la lluvia. Un hombre con un chubasquero amarillo se dirigió corriendo hacia ellas.
– ¡Ey! -gritó, con voz ronca y sobresaltada-. ¿Estáis bien? Por el amor de Dios, ¿qué demonios os ha pasado? ¡Primero el chico de los Taggert y ahora esto!
Así que era verdad. Claire tenía las piernas tan pesadas como el plomo.
A continuación, más coches se detuvieron. El primer hombre las alcanzó y sujetó a Tessa con sus fuertes brazos.
– Chicas, ¿estáis bien? ¿Queda alguien más en el coche?
– No -dijo Randa-. Estamos… estamos bien.
– ¿Seguro? -Se volvió en dirección a Tessa, quien pudo percibir el apestoso hedor a cerveza-. ¿Qué hay de ti?
– Bien… Estoy bien.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó una mujer, mientras más coches se agolpaban alrededor de la camioneta-. Por el amor de Dios, ¿algún coche se ha hundido en el lago?
– Yo… he debido de quedarme dormida al volante. Estaba en la carretera, y segundos después… -dijo Miranda, con los dientes castañeteándole.
La farsa acababa de empezar. Claire sintió un escalofrío.
– Dios mío -dijo una mujer-. Bueno, os haremos entrar en calor. George, George, saca la manta del maletero, estas chicas van a coger una pulmonía.
Paralizada, Claire dejó que la condujeran hasta el pequeño grupo de vehículos esparcidos arbitrariamente por el borde de la carretera.
– ¿Te lo puedes creer? -dijo un anciano.
– Tienen suerte de estar vivas -continuó esta vez una mujer, cuya silueta con gabardina se podía adivinar entre las luces de los coches.
– No como el chico de los Taggert.
Las rodillas de Claire se doblaron, pero alguien la sujetó, ayudándola para que no se cayera y siguiera caminando. El dolor le penetraba tan profundamente como un cuchillo. Empezó a temblar con violencia.
– ¿Ha llamado alguien a una ambulancia?
– Aguantad, chicas -dijo una voz suave y masculina-. Os pondréis bien.
Claire reconoció aquella voz, no recordaba su nombre, pero sabía que era alguien que trabajaba en la gasolinera donde solía repostar.
– ¿Alguna de vosotras ha sido herida de gravedad?
Claire no pudo articular palabra.
– No creo -contestó Miranda.
Claire consiguió hacer un gesto de asentimiento a Tessa, quien sólo susurraba:
– Harry el Sucio.
Aquello iba a salir mal. Muy mal.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó una mujer.
– No sé qué de sucio o algo así. -Probablemente las tres sufran una conmoción.
Claire cerró los ojos bajo las gotas de lluvia. Estaba temblando de frío. Tenía la ropa sucia, pegada al cuerpo y empapada, de la misma manera que tenía el corazón empapado de dolor.
– George, por Dios, ¿no te he dicho que les des la manta que hay en el maletero del coche?
En algún lugar cercano, probablemente en uno de los vehículos aparcados en el arcén de la carretera, un bebé lloraba tan fuerte que el llanto se convirtió en hipo. En la parte trasera de una camioneta un enorme perro empezó a ladrar como loco.
– ¡Cállate, Rosco!
El perro se calló.
– Oye… -susurró una mujer lo bastante alto para que todo el mundo la pudiese oír-. ¿No son las hijas de Dutch Holland?
– Alguien debería llamar a sus padres.
– El ayudante del sheriff está en camino.
– ¿Cómo demonios han podido caerse al lago? Dios santo, tienen suerte de que haya ocurrido aquí. En cualquier otra parte se hubieran estampado contra los árboles.
Una de las mujeres condujo a Claire a su coche.
– Chicas, entrad. No os preocupéis por ensuciar el coche, es de plástico. Se puede lavar. Yo siempre dejo montar a mis perros. Necesitáis entrar en calor.
Abrió la puerta, y Claire se deslizó por el interior. Tessa y Miranda la siguieron. Las tres se arrimaron las unas a las otras, envueltas con mantas. La dueña del coche, una mujer de rostro arrugado y dentadura mellada, ofreció a Claire una taza del café que llevaba en un termo. Otro buen samaritano ofreció otras dos tazas a Tessa y Miranda. Ellas las aceptaron, meciéndolas en las manos, mientras el vapor humeaba.
Luces de linternas alumbraban a través de la lluvia. Las mujeres formaron grupos y los hombres empezaron a buscar el coche.
– ¿Alguien ha llamado a la grúa?
– De eso se encargará la policía.
Debido al calor del café y a la respiración de las tres hermanas, las ventanas del sedán se empañaron. Claire dio gracias por la intimidad que les ofrecía aquel cristal, frágil y empapado, protegiéndolas de ojos curiosos.
Sonó una sirena en mitad de la noche. Luces rojas, blancas y azules inundaron la zona. Claire dio un bote, vertiendo el café en la manta india que la envolvía.
Dirigió la mirada hacia Miranda y sintió como si su corazón se ahogara. Estaba asustada por ella, por su plan. Miranda tenía el rostro blanco como la tiza y salpicado por el barro, el pelo lacio y empapado. A continuación, Claire miró a Tessa y tragó saliva.
– Acordaos -dijo Miranda mientras se aproximaba un coche de la oficina del sheriff.
Dos agentes salieron del coche. Dos figuras vagas a través de las ventanas empañadas. Uno de ellos se quedó junto a la carretera, moviendo su linterna para dirigir el tráfico. El otro se acercó al coche.
Se detuvo y habló, durante unos segundos, con algunas personas de las que se encontraban allí. Les hizo algunas preguntas, de las cuales Claire sólo pudo oír partes sueltas. Poco después el agente abrió la puerta del asiento trasero. La luz interior del coche se encendió. El hombre, alto y corpulento, llevaba una especie de impermeable. En la cabeza, las gotas caían por el ala ancha de su sombrero.
– Hola, chicas. Soy el ayudante del sheriff Hancock. Antes de nada, me gustaría saber si alguna de vosotras está herida y, si es así, que me digáis la gravedad de dichas heridas. La ambulancia está en camino. Luego tenemos que saber lo que ha ocurrido para que pueda preparar mi informe.
Les dedicó una sonrisa tranquilizadora, aunque Claire se sintió realmente asustada. Se preparó para su primer encuentro con la ley.
– Ha sido culpa mía -dijo Miranda mirando a Hancock a los ojos-. Yo… perdí el control del coche. Supongo que me quedé dormida al volante.
– ¿Alguna está herida?
Claire negó con la cabeza.
– No creo -dijo Miranda.
– ¿Y tú, cariño? -El ayudante miró a Tess.
Ella levantó los ojos, tiritando.
– Harry el Sucio…
– ¿Perdona? -preguntó, levantando ambas cejas a la vez.
– Estuvimos en el autocine -intervino Miranda-. Harry el Sucio es la película que nos quedó por ver, ya que decidimos volver a casa antes de que estallara la tormenta.