– Me cae bien. Es lista.
– Bien. Parece agradable y está bien informada, cualidades que valoro.
– Yo también -coincidí.
Cuando Charlotte volvió, se había retocado los labios y espolvoreado las mejillas. Cogió el bolso, salimos las dos por la puerta seguidas de Henry y le dejamos un momento para que cerrara con llave.
– ¿Podríamos echar un vistazo rápido al estudio? Me ha dicho Henry que lo diseñó él mismo y me encantaría verlo.
Hice una mueca.
– Antes debería adecentarlo un poco. Soy una fanática del orden, pero he estado fuera todo el día.
En realidad, no quería que ella entrara a reconocer el terreno y calcular cuánto añadiría el estudio al precio de mercado si lo convencía para que vendiera.
– ¿Cuánto tiempo hace que lo tienes alquilado?
– Siete años. Me encanta la zona, y Henry es el casero perfecto. La playa está a media manzana en esa dirección y tengo el despacho en el centro, a sólo diez minutos de aquí.
– Pero piensa en el patrimonio que habrías acumulado a estas alturas si vivieras en una casa en propiedad.
– Soy muy consciente de las ventajas, pero mis ingresos van oscilando y no estoy dispuesta a cargar con una hipoteca. A mí ya me va bien que sea Henry quien se preocupe de los impuestos y el mantenimiento.
Demasiado cortés para expresar su escepticismo ante mi estrechez de miras, Charlotte se limitó a dirigirme una mirada.
Cuando los dejé, Henry y ella habían reanudado su conversación. Hablando del alquiler de propiedades, Charlotte le sugirió la posibilidad de usar el valor patrimonial de la casa como apalanca miento para adquirir un tríplex que acababa de salir a la venta en Olvidado, donde la vivienda no era tan cara. Dijo que las unidades necesitaban reformas, pero si él realizaba las mejoras necesarias y vendía la propiedad en poco tiempo, obtendría un buen beneficio, que entonces podría reinvertir. Intenté ahogar un grito de alarma, pero tenía la sincera esperanza de que ella no lo convenciera de algo tan absurdo.
Tal vez ya no me caía tan bien como pensaba.
Capítulo 6
En circunstancias normales, esa noche, para cenar, habría recorrido a pie la media manzana hasta el bar de Rosie. Rosie es húngara y cocina en consonancia, centrándose en la crema agria, las bolas de masa rellenas, los strudels, las cremas de verdura, los tallarines con queso, las guarniciones de col preparada de distintas maneras, además de los dados de carne -vaca o cerdo a elegir- guisados durante horas y servidos con salsa de rábanos picantes. Confiaba en que ella supiera si Gus Vronsky tenía familia en la zona y, en tal caso, cómo ponerse en contacto con ellos. Dado mi reciente propósito de iniciar una alimentación más sana y equilibrada, decidí aplazar la conversación hasta después de cenar.
Mi colación vespertina consistió en un bocadillo de mantequilla de cacahuete y pepinillos con pan integral de trigo, acompañado de un puñado de fritos de maíz, que estoy casi segura de que podrían considerarse un cereal. Admito que la mantequilla de cacahuete contiene casi un ciento por ciento de grasa; aun así, es una buena fuente de proteínas. Y por fuerza debe de existir alguna cultura en la que los pepinillos con pan y mantequilla se consideren verdura. De postre me obsequié con un puñado de uvas. Éstas me las comí en el sofá mientras pensaba en Cheney Phillips, con quien había salido durante dos meses. La longevidad nunca ha sido mi fuerte.
Cheney era adorable, pero el encanto no basta para mantener una relación. Soy una mujer complicada. Lo sé. Me crió una tía solterona que, para fomentar mi independencia, me daba un dólar todos los sábados y domingos por la mañana y me mandaba a la calle sola. Gracias a ella aprendí a cruzar la ciudad en autobús y a ver, con cierta picardía, dos películas al precio de una en el cine; pero no era precisamente una buena compañía, y de ahí que la «intimidad» me provoque sudores y sensación de ahogo.
Había caído en la cuenta de que, cuanto más se prolongaba la relación con Cheney, más fantasías albergaba sobre Robert Dietz, un hombre del que no sabía nada desde hacía dos años. La conclusión era que prefería establecer lazos afectivos con hombres que se pasaban la vida fuera de la ciudad. Cheney era policía. Le gustaba la acción, el ritmo rápido y la compañía de las personas, en tanto que yo prefiero la soledad. Para mí, la charla superficial representa un esfuerzo y los grupos de cualquier tamaño me agotan.
Cheney era un hombre que comenzaba muchos proyectos y no acababa ninguno. Durante el tiempo que estuvimos juntos, los suelos de su casa permanecieron cubiertos con láminas protectoras y, a pesar de que nunca lo vi coger un pincel, el aire olía siempre a pintura reciente. Había retirado los herrajes de todas las puertas interiores, con lo cual era necesario meter el dedo en el agujero y tirar para pasar de una habitación a otra. Detrás de su garaje de dos plazas tenía una furgoneta colocada sobre bloques. Y aunque quedaba oculta a la vista y ningún vecino se había quejado, en el suelo del camino de acceso había quedado dibujada en óxido la silueta de una llave inglesa de tantas veces como había llovido sobre ella.
A mí me gusta poner el punto final. Me saca de quicio ver la puerta de un armario entreabierta. Me gusta planificar. Lo preparo todo por adelantado y no dejo nada al azar, en tanto que Cheney se considera un espíritu libre, que se toma la vida tal como viene. Sin embargo, yo compro a locas, y Cheney, en cambio, se pasa semanas haciendo investigaciones de mercado. Le gusta pensar en voz alta, en tanto que a mí me aburre debatir sobre ternas en los que no tengo un interés personal. No es que lo suyo fuera mejor ni peor que lo mío. Sencillamente éramos distintos en terrenos innegociables. Al final fui franca con él en una conversación tan dolorosa que no merece la pena repetirla. Todavía no creo que él se sintiera tan dolido como me indujo a pensar. En cierto sentido, debió de experimentar alivio, porque no podía ser que él disfrutara de los roces más que yo. Para mí, lo más satisfactorio a partir de la ruptura fue el súbito silencio en la cabeza, la sensación de autonomía, la libertad de cualquier obligación social. Y sobre todo el placer de darme la vuelta en la cama sin chocar con nadie.
A las siete y cuarto me obligué a abandonar el sofá y tiré la servilleta que había utilizado como plato. Alcancé el bolso y la chaqueta, cerré con llave y recorrí la media manzana hasta el local de Rosie, que es una fea mezcla de restaurante, taberna y bar de barrio. Digo «fea» por la exigua decoración del laberíntico espacio. La barra es como cualquier otra barra: un reposapiés de latón a lo largo y botellas de distintos licores en estantes con espejos por detrás. En esa misma pared hay un pez espada disecado de cuyo pico cuelga un suspensorio. Esa desagradable prenda la lanzó allí un alborotador durante un juego de azar cuya práctica ha desalentado Rosie desde entonces.
A lo largo de dos de las paredes se suceden unos toscos reservados, hechos a base de láminas de contrachapado unidas con clavos y ahora de un tono oscuro y pegajoso a causa de la suciedad. El resto de las mesas y sillas son la clase de objetos que pueden encontrarse en un mercadillo, piezas disparejas de formica y cromo con alguna que otra pata demasiado corta. Por suerte, la iluminación es mala, así que muchos de los defectos pasan inadvertidos. El ambiente huele a cerveza, cebolla salteada y ciertas especias húngaras sin identificar. Ha desaparecido ya el humo del tabaco, que Rosie prohibió hace un año.