– Tenías… tenías sangre en la falda.
Randa asintió y deslizó los dedos por el marco de la ventana abierta.
– Lo sé.
– ¿Era tuya?
– ¿Mía? -susurró-. En parte sí.
– Oh, por Dios, Randa. ¿No me vas a contar qué sucedió?
Miranda miró a su hermana mediana con aspereza, parecía mucho mayor de lo que era en realidad.
– No, Claire -dijo convencida-. No se lo voy a contar a nadie. Tengo dieciocho años, ¿recuerdas? Soy adulta. Puedo tomar mis propias decisiones.
«Y el tribunal de Oregón también te considerará adulta. Por cualquier acto ilegal que hayas realizado te enviarán a prisión en lugar de a un reformatorio.» Claire no le dijo lo que pensaba. No hacía falta decírselo.
– Sólo recuerda nuestro pacto. Cíñete a nuestra historia. Todo saldrá bien.
Aquellas palabras sonaron horribles, pero Claire no discutió. Pasó de largo por la habitación de sus padres, de donde pudo oír los fuertes ronquidos de su padre y el tictac del antiguo reloj de cristal de Dominique.
Sigilosamente, igual que un gato persigue a un pajarillo, Claire bajó las escaleras y cruzó la cocina. Por primera vez desde la muerte de Jack, dio gracias a Dios porque Ruby no estuviese allí, ya que en ocasiones llegaba a casa a las cinco de la mañana.
Fuera, el sol estaba a punto de poner fin a la noche. El amanecer era fresco, como consecuencia de la tormenta de la noche anterior, presente aún en los charcos y en las ramas esparcidas por todo el jardín. El aire olía a limpio y la bruma sobre el lago empezaba a desaparecer.
Claire entró en el establo, colocó las bridas sobre la cabeza de un sorprendido Marty. Condujo al caballo hacia un prado y abrió la verja. Se montó en su lomo desnudo y comenzó a trotar.
El caballo al principio se resistió, pero una vez que Claire lo montó y le presionó ligeramente con las rodillas en las costillas, el caballo respondió, tomando el sendero habitual, salpicando sobre los charcos y saltando por encima de algunos troncos caídos.
Imponentes árboles octogenarios, con sus abundantes ramas, se cernían sobre sus cabezas, dejando penetrar en el bosque muy poca luz del sol matutino.
– Vamos, vamos -ordenó bordeando el sendero.
Subía cada vez más, dejando atrás un peñasco con pinturas rupestres. Se dirigían hacia la cresta del risco, el lugar sagrado y mágico para los nativos americanos, el lugar donde Kane había acampado en anteriores ocasiones.
El caballo tomó una curva. Claire se lamió los labios nerviosa. Examinaba los troncos ennegrecidos por la lluvia.
Su corazón se aceleró bruscamente, anticipándose a los hechos. Llegó al claro del bosque y divisó a Kane apoyado en la corteza musgosa de un árbol. La sombra de la barba le oscurecía el mentón. Tenía el pelo revuelto y despeinado. Llevaba aquella estropeada chaqueta de piel y unos Levis gastados y descoloridos. Un cigarrillo se consumía lentamente entre sus dedos.
Los ojos de Claire se empañaron con lágrimas de liberación a la vez que disminuyó el paso.
Una hoguera apagada desprendía un rizo de humo. Había una lona situada entre dos árboles para proteger la motocicleta y el petate.
– ¿Me buscabas? -preguntó calmado. Sus labios delgados apenas se movieron. Sus ojos, tal y como Claire los recordaba, eran del color intenso del buen güisqui.
A Claire se le rompió el corazón.
– Sí -contestó.
– Pensé que vendrías, por eso te esperé.
Lanzó el cigarrillo al fuego y se acercó a ella. Claire desmontó en un instante y corrió a través del terreno irregular hasta echarse en los brazos de Kane. Lágrimas corrían por sus mejillas. Lo único que quería era abrazarle. Abrazarle para siempre y no separarse de él nunca.
Kane la rodeó con los brazos, ofreciéndole cálido refugio, prometiéndole, sin decir palabra, que todo saldría bien.
– Me he enterado de lo de Taggert.
Claire emitió un llanto prolongado de dolor y volvió a la realidad.
– Dios, Kane, ha sido por mi culpa.
El cuerpo de Kane se endureció.
– ¿Por tu culpa?
– Rompí el compromiso. Le devolví su anillo -sollozó. Las palabras fluían de su boca a toda prisa, igual que al agua fluye de una presa desbordada-. Abajo, en el embarcadero. Él estuvo bebiendo en el barco y… yo le dejé allí.
– Shhh -Kane le besó la coronilla y el aroma a tabaco, cuero y almizcle la envolvieron en una agradable nube-. No ha sido culpa tuya.
– Pero estaba enfadado y… y… le dije al vigilante nocturno que le vigilase… pero…
– Pero nada -la cogió de la mano y la llevó a la tienda de campaña situada bajo la empapada lona. El suelo estaba seco. Continuaba abrazándola, ofreciéndole su apoyo-. Todo va a salir bien.
– ¿Cómo? Está muerto, Kane. ¡Muerto! -Sollozos entrecortados escaparon de su garganta mientras golpeaba sin fuerza la cabeza contra el pecho de Kane.
– Y tú estás viva. No te dejes vencer, princesa.
– No me llames…
– De acuerdo. Aguanta. Estoy aquí, Claire. Sabías que estaría esperándote, ¿verdad?
Por supuesto que lo sabía, por eso había ido hasta allí. La culpa inundaba con creces su alma al descubierto.
– Es sólo que… no le amaba lo suficiente. -Sorbió y retiró la cabeza para poder mirar a Kane a los ojos-. Por ti.
– Tú no tienes la culpa -su mirada descendió hasta sus labios. Tenía los ojos rojos y húmedos, la piel con manchas-. Tú no hiciste nada malo, Claire. Nada.
Claire supo que iban a besarse. Él acercó su cabeza a la de ella y sus labios se fundieron. No fue un beso delicado, sino que la besó con una pasión y excitación que Claire jamás había sentido. Los labios, deseosos e impacientes, pedían más. Kane la abrigó con sus fuertes brazos hasta el punto que Claire no pudo ni respirar ni pensar. El dolor poco a poco dio paso al deseo. Una profunda sensación empezó a palpitar en su interior. Kane bordeó con su lengua los labios de Claire, quien abrió la boca ofreciéndosela a él, a su cuerpo y a su alma, permitiendo que el viento se llevase su prudencia, consciente de que Kane pronto se iría.
En alguna parte de su cerebro, Claire supo que besar a Kane era una equivocación, que se encontrada demasiado afectada emocionalmente para tomar decisiones correctas, pero no le importaba. Kane era cálido y le hacía sentirse bien. La tocó con sus manos ásperas. El interior de Claire desprendía una sensación húmeda y ardiente.
Los dedos de él toparon con el dobladillo de la camiseta de ella. Empezó a tocarle la espalda, siguiendo con sus dedos la curva de su columna vertebral, transmitiéndole su deseo a través de la sangre, apagando su pena y su dolor, alojada sólo en la parte más superficial de su conciencia.
Mientras Kane gemía, descubrió que Claire no llevaba sujetador. Acercó las manos a sus senos y los acarició. Yacían el uno junto al otro sobre el petate, con las piernas entrelazadas. Claire notó el sexo duro de Kane a la altura de la bragueta, la presión que la erección ejercía contra sus piernas debajo de aquel pantalón vaquero.
Kane le quitó la camiseta y contempló sus pechos. A continuación, elevó la vista, sus ojos oscuros de deseo. Un músculo le palpitaba en la sien.
– Eres más hermosa que… que…
Juntó sus senos y frotó los pezones con el dedo pulgar. La pasión dominó a Claire. Estaba excitada, salvaje, descontrolada. Gemía mientras él le besaba los labios. Kane descendió, lamiéndole el cuello y el esternón. Seguidamente alcanzó sus senos y los mordisqueó dulcemente.
– Kane -le llamó ella, excitada.
Él le puso las manos sobre las nalgas. Tenía los dedos rígidos y deseosos.
En el exterior, los árboles comenzaron a agitarse. Claire sintió cómo un calor húmedo se arremolinaba en los lugares más recónditos de su feminidad. La barba de Kane era áspera, su lengua húmeda, sus manos firmes, cuyos dedos presionaban contra los glúteos de Claire. Colocado sobre ella, su pene estaba duro como una piedra, le latía al ritmo de la lujuria.