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– Relájate, pequeña -dijo Petrillo-. Todo saldrá bien.

– ¿Estás seguro?

Los ojos marrones de Petrillo echaron chispas.

– Claro que sí, joder.

Miranda sonrió y pidió al cielo poder creerle. Pero, maldita sea, no podía. Incluso en aquella acogedora pizzería, con gente que reía y hablaba, el camarero que limpiaba la barra y Frank Petrillo que le estaba guiñando el ojo al otro lado de la mesa, podía sentir una sensación horrible en la zona de la nuca. Y estaba asustada. Más asustada de lo que había estado en dieciséis años.

– Háblame de papá.

Samantha se sentó sobre la repisa de la cocina, donde Claire estaba desempaquetando la última caja de la mudanza. Llevaban en Chinook casi una semana, y aún no habían terminado de instalarse.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó Claire.

– ¿Es tan malo como dice Sean?

Claire apretó los dientes. La pena en su corazón había cesado hacía tiempo, la primera vez que había descubierto que Paul la estaba engañando. Probablemente no había sido la única vez, ya que Paul siempre se había sentido atraído por mujeres jóvenes. Ahora, todo lo que sentía era vergüenza y remordimientos.

– Tu padre no es malo -dijo, preguntándose si estaba mintiendo-. Sólo es débil.

– ¿Débil?

– Sí. Le gustan, uh, le gustan las mujeres.

– Las chicas -corrigió Sam.

«Cualquier cosa que lleve faldas.»

– Sí, a veces las chicas también.

– Entonces sí que es malo.

– No quiero que pienses esas cosas de él.

– Pero tú lo haces -la acusó Samantha.

Sus ojos reflejaban sólo una pequeña parte del dolor que invadía todo su cuerpo. Dobló las piernas, arqueando la planta de los pies sobre el borde la repisa y descansando la barbilla en las rodillas. Tenía sucias las piernas largas y también los pies, descalzos, pero Claire no dijo nada. No era el momento de cambiar de tema y empezar a hablar de limpieza y microbios.

– Simplemente no quiero pensar en él y punto.

Claire decidió que tenía que ser sincera. Los niños se daban cuenta cuando mentía. Sam arrugó la nariz.

– ¿Irá a la cárcel?

La vergüenza comenzó a trepar por el cuello de Claire.

– No lo sé, puede ser… o puede que consiga que le rebajen la sentencia y que le otorguen la libertad condicional, supongo. Pero tendremos que esperar a ver qué pasa.

– Bueno, si se convierte en un presidiario, no quiero verle -decidió Samantha, sacudiendo la cabeza-. Incluso aunque no lo sea. Lo que hizo está mal. -Su barbilla tembló-. Se supone que los padres no hacen nada malo.

– Claro que no, cariño -dijo Claire, acercándose a la repisa y envolviendo los delgados hombros de Samantha con sus brazos-. Pero también somos humanos y a veces… a veces nos equivocamos.

– Pues él no debería haberse equivocado jamás.

– Lo sé. -Claire notó las lágrimas de Sam, cálidas y húmedas, goteándole sobre la blusa.

– No nos lo merecíamos.

– No, cariño, no -afirmó Claire. Samantha tosió con fuerza-. Pero tenemos que enfrentarnos a ello. Nos guste o no.

Samantha se estremeció. A continuación levantó su rostro, recorrido por las lágrimas.

– Sean dice que esto es una mierda.

Claire asintió con la cabeza, aunque odiaba la crudeza del lenguaje de Sean.

– Esta vez, Sean tiene razón. Vamos, te prepararé una taza de chocolate, y buscaremos una película que podamos ver.

– Una divertida -dijo Samantha, descendiendo al suelo.

– Sí, una divertida.

Capítulo 24

Era casi medianoche cuando Claire, inquieta, apartó el delgado edredón de la cama. Sin encender la luz, deslizó los brazos por la bata y caminó sigilosamente descalza por el pasillo. Dejó atrás las habitaciones donde dormían sus hijos, cuyas puertas estaban abiertas. Bajó las escaleras. En su mente circulaban imágenes de Kane, Harley y Paul. Parecía que tuviese un tornado en el cerebro. Cada vez la cabeza le daba más vueltas, mareándola.

Entró en la cocina, donde cogió una caja de fósforos. Seguidamente, cruzó las puertas francesas del comedor y se dirigió hacia el sendero cubierto de hierbajos que conducía al lago. Se detuvo con el propósito de encender las antorchas ahuyenta-mosquitos que había colocadas a lo largo del embarcadero, situadas a tres metros la una de la otra. Esperó, de este modo, repeler a los mosquitos que merodeaban por la bahía.

El fósforo chisporreteó en mitad de la noche y enseguida se encendieron seis antorchas, produciendo un aroma entre dulce y desagradable. Miranda se sentó en la última tabla del embarcadero. Las piernas desnudas le colgaban sobre el agua. Elevó el rostro hacia el cielo. Miles de estrellas brillaban con intensidad, y un cuarto de luna reluciente coronaba el cielo, dotando así de color plata a las aguas oscuras. Los peces saltaban, chapoteando en el lago, los gallos cantaban, y no muy lejos, un buho ululaba suavemente.

A Claire siempre le había encantado aquello. A pesar de todas las penas de su infancia, y de la tragedia por la muerte de Harley Taggert, sentía una gran paz cuando estaba en aquella casa, a orillas del lago Arrowhead. Dirigió la mirada más allá de la superficie lisa del agua, hacia la cabaña de Moran. En plena oscuridad, las ventanas tenían luz, y se preguntó por Kane. ¿Qué estaría haciendo? ¿Trabajar en su dichoso libro? ¿Remover el pasado? ¿Descubrir verdades que deberían mantenerse ocultas? Sintió una punzada en el corazón y comprendió que años atrás había amado a Kane con una pasión tan estúpida como intensa. Había algo en él capaz de remover todo su interior, de hacerle abandonar la razón en favor del deseo, de seducirla hasta el punto de sacrificar todo con tal de estar cerca de él, incluso su obstinado orgullo.

– Idiota -murmuró en voz baja.

Ningún hombre merecía que una mujer perdiese la dignidad por él. Ninguno. Pero, oh, incluso ahora, si tuviera la oportunidad de besarle, de tocarle, de sentir su cuerpo desnudo y firme contra el suyo…

– Basta -se reprochó, furiosa por sus pensamientos rebeldes-. ¡Ya no eres una colegiala! Por Dios Santo, ¡tienes más de treinta años! ¡Eres madre! ¡Te han hecho daño demasiadas veces!

Ojalá se pareciese más a Miranda. Fuerte. Independiente. Valiente. Sin embargo, en ocasiones, Claire se sentía como una niña pequeña y asustadiza.

– Por el amor de Dios, Claire, contrólate -suspiró.

Rozó el agua fría con al punta de los dedos y se apretó el cinturón de la bata. Años atrás, Claire había enterrado su amor por Kane en lo más profundo de su corazón. Había reprimido los instintos animales y las emociones salvajes que Kane había despertado en ella porque sabía que no tenían ningún futuro juntos. El destino, al parecer, se había interpuesto. Tras la muerte de Harley, Kane se había alistado, y Claire también había dejado Chinook. Marchó escapando del dolor y de la pena, y conoció a Paul St. John, un hombre al que realmente nunca había amado, pero que había prometido cuidar de ella. Claire tenía diecisiete años cuando se conocieron en un centro de estudios donde Paul daba clases de inglés y Claire terminaba bachillerato. Paul se la encontró llorando en un banco del patio, le ofreció un pañuelo donde enjugar las lágrimas y un hombro firme donde llorar. Claire no estaba acostumbrada a la amabilidad de los desconocidos y le habría rechazado, pero acababa de visitar una clínica local, donde le habían comunicado que estaba embarazada. Y sola. Miranda había empezado la universidad; Dominique, incapaz de soportar que su marido la engañara con otras mujeres, se divorció y se fue a Europa, llevándose a Tessa con ella. Dutch nunca había tenido una relación demasiado estrecha con Claire. Harley había muerto; Kane estaba en el ejército. Ella y el bebé se hubieran encontrado completamente solos en el mundo, de no ser por la amabilidad de Paul St. John.

Como una estúpida, le entregó su corazón. Sus escasos ahorros se estaban agotando. Conseguía pagar el alquiler cada mes gracias a un trabajo de camarera a tiempo parcial en un restaurante donde había tenido que mentir sobre su edad. Su única esperanza era enfrentarse a su temible padre, quien seguramente la reprendería y la llamaría zorra por concebir un Taggert.