La puerta se cerró tras ella con un fuerte golpe y Claire se volvió hacia su hijo.
– Eso era totalmente innecesario.
– Era la verdad.
– Hay maneras más agradables…
– Sí, ¡como dejar que la jodida Candi Whittaker se lo restriegue por las narices! Enfréntate a ello, mamá, papá es un maníaco sexual al que le gustan las niñas jóvenes. Es mejor que Samantha sepa la verdad. Así nadie volverá a herirla.
– ¿Eso crees? -murmuró entre dientes Claire, mientras iba en busca de Samantha por la casa, hacia la puerta delantera, hacia la calle.
La brisa caliente movió las hojas de los álamos que brillaban bajo la luz del sol, y en la casa de algún vecino se oyó ladrar a un perro insistentemente. Claire esquivó un triciclo. Corría por la acera, por un paseo donde las raíces de un árbol crecían por encima del cemento. Buscaba a su hija. Samantha sollozaba. Sus cabellos rubios volaban al viento. Sus largas piernas corrían a gran velocidad, como si pudiera dejar en casa aquellas horribles palabras y acusaciones.
«Está huyendo, como tú, Claire. Pero tú no puedes huir. Tarde o temprano el pasado te alcanzará.»
En Center Street, Samantha cruzó con el semáforo en rojo y un camión de reparto paró de un frenazo, a punto de atropellada. A Claire le dio un vuelco el corazón y gritó:
– ¡Cuidado! -«No. No. No.»
– Oye, niña, mira por dónde vas -contestó enfadado el conductor, con un cigarrillo en los labios.
Claire tenía el corazón a punto de salirsele por el miedo. Extendió la mano y corrió por delante del vehículo.
– Pero qué demonios…
– Samantha, espera, por favor -gritóClaire, pero Samantha ni la miró.
– ¡Jodidas idiotas!
El camión se puso de nuevo en marcha con un estruendo.
A Claire le costaba respirar. Alcanzó a su hija una manzana más allá del parque. El sol quemaba y cegaba al reflejarse en los coches que había aparcados junto a la acera, a lolargo de la calle. Por las mejillas coloradas de Claire corrieron las lágrimas.
– Oh, cielo -susurró Claire-. Lo siento.
– Deberías habérmelo contado -replicó Samantha.
– No sabía cómo.
– ¡Le odio!
– No, no puedes odiar a tu padre.
– ¡Sí! Le odio. -Tragó saliva, y cuando Claire quiso acercarse más a ella, le dio un empujón-. Y a ti también te odio.
– Oh, Sami, no…
– ¡No me llames así! -dijo casi gritando.
Claire se dio cuenta de que Paul siempre la llamaba así.
– De acuerdo.
Respirando con dificultad, Samantha se frotó los ojos con las manos.
– Me alegro de que nos mudemos -dijo, parpadeando con rapidez-. Me alegro.
– Y yo también.
– ¡Oh, no! -de repente la cara se le puso blanca.
Se volvió de golpe, mirando hacia la dirección opuesta, intentado evitar el temblor de su cuerpo. Claire echó una mirada y vio a Candi Whittaker, una niña delgada, de cintura diminuta y pechos indecentes para una niña de doce años. Paseaba calle arriba con otra niña que Claire no conocía. Cuando vieron a Samantha y a su madre, ambas niñas se quedaron mirándolas, con la sonrisa en la cara, y comenzaron a susurrar. Claire hizo de escudo con su cuerpo, tapando lo que podía de su hija, esperando hasta que las niñas tomaron un camino que llevaba a las pistas de tenis. Una vez allí, miraron por encima de sus pequeños y rígidos hombros.
– Ya está. No te molestarán. Vamos.
Claire acompañó a Samantha calle abajo, en dirección a casa. Probablemente Sean tenía razón, mudarse no resolvería sus problemas. No podían huir. Ella ya lo había intentado en una ocasión, hacía tiempo, y el pasado parecía perseguirle siempre, pisándole los talones.
Finalmente la había alcanzado. No les había contado a Sean ni a Samantha que había otra razón por la que se iban a vivir a Oregón, una razón a la que Claire no quería enfrentarse. Pero no tenía otra elección. Su padre, un hombre rico acostumbrado a salirse con la suya, la había llamado la semana pasada y le había pedido que volviera a lago Arrowhead, un lugar que le había hecho sufrir tantas pesadillas que no podía ni contarlas.
Ella protestó, pero Dutch no aceptaba un no por respuesta, y no tuvo otra salida que aceptar. Su padre conocía los problemas con Paul y había prometido ayudarla a trasladarse, interceder por ella en el distrito escolar, dejarle vivir sin cobrarle alquiler en la enorme casa donde se había criado, echarle una mano en lo que necesitara para lograr convertirse en una buena madre soltera.
Habría sido tonta si le hubiese dicho que no, pero había algo más que le preocupaba, el tono misterioso de la voz de su padre le había puesto los pelos de punta. Dutch había insinuado que sabía algo acerca de su pasado. No todo, pero lo suficiente para convencerla de que debía enfrentarse a ello, al igual que a los hechos que sucedieron hacía dieciséis años. Así pues, Claire aceptó encontrarse con su padre, aunque se le encogía el estómago al pensarlo.
– Vamos -le dijo a Samantha-. Todo va a salir bien.
– No puede ser -replicó Samantha.
«Cuánta razón tienes, cielo.»
– Haremos que todo salga bien. Ya lo verás. -Pero sabía que era mentira. Todo era mentira.
Tessa encendió la radio y sintió las ráfagas de la brisa veraniega que se colaban entre su pelo. Su Mustang descapotable corría por las montañas Siskiyou, cerca de la frontera de Oregón. El paisaje del norte de California era descolorido y desolador. Las montañas estaban secas. Había estado conduciendo durante horas y pronto tendría que parar, o la vejiga le estallaría debido a la cerveza que había estado tomando durante todo el camino, desde Sonoma. Tenía una botella helada de Coors entre las piernas descubiertas. El cristal empapado refrescaba su piel y las gotas mojaban el dobladillo de sus pantalones cortos. Los envases abiertos de bebidas alcohólicas eran ilegales. Beber y conducir a la vez era ilegal. Bueno, la mayoría de las cosas divertidas en la vida se consideraban ilegales o inmorales. A Tessa en realidad no le importaba ahora que se dirigía de vuelta a lago Arrowhead, tal y como le había pedido su padre.
El temor le corría por el cuerpo. El viejo siempre había intentado meterle miedo y a veces lo había conseguido. Sin embargo, ella siempre había sido una rebelde. Esperaba a que el viejo viera el último tatuaje que se había hecho.
– Cabrón -murmuró.
En la radio se oían desagradables ruidos. Pulsó varios botones, pero sólo escuchaba chillidos y sonidos estáticos. A medida que los cañones aumentaban de tamaño, las emisoras se perdían. La única que podía sintonizar era una en la que sonaban clásicos de rock and roll. En aquel momento sonaba Janis Joplin. Dios mío, aquella mujer llevaba años muerta. Había pasado al otro mundo, cualquiera que fuese, mucho antes de que Tessa tuviera algún interés por la música. Sin embargo aquel día, aquella cantante de música machacona y voz grave le había llegado a un lugar oscuro e íntimo. Janis cantaba como si conociera el dolor, la verdadera agonía. El mismo tipo de angustia con la que Tessa tenía que vivir a diario.
La música resonaba en el coche.
Tessa pegó un buen trago a la botella, y sacó de su bolso adornado con flecos una cajetilla de cigarrillos.
Take a,
Take another little piece of my heart now, darlin
Break a,
Break another…
Eso es, pensó. Rompe otro pedazo de mi corazón. ¿No es lo que habían hecho todos los hombres en los que había confiado?
Tessa se puso un cigarrillo Virginia Slims entre los labios y encendió el mechero. En su mente vio pasar imágenes de su pasado y adolescencia. Pisó el acelerador y el cuentakilómetros marcó casi ciento cincuenta, bastante lejos de los límites legales, pero no lo notaba, no le importaba. Se encontraba inmersa en la tormentosa corriente del pasado, tanto tiempo guardada en su subconsciente, que no estaba segura de si era real o fantasía.