– ¿Es tuya? -le preguntó Sean mientras Kane se puso en pie.
– A partir de hoy, sí.
Sin saber que su madre le estaba viendo, Sean exclamó un silbido largo y agudo.
– ¡Joder!
– ¡Sean! -dijo Claire desde la ventana.
– Pero mamá, mira, ¡una Harley!
«Harley.» Claire volvió a recordar.
– Vaya cosa -murmuró Samantha en voz baja.
Kane se pasó la mano por la cara.
– ¿Te gusta?
– ¿Que si me gusta? -repitió Sean-. ¿Cómo no me va agustar?
– ¿Quieres dar una vuelta?
– ¿Quieres decir que me dejas llevarla?
– ¡Un momento! -Claire salió de la habitación precipitadamente y bajó las escaleras. En poco segundos apareció por el garaje hasta llegar al exterior-. Sean no tiene carné de conducir, ni siquiera permiso en Oregón.
– Jo, mamá, venga. -Sean empezó a botar el balón, sin separar los ojos de aquella enorme y reluciente moto.
– Ni hablar. ¿No tienes que tener un carné especial para conducir una de éstas?
– Legalmente -contestó Kane, balanceando la máquina entre las piernas.
– A mí sólo me importa lo legal.
– Pero, mamá…
– Sean, por favor.
Claire lanzó a Kane una mirada que le atravesó el corazón y vio de nuevo el parecido entre padre e hijo. La mandíbula rectangular, las cejas gruesas, la nariz recta y larga. ¿Cómo era posible que ellos no se diesen cuenta?
– Te diré lo que haremos: súbete y daremos un paseo -le dijo Kane al chico, sin saber aún que era su hijo.
Sacó un casco de la parte trasera de la moto y se lo ofreció a Sean, quien lo aceptó, soltando el balón naranja, que botó en dirección al garaje.
– ¿Y yo qué? -preguntó Samantha.
– Tú luego -prometió Kane.
Claire tuvo el claro presentimiento de que Kane trataba de manipularla.
Sean se acercó al vehículo. Sus ojos examinaban cada pequeño detalle de la brillante moto.
– ¡Cómo mola!
– Vamos.
Kane hizo un gesto a Sean para que montase y el chico no necesitó que le animara más. A pesar de sus comentarios sobre que odiaba a aquel gilipollas, subió a la moto, colocándose detrás de Kane, con el casco en la cabeza. A continuación, en lugar de agarrarse a la cintura de Kane, se cogió con fuerza al sillín.
Kane hizo revolucionar el motor y la motocicleta salió disparada.
– ¡Tened cuidado! -gritó Claire al viento, pues la moto ya había salido zumbando en tercera antes de tomar la curva.
Seguidamente, desaparecieron entre los árboles.
– Pensaba que Sean odiaba a ese tipo -comentó Samantha, mientras se echaba el pelo hacia atrás.
– Y yo también.
– Ha echado una mirada a la moto y ha cambiado de opinión. -Sam meneó la cabeza-. Hombres -añadió.
– Amén -le dio la razón su madre.
A lo lejos, podían oír cómo rugía la motocicleta. En aquel momento Claire fue consciente de la situación. Padre e hijo estaban solos. Se le saltaron las lágrimas, aunque ninguno de los dos pudiera comprender el importante significado de aquel paseo en solitario. Se le hizo un nudo en la garganta y parpadeó para no romper a llorar delante de Samantha. De algún modo, como fuera, tenía que encontrar las palabras para explicarle la verdad a Kane: que él era el padre de Sean. Pero no podía estropearlo. Existían demasiadas emociones, había demasiados corazones en juego. Cuando Kane lo descubriera, seguramente la odiaría por mentirle, por simular que Sean era hijo de otro hombre, por ocultárselo a todo el mundo, incluido a Sean. El chico le odiaría por no contarle que su verdadero padre había dejado a su madre para unirse al ejército, y más tarde se había convertido en un periodista medio famoso, y en un escritor decidido a arruinar la vida de su abuelo. «Que Dios nos ayude», rogó en silencio. El sonido de la gran moto se fue aproximando. Con los últimos rayos solares, ambos aparecieron por la curva y se detuvieron en el stop situado cerca del garaje.
– Ahora te toca a ti -le dijo Kane a Samantha, mientras Sean bajaba de la motocicleta a regañadientes.
Aunque Samantha se mostraba fría e indiferente ante el hecho de subirse en la Harley, no pudo evitar que los ojos le chispearan cuando se colocó el casco y partieron.
– Pues no sé por qué quiere montar -se quejó Sean-. A ella le gustan los caballos, los perros y esas tonterías.
– Quizás haya cambiado de opinión.
– ¡Bah! -pero parecía preocupado y echó varias canastas hasta que la motocicleta y Sam volvieron.
– Impresionante -dijo Samantha, bajándose de la moto y sacudiéndose las manos.
– Ya está.
– ¡Hemos subido al acantilado de Illahee!
– ¿Ah, sí?
Kane inclinó la cabeza. Ocultos tras las gafas, sus ojos miraron a Claire de un modo que hizo que a ésta se le cortara la respiración. Claire tuvo que apartar la mirada, fijarse en otra cosa, ya que podía adivinar en los ojos de Kane una proposición sexual a la que no podía negarse.
– ¿Y qué pasa contigo? -preguntó Kane con una voz ronca que hizo que a Claire se le pusiera la carne de gallina.
Claire dudó un instante, antes de que Sam dijera:
– Venga, mamá. Diviértete un poco.
– No sé…
– Ahora me toca a mí -insistió Sean.
– Luego -le dijo Kane.
Claire, a sabiendas de que estaba jugando con fuego, no pudo resistirse. Aunque estaba cometiendo un grave error, y recordaba su reacción cuando se habían encontrado a solas en el embarcadero, en mitad de la noche, no podía evitar querer estar a solas con él. Sólo con él, mecidos por el viento y la noche. Colocó una pierna por encima del sillín, rodeó a Kane con los brazos por la cintura y sintió un subidón de energía cuando la moto salió disparada por el camino.
En el prado, el caballo moteado relinchó con fuerza y, con el rabo levantado, corrió hacia la verja. Abetos cubiertos de musgo y hiedra se convirtieron en manchas borrosas. Claire descansó la cabeza entre los hombros de Kane, tal y como había hecho cuando no era más que una adolescente.
«Ten cuidado», la advirtió una voz molesta en su interior, pero se dejó llevar a la vez que sentía los músculos de Kane moverse al cambiar de marcha. El corazón le latía con fuerza. Podía notar la tensión de Kane provocada por el contacto de ambos cuerpos.
Dios, era estupendo abrazarle. Durante unos cuantos minutos de gloria, Claire olvidó el pasado, olvidó que ya no eran amantes. Con el sol en el horizonte, dejó que su mente fantasiosa evocara imágenes donde besaba a Kane, le tocaba, le hacía el amor una y otra vez.
Una brisa húmeda, procedente del océano, despeinó el cabello de Weston. Esperaba en el muelle junto a Stephanie, un yate de carreras del que se sentía orgulloso y feliz. Lo había comprado el año anterior. Miró su reloj. Las ocho y cuarto y ni rastro de Denver Styles. Mierda, aquel tipo iba a dejarle plantado. ¿Quién era aquel cabrón? ¿Y por qué le había contratado Dutch Holland? ¿Con qué propósito? Dutch siempre tenía una razón. ¿Pero cuál?
Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Encontró un paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo.
¿Quién demonios era Styles, un hombre del cual no parecía haber constancia? Era como si aquel tipo hubiese aparecido de la nada. ¿Y qué se proponía? Dios, era exasperante.
Echó la ceniza en el agua y vio cómo el sol avanzaba hacia el Pacífico. Durante los últimos años, Weston disfrutaba arrebatando empleados clave a Dutch. Y lo que es mejor, había unos cuantos hombres que aún trabajaban en Holland International y que se habían ganado la confianza de Dutch, pero se dejaban sobornar e informaban en secreto a Weston de todo lo que sucedía en la sede de la compañía, situada en Portland. Ninguno de ellos sabía nada de Denver Styles, por tanto, Weston pensó que tendría que ver con la candidatura de Dutch a las elecciones para gobernador. O quizá con el asqueroso librejo que estaba escribiendo Kane Moran. Aquel libro molestaba a Weston. Le gustaba la idea de que se descubrieran todos los trapos sucios de los Holland; sin embargo, podría salirle el tiro por la culata. Había demasiados secretos de familia comunes entre los Taggert y los Holland. Podrían desenterrarse demasiadas maldades en la vida de Weston.