Como estábamos a principios de semana, eran pocos los parroquianos. Por encima de la barra, el televisor emitía, sin sonido, La rueda de ¡afortuna. En lugar de ocupar mi habitual reservado al fondo, me encaramé a un taburete y esperé a que Rosie saliera de la cocina. Su marido, William, me sirvió una copa de Chardonnay y la dejó delante de mí. Al igual que su hermano Henry, es alto, pero de indumentaria mucho más formal, prefiere los zapatos de cordones, muy lustrosos, mientras que Henry siente predilección por las chancletas.
William se había quitado la americana y se habían puesto toallitas de papel en los puños, sujetas con gomas elásticas, para protegerse las mangas de la camisa, blancas como la nieve.
– Hola, William -saludé-. Hace una eternidad que no hablamos. ¿Cómo te va?
– Tengo una leve congestión de pecho. No obstante, espero que no acabe en una infección de las vías respiratorias superiores en toda regla -contestó. Sacó una cajetilla del bolsillo del pantalón y, tras echarse un comprimido a la boca, explicó-: Cinc.
– Vaya, vaya.
William era un heraldo de enfermedades menores, que él se tomaba muy en serio por miedo a que se lo llevaran a la tumba. Aunque se había moderado y ya no llegaba a los límites de antes, permanecía atento a cualquier defunción inminente.
– He oído que Gus anda mal -comentó.
– Magullado y maltrecho; aparte de eso, se encuentra bien.
– No estés tan segura -dijo él-. Una caída como ésa puede traer complicaciones. Parece que uno se encuentra bien, pero en cuanto tiene que guardar cama pilla una neumonía. Otro riesgo son los trombos, y ya no hablemos de las infecciones por estafilococos, que pueden llevárselo a uno al otro barrio en un periquete.
Con un chasquido de dedos, William puso fin a cualquier infundado optimismo que yo pudiese haber concebido. Por lo que a él se refería, Gus ya estaba prácticamente bajo tierra. En lo tocante a la muerte, William se mantenía siempre alerta. En gran medida, Rosie lo había curado de su hipocondría, puesto que su fervor culinario generaba las suficientes indigestiones para mantener a raya las enfermedades imaginarias de William. Aun así, él todavía era propenso a la depresión y consideraba que no había nada como un funeral para proporcionar un pasajero estímulo anímico. ¿Quién podía echárselo en cara? A su edad, habría sido un alma de cántaro si ver a un amigo recién fallecido no le levantase un poco la moral.
– Más me preocupa lo que le pase a Gus cuando vuelva a casa. Estará fuera de combate durante un par de semanas.
– Si no más.
– Exacto. Teníamos la esperanza de que Rosie conociera a algún pariente dispuesto a cuidar de él.
– Yo no contaría con la familia. Ese hombre tiene ochenta y nueve años.
– La misma edad que tú, y tú tienes cuatro hermanos vivos, tres de los cuales pasan de los noventa.
– Pero nosotros estamos hechos de una pasta más resistente. Gus Vronsky ha fumado la mayor parte de su vida. Por lo que sabemos, aún fuma. Lo mejor es un servicio de asistencia sanitaria a domicilio, como por ejemplo la Asociación de Enfermeras Visitadoras.
– ¿Crees que tiene algún seguro de salud?
– Lo dudo. Probablemente ni siquiera imaginaba que viviría tanto como para beneficiarse de él, pero sí debe de tener seguridad social.
– Sí, supongo.
Rosie salió de la cocina por la puerta de vaivén caminando de costado. Llevaba un plato en cada mano, uno lleno a rebosar de lomo frito y rollos de col rellenos y el otro con estofado húngaro y tallarines al huevo. Se los sirvió al par de bebedores diurnos sentados ante el extremo opuesto de la barra. Estaba segura de que los dos llevaban allí desde el mediodía, y bien podía ser que ella los invitase a la cena con la esperanza de que se les pasara la borrachera antes de marcharse a casa.
Se reunió con nosotros en la barra y la puse al corriente brevemente de nuestras preocupaciones por Gus.
– Hay una sobrina nieta -dijo ella de inmediato-. Como no lo ve desde hace años, le tiene mucho cariño.
– ¿No me digas? ¡Qué bien! ¿Y vive aquí?
– En Nueva York.
– A Gus eso va a servirle de poco. El médico no le dará el alta a menos que tenga a alguien que lo cuide.
Rosie descartó la idea.
– Metedlo en una residencia. Eso hice yo con mi hermana.
William se inclinó hacia mí y aclaró:
– … que murió poco después.
Rosie no le prestó la menor atención.
– Es un lugar agradable. En la esquina de Chapel y Missile.
– ¿Y qué hay de su sobrina? ¿Sabes cómo podríamos ponernos en contacto con ella?
– Gus tiene una agenda en su escritorio, allí seguro que aparece el nombre.
– Algo es algo -dije.
Cuando sonó el despertador el martes a las seis de la mañana, salí a rastras de la cama y me puse las zapatillas Saucony. Había dormido en chándal, lo que me ahorraba un paso en mi recién inaugurado ritual matutino. Mientras me lavaba los dientes, me miré en el espejo con desesperación. Durante la noche, mi pelo rebelde había formado un cono en lo alto de la cabeza, que tuve que humedecer con agua y alisar con la palma de la mano.
Cerré la puerta y me até la llave del estudio en el cordón de una de las zapatillas. Al cruzar la verja me detuve y, por si a alguien le interesaba, estiré los ligamentos de las rodillas con gran alarde. Luego me dirigí hacia el bulevar Cabana, donde troté por el carril bici hasta la siguiente travesía, con la playa a mi derecha. Amanecía más tarde que la última vez que corrí, hacía varias semanas, por lo que a esas horas de la madrugada reinaba aún más la oscuridad. El mar ofrecía un aspecto negro y hosco, y las olas, a juzgar por el ruido al romper contra la arena, parecían frías. Unos kilómetros mar adentro, las islas del canal, recortadas contra el horizonte, formaban una hilera oscura e irregular.
Normalmente no me habría planteado siquiera la ruta, pero cuando llegué al cruce de Cabana y State Street, eché un vistazo a la izquierda y comprendí que las dos hileras de luces situadas a los lados tenían algo de tranquilizador. A esa hora no había allí ni un alma y los escaparates estaban a oscuras, pero, guiándome por la intuición, dejé la playa atrás y me encaminé hacia el centro de Santa Teresa, a diez manzanas al norte.
En Lower State se encuentran la estación de ferrocarril, un centro de alquiler de bicicletas y un establecimiento de Sea & Surf, donde venden tablas, bikinis y equipo de submarinismo. A media manzana había una tienda de camisetas y un par de hoteluchos. El mejor de los dos, el Paramount, había sido el alojamiento preferido de mucha gente en los años cuarenta, cuando los niños mimados de Hollywood viajaban a Santa Teresa en tren. Estaba a un paso de la estación y tenía una piscina que se alimentaba de unas fuentes termales. La piscina fue clausurada cuando unos trabajadores descubrieron que las filtraciones de una gasolinera contaminaban el acuífero. El hotel había cambiado de manos y el nuevo propietario estaba rehabilitando el establecimiento, en otro tiempo suntuoso. Las obras interiores habían concluido y ahora estaba construyéndose una nueva piscina. Los agujeros de la valla provisional plantada para proteger la obra invitaban al público a curiosear. Yo misma me había parado a mirar una mañana, pero sólo vi montones de basura y fragmentos de azulejos antiguos.