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– Pero ¿qué demonios…?

Antes de que el jeep se detuviese por completo, Sean saltó del vehículo y se dirigió hacia la puerta delantera de la casa. Llevaba unos vaqueros negros, una estropeada camiseta negra y unos zapatos hechos polvo. Encontró a Claire en el porche.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó-. ¿Dónde has estado?

– En la ciudad.

Sean intentó esquivar a Claire, pero ésta le cogió por el brazo. Sean tenía los orificios nasales que le echaban fuego y pegó un tirón del brazo.

– ¿Qué pasa?

Vio a Kane acercándose con calma, como si esperara a que Claire hablara con su hijo antes de tomar parte en la discusión que estaba a punto de comenzar. Discusión que podía adivinarse en los furiosos ojos de Sean. Una estropeada cazadora de piel, una camiseta blanca, unos vaqueros desgastados y unas botas que necesitaban urgentemente un cepillado eran los eternos compañeros de Kane, los cuales únicamente servían para hacer recordar a Claire el muchacho que Kane había sido una vez, el delincuente juvenil que le había roto el corazón hacía dieciséis años. Claire se había comportado como una tonta, como una boba romanticona. Pero ahora tenía que encargarse de su hijo.

– Me he metido en un lío, ¿vale?

Sean comenzó a andar de nuevo hacia la puerta, pero Claire se plantó en medio de su camino.

– ¿Qué tipo de lío? -preguntó. El corazón le iba a mil. Sean era tan voluble últimamente, siempre a la defensiva, a punto de explotar-. Y no, por supuesto que no vale.

– No es nada. -Echó una mirada a Kane, luego dejó los ojos en blanco y continuó en voz baja-. Bueno, joder, me pillaron robando en una tienda.

– Robando en una tienda… -Claire se quedó helada. ¿Robando? Aquello era peor que cualquier otra cosa que hubiese hecho en Colorado, bueno, peor que cualquier cosa de la que Claire se hubiese enterado. Se volvió hacia Kane y esperó que él pudiese explicarle toda la historia-. ¿Qué ha pasado?

Sean dejó caer el peso sobre el pie contrario y empezó a observar la uña de su dedo pulgar. Apoyándose en uno de los ásperos postes que sujetaban el techo, Kane se cruzó de brazos. Haciendo un gesto de asentimiento a Sean, dijo:

– Pienso que deberías contarle a tu madre todos los detalles.

– ¿A quién le importa lo que tú pienses? -replicó Sean.

Sus palabras desprendían odio.

– ¡Sean! -Claire señaló el pecho de su hijo con el dedo. Uno de los caballos relinchó-. No seas maleducado. Vayamos al fondo de la cuestión.

– Intenté birlar un paquete de tabaco.

– ¿Cigarrillos? ¿Estabas robando cigarrillos? -El corazón le dio un vuelco. Llevaban en la ciudad menos de dos semanas y Sean ya se había metido en un lío. Un buen lío.

– Sí, y una botella de Thunderbird.

– ¿Thunderbird?

– Vino -aclaró Kane, y recibió una despiadada mirada por parte de Sean.

– Oh, Dios, ¿y qué pasó?

Sean señaló con la cabeza a Kane.

– Él me pilló. Me hizo volver a colocar todo y pedir disculpas al dueño de la tienda.

Kane tenía el rostro morado. Agachó la cabeza. Su mirada todavía era rebelde y fría.

– Chinook es una ciudad pequeña -explicó Kane-. Todo el mundo mete la nariz en asuntos ajenos. No querrás crearte una mala reputación, porque es algo que nunca se olvida. Créeme, sé lo que me digo.

– ¿Por qué? ¿Es que tú eres una especie de maleante o algo así? -preguntó Sean.

– Algo así.

Kane miró a Claire a los ojos y por un segundo Claire recordó a Kane como lo que había sido, un crío antipático con un padre lisiado. Siempre metido en líos. Siempre ignorando a la ley. Fumaba cigarrillos, bebía cerveza y conducía su motocicleta tapizada de cuero. Y ella le amaba. Con todo su indeciso corazón. Ahora, mirando a sus ojos color dorado, sintió el mismo subidón de adrenalina que había sentido siempre que había estado con él, la aceleración de su ritmo cardíaco, la repentina falta de aliento. Por su mente circulaban ideas de lo que podría haber sucedido si las cosas hubiesen sido distintas.

– No puedo creer que hicieras algo así -le dijo a su hijo.

– ¡No cogí nada!

– Porque te pillaron.

– ¿Y bien?

– Castigado sin salir. Dos semanas.

– Pues es un buen trato -murmuró-. Tampoco puedo hacer nada en este sitio. ¿Qué coño importa?

– No.

Furioso y avergonzado, Sean abrió la puerta con fuerza y caminó a zancadas hacia el interior. Claire quiso desplomarse sobre los peldaños del porche. En ocasiones como aquella, se arrepentía de no tener un marido con el que contar, un hombre que la respaldara en sus decisiones.

– Está enfadado -comentó Kane, mirándola a los ojos.

Claire tragó saliva.

– Por muchas cosas.

– ¿Incluido su padre?

Claire se quedó casi sin respiración. Pasaron unos segundos, al compás de los rápidos latidos de su corazón. ¿Por qué Kane no se percataba de las similitudes entre Sean y él?

– Paul nos ha dejado hundidos a todos.

– Ese tío es un mierda.

Claire quiso discutir, contestarle que eso a él no le importaba, pero no podía.

– Él… es aún el padre de mis hijos. No creo que sea necesario insultarle.

La sonrisa de Kane, enigmática y torcida, le llegó a Claire al corazón.

– Sólo le llamo como le veo. Háblame de Sean.

Claire se humedeció los labios. «Está preguntando, así que dile la verdad. ¡Dile que él es su padre!»

– Veo que te mantiene ocupada -opinó Kane, frunciendo el ceño mientras observaba la puerta delantera por donde Sean había entrado precipitadamente.

– Estará bien.

– No hasta que tengas mano dura con él.

– ¿Así que ahora eres consejero? -le preguntó, algo irritada, a la vez que intentaba poner en orden las emociones contradictorias que corrían por sus venas.

«Díselo -le gritaba la cabeza-. ¡Dile que él es el padre de Sean!» ¿Y luego qué? ¿Cómo reaccionaría? ¿Y qué pasaría con Sean? ¿Cómo se sentiría su hijo al averiguar que su madre le había estado mintiendo durante todos esos años? Se le hizo un nudo en le estómago debido a la ansiedad, y apartó la mirada de los ojos de Kane. Observó a un abejorro que volaba de un rosal a otro.

– ¿No aceptas que te dé un consejo sobre tu hijo?

– No. -Claire agarró el pomo de la puerta-. Sean lo está pasando mal no sólo por todo lo que sabe de su padre, sino también por habernos mudado aquí. Ha dejado a muchos amigos y… -El corazón se le encogió y pensó que quizás estaba destrozando la vida de su hijo-… Y vivir aquí es diferente.

– Pero no es tan malo -dijo Kane con voz suave, y, por un segundo, al mirar a Claire a los ojos, ésta deseó que se acercase y le tocase la cara con aquellos dedos ásperos-. Tú y yo lo hicimos.

– ¿Ah, sí? -se preguntó en voz alta. A continuación se aclaró la voz. Siempre que estaba junto a aquel hombre su mente perdía claridad, y el ambiente parecía alterarse, hacerse más denso y pegajoso. Se pasó la lengua por los labios.

– Sí.

Claire volvió a tragar saliva y tiró del pomo de la puerta.

– Gracias por salvarle el pellejo a Sean -le dijo-. Te lo agradezco… ¡Oh!

La palma de la mano de Kane cerró la puerta de un golpe. ¡Bam! En un instante se acercó a ella, de modo que su cuerpo casi rozó el de Claire. La punta de sus botas estaba a ras de las sandalias de ella. Sólo unas pulgadas separaban sus pechos y sus rostros estaban tan cerca que Claire podía ver la pigmentación en los ojos de Kane, sentir su calor y rudeza.

– He venido aquí por otra razón.

– Y… ¿cuál es? -susurró, con el vello de punta debido a la proximidad entre ambos cuerpos. El pulso le palpitaba con fuerza en la garganta.